Librería
Español
Capítulos
Ajuste

3- Lo que no debía ver

En los días siguientes intenté convencerme de que todo estaba bien. Mi novio me buscaba a cada recreo, me esperaba en la salida, me llenaba de atenciones que cualquier otra habría envidiado. Había momentos en los que realmente me hacía sentir querida, instantes en los que podía creer que de verdad quería lo mejor para mí.

—Hoy entrené pensando en ti —me dijo una tarde, mientras caminábamos juntos hacia la parada del bus. Me tomó de la mano con firmeza, entrelazando sus dedos con los míos—. Cada gol que hice fue para ti.

Reí suavemente, aunque por dentro la risa se sintió hueca.

—¿Y cuántos goles fueron?

—Dos —respondió, orgulloso—. Pero mañana serán más. Tú me das suerte.

Lo miré de reojo. Tenía esa sonrisa limpia, casi infantil, que tanto me había atraído al principio. Había ternura en su forma de hablarme, en cómo trataba de arrancarme una sonrisa incluso cuando yo estaba perdida en mis pensamientos.

—No quiero que pienses que te presiono siempre —añadió, bajando la voz—. Es solo que… te deseo. Y a veces no sé cómo disimularlo. Pero sé esperar. Si es lo que necesitas, yo esperaré.

Me quedé callada, sintiendo cómo su sinceridad me tocaba algo dentro. Me abrazó por la espalda y apoyó su barbilla en mi hombro.

—Eres lo más importante que tengo —susurró—. No quiero arruinarlo por ser impaciente.

Y por un instante quise creer que bastaba con eso. Que su cariño podía sostenerme, que esa promesa mía tendría sentido al cumplirse. Pero en mi interior, aun en ese momento de ternura, la certeza me atravesaba como una daga: no sería con él.

Las conversaciones con mi mejor amiga se volvieron cada vez más incómodas. Ella no se cansaba de recordarme lo que, según ella, estaba postergando demasiado.

—No entiendo cómo aguantas tanto —me dijo una tarde, mientras pintaba sus labios frente al espejo del baño—. ¿De verdad no te mueres de ganas?

—No es eso… —respondí, intentando sonar firme.

—Entonces, ¿qué? —Se giró hacia mí, con esa sonrisa atrevida que siempre llevaba—. ¿Tienes miedo?

No contesté. Ella se rió con suavidad y bajó la voz.

—Yo ya lo hice. Y te juro que no hay nada como sentir que alguien te pertenece de verdad. La primera vez da vértigo, pero después… después entiendes todo.

Tragué saliva. Fingí indiferencia, pero esas palabras me atravesaban. En las noches me quedaba pensando en lo que decía, imaginando lo que significaba entender todo.

Comencé a buscar respuestas en secreto. Internet me ofrecía demasiadas imágenes, demasiadas escenas que parecían ajenas a mi mundo y, sin embargo, me atraían como un abismo. Abría páginas y luego las cerraba de golpe, como si alguien pudiera verme. Mi respiración se agitaba, mis manos temblaban, y en mi cabeza se repetía la voz de mi amiga, invitándome a cruzar un límite del que no habría vuelta atrás.

No quería fallar. No quería que el día de mi mayoría de edad llegara y me encontrara ignorante, torpe, como una niña que no sabe lo que hace. Quería estar lista. Quería entender lo que todos parecían saber excepto yo.

Y en ese afán, en esa búsqueda silenciosa, descubrí que la respuesta no estaba en revistas ni en pantallas. La descubrí una noche cualquiera, en mi propia casa, cuando me atreví a mirar donde no debía.

No recuerdo qué me llevó a detenerme frente a su puerta aquella noche. Tal vez fue el murmullo apagado que se filtraba por las paredes, tal vez fue la risa contenida de mi madre o la voz grave de él. Lo cierto es que mis pasos se quedaron quietos en el pasillo, y mi corazón comenzó a latir como si quisiera derribarme allí mismo.

La puerta no estaba del todo cerrada. Bastaba inclinarme un poco para tener un resquicio de visión. Dudé. Sentía que estaba cruzando un límite, pero al mismo tiempo había algo en mí que me arrastraba a mirar.

Y miré.

Ella se movía sobre él con exageración, como si representara un papel aprendido. Sus gestos eran forzados, su risa hueca. Pero yo apenas la veía a ella. Mis ojos buscaban otra cosa. Buscaban la calma con la que él la sujetaba, la fuerza contenida en cada movimiento, la manera en que parecía dominar la escena sin necesidad de palabras.

Me ardían las mejillas. No debía estar allí, pero no podía apartarme. El sonido de sus respiraciones, el roce de las sábanas, el peso de ese secreto se quedaba grabado en mis oídos. Sentía que cada segundo me arrancaba un pedazo de inocencia, y sin embargo no quería detenerlo.

Mi madre gemía con un tono frágil, casi impostado. Él, en cambio, permanecía entero, firme, dueño de la situación. Y fue en ese instante cuando lo comprendí. No era ella a quien observaba. Era a él a quien deseaba.

Tragué saliva con dificultad. Tenía diecisiete años, y hasta ese momento había repetido que mi primera vez sería con mi novio. Pero allí, en la oscuridad del pasillo, entendí que esa promesa ya no le pertenecía. Que cada preparación mía, cada búsqueda secreta, no estaba dirigida hacia él, sino hacia el hombre que estaba al otro lado de la puerta.

Cerré los ojos, como si al hacerlo pudiera escapar del peso de lo que estaba viendo. Pero apenas lo hice, la oscuridad me devolvió las imágenes con más fuerza. El murmullo grave de su voz, el ritmo contenido de sus movimientos, el contraste con los gestos exagerados de mi madre… todo se grababa en mí como fuego bajo la piel.

Los abrí de nuevo, temblando. Y allí seguían, como si nada pudiera interrumpirlos. Ella, con su risa hueca, buscando llamar la atención. Él, en cambio, inmóvil en su poder, dueño absoluto del momento sin levantar la voz.

Sentí que me ardía la piel. Me apoyé contra la pared para no perder el equilibrio. Cada respiración mía era más corta, más rápida, y cuanto más trataba de apartar la vista, más imposible me resultaba hacerlo.

No comprendía lo que me sucedía, solo que mi cuerpo respondía a cada movimiento suyo como si él me tocara a mí, como si esas fuerzas contenidas me alcanzaran a través de la rendija de la puerta. Quise retroceder, pero mis piernas no me obedecieron. Quise dejar de escuchar, pero cada sonido se volvía más nítido, más íntimo, más mío.

Cerré los ojos otra vez y los abrí con la misma desesperación. No podía decidir si huir o quedarme, y en esa indecisión me descubrí atrapada. Una sensación nueva, desconocida, se apoderaba de mí.

Lo entendí allí, en ese pasillo oscuro: esa noche había cruzado una frontera invisible. Ya no era la niña que se prometía intacta para un novio ansioso. Era alguien distinta, marcada por un deseo que no podía confesar.

Y lo supe con la certeza que me quemaba hasta la garganta: lo que había comenzado en esa rendija ya no tendría regreso.

Cerré los ojos una última vez, intentando borrar las imágenes que se repetían en mi mente, pero ya era inútil. Esa escena se había grabado en mi memoria con una intensidad imposible de arrancar. Caminé hasta mi cuarto temblando, con la respiración entrecortada, como si hubiera cargado con un secreto demasiado grande para mí.

Me tendí en la cama sin encender la luz. El silencio del cuarto contrastaba con el eco que todavía resonaba en mis oídos. Y en esa oscuridad, abrazando la almohada contra mi pecho, lo acepté al fin: esa fue la primera vez que realmente me dieron ganas de hacerlo.

Descarga la aplicación ahora para recibir recompensas
Escanea el código QR para descargar la aplicación Hinovel.