4- El vestido de los 18
Élias llegó a casa al atardecer, con una bolsa alargada y cuidadosamente doblada entre las manos. Lo vi desde la ventana y supe, antes de que dijera una palabra, que había hecho algo que no debía. Lo conocía demasiado bien: esa sonrisa nerviosa, ese brillo en los ojos eran los mismos de cuando de niños se metía en problemas solo por verme feliz.
—Para ti —dijo, extendiendo el paquete.
No quise aceptarlo al principio. La tela se adivinaba delicada incluso a través del papel de seda, y algo en su forma me hacía temer que lo que guardaba dentro era demasiado.
—Élias… no tenías que.
—Claro que sí —replicó, casi con orgullo—. Es tu cumpleaños. Y no se cumplen dieciocho todos los días.
Deshice el envoltorio con manos temblorosas. Cuando el vestido cayó entre mis dedos, sentí que el aire se me escapaba. Era hermoso. De un tono profundo, sobrio, que me hacía imaginarme distinta, como si solo con ponérmelo pudiera dejar atrás la niña que había sido.
—¿Te gusta? —preguntó, sin apartar la mirada.
—Es precioso —susurré.
Entonces me confesó, casi en secreto, que había gastado todo su primer salario en él. Su primer sueldo en el club, entero, transformado en aquel vestido. Me abrazó, con ese gesto de siempre, el de amigo de toda la vida que compartía conmigo hasta las victorias más pequeñas. Yo lo abracé también, pero dentro de mí algo dolió: porque sabía que su entrega buscaba algo que yo no podía darle.
Lo sentí en la tensión de su cuerpo, en cómo demoró unos segundos más de lo normal en soltarme. Y lo vi también en sus ojos, en esa manera en que me miraba, como si yo fuera la meta de todos sus esfuerzos.
—Gracias, de verdad —le dije, obligándome a sonreír.
La voz confesional me arde todavía ahora: lo abracé con cariño, pero en mi interior sabía que ese vestido no era suyo. Ese vestido, sin que él lo supiera, ya estaba marcado por otro.
Cuando me giré hacia la sala, lo encontré allí. Mi padrastro había observado toda la escena en silencio, recostado en el marco de la puerta. Sus ojos iban del vestido a mi rostro, y luego a Élias, como si midiera algo que ninguno de los dos confesaba.
—Buen detalle, muchacho —dijo al fin, con esa voz grave que llenaba cualquier espacio.
Élias bajó la cabeza, agradecido. Yo, en cambio, sentí que sus palabras tenían un filo oculto. Como si reconociera el gesto, pero al mismo tiempo lo pusiera a prueba.
Guardé el vestido contra mi pecho, temblando un poco. Y en mi interior lo supe: ese regalo era la prenda con la que yo dejaría atrás mi infancia. Pero no sería Élias quien me lo quitaría.
El salón del club estaba iluminado como nunca lo había visto. Luces de colores colgaban de las vigas, mesas largas rebosaban de comida y la música se escuchaba hasta la calle. Todo había sido organizado por él. Había conseguido que le cedieran el lugar, había hablado con los dirigentes, había puesto su dinero y su empeño para que esa noche fuera inolvidable.
Entrar allí me hizo sentir que el barrio entero me estaba celebrando. Los vecinos sonreían al verme, algunos levantaban las copas en señal de brindis, los más pequeños corrían alrededor como si también festejaran. Pero entre ellos se mezclaban otros rostros: los de mis compañeros del colegio, con sus ropas de marca y sus risas cargadas de superioridad. Parecían no pertenecer a ese lugar, y sin embargo estaban allí, invitados por curiosidad más que por afecto.
Yo estaba en medio de los dos mundos, con el vestido de Élias cayendo sobre mi piel como un secreto, con el orgullo del barrio en un hombro y el peso de las miradas del colegio en el otro. Sonreía, bailaba, agradecía los abrazos, pero en mi interior no dejaba de repetirme que esa noche significaba algo más.
Mi novio apareció enseguida, con esa ansiedad que siempre lo acompañaba. Me tomó de la mano, me hizo girar para mirarme entera.
—Estás hermosa —dijo, y en su voz había un tono casi de posesión.
Le sonreí, aunque mi gesto se sintió forzado.
—Gracias.
Bailamos un par de canciones, rodeados de la algarabía de todos. Él me acercaba demasiado, sus manos buscaban mi cintura con insistencia, como si la pista de baile fuera solo un pretexto. Me inclinó hacia mi oído y habló en voz baja, cargada de urgencia.
—Esta es la noche. ¿Lo sabes, verdad?
Sentí el corazón apretarse.
—Hoy cumples dieciocho —continuó, con una sonrisa expectante—. Dijiste que sería conmigo.
Lo miré a los ojos. Vi en ellos la ilusión de alguien que esperaba cobrar una promesa, como si todo lo que había hecho por mí se redujera a ese instante. Y lo quise, por un segundo, por su insistencia, por su entrega ciega. Pero en el mismo segundo lo odié también, por no entender que mi deseo estaba en otra parte.
—Después —murmuré, esquivando la respuesta directa—. Falta todavía un poco.
Él rió, nervioso, como si creyera que jugaba con él.
—Entonces no me harás esperar mucho.
Me apretó la mano con fuerza. Yo lo dejé hacer, aunque mi mente estaba en otro lugar.
Al otro lado del salón, lo descubrí entre la multitud. Mi padrastro estaba de pie, rodeado de hombres que lo saludaban con respeto. No bailaba, no bebía, apenas sonreía con sobriedad. Y aun así, su sola presencia llenaba el salón más que las luces y la música.
Nuestras miradas se cruzaron apenas un instante. Y en ese cruce silencioso supe que el verdadero momento de mi mayoría de edad no tendría nada que ver con la promesa hecha a mi novio.
Las luces bajaron de intensidad y alguien empezó a corear desde el fondo:
—¡Faltan diez minutos para la medianoche!
Las voces se unieron en un murmullo creciente, y de pronto todos parecían pendientes del reloj. Yo me movía entre los grupos, recibiendo abrazos, escuchando felicitaciones anticipadas, sonriendo como si esa alegría fuera mía. Pero por dentro, la ansiedad me mordía como un animal hambriento.
Mi novio me rodeaba la cintura, hablándome al oído.
—Nunca estuviste tan hermosa —dijo, con un brillo febril en la mirada.
Yo asentí en silencio, sin atreverme a decir nada más. La promesa se alzaba entre nosotros como un puente que sabía que nunca cruzaríamos.
La música subió de volumen. Los aplausos marcaban el paso del tiempo, cada vez más cerca de las doce. Y allí, en medio del bullicio, lo vi a él. Mi padrastro permanecía apoyado contra la pared, con los brazos cruzados, observando el salón con esa calma que imponía más que cualquier discurso. Cuando nuestras miradas se encontraron, sentí que mi respiración se detenía.
No temía a los minutos que quedaban. Temía al instante después de las campanadas, al momento en que tendría que enfrentar lo que llevaba guardando dentro de mí.
Al girar sobre mí misma para escapar de esos pensamientos, la vi a ella. Mi madre, recostada junto a la barra, una copa en la mano y los labios pintados con torpeza. Su mirada me atravesaba como un cuchillo: fría, envidiosa, cargada de un veneno que reconocí demasiado bien.
Sonrió de lado, y supe que esa sonrisa no auguraba nada bueno.
El reloj marcaba las once con cincuenta y cinco.
El salón entero celebraba. Yo, en cambio, solo podía pensar que lo peor estaba por comenzar.
