5- El sueño prohibido
El murmullo de la sala crecía con cada segundo. Alguien había traído un reloj enorme y lo colocaron sobre la mesa central para que todos siguieran los últimos minutos. A cada campanada, las voces se alzaban más alto, como si el tiempo mismo celebrara conmigo.
Yo sonreía, rodeada de brazos que me abrazaban, de copas que chocaban en brindis anticipados, de rostros que repetían mi nombre con una alegría que se sentía ajena. “¡Ya casi, ya casi!”, coreaban. Yo asentía, aunque por dentro la respiración se me hacía cada vez más difícil.
Mi novio estaba pegado a mí, con las manos firmes en mi cintura. Cada felicitación parecía más suya que mía. Su sonrisa no era de orgullo, sino de expectativa. “Faltan minutos”, me susurró al oído, y esa frase pesaba como una sentencia.
A unos metros, Élias me miraba desde el grupo del barrio. No coreaba, no brindaba, solo me seguía con los ojos. Cuando levanté la vista y nuestras miradas se encontraron, me regaló una sonrisa limpia, sincera, como si quisiera recordarme que yo seguía siendo la misma de siempre. Apreté el vestido entre mis dedos y desvié la mirada.
Él, en cambio, se mantenía de pie junto a la barra, con los brazos cruzados, observando todo sin necesidad de hablar. Mi padrastro no levantaba la copa, no coreaba la cuenta, ni parecía pendiente del reloj. Y aun así, su sola presencia era la que me daba calma. En medio del bullicio, yo buscaba su figura como si fuera un ancla.
La música subió y alguien empezó a gritar:
—¡Cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, cincuenta y siete…!
El salón entero lo siguió. Yo reía por fuera, pero por dentro cada número caía sobre mí como una losa. No era solo la mayoría de edad lo que me esperaba, era algo más. Algo que nadie más en ese lugar podía imaginar.
La voz de mi novio interrumpió mi silencio.
—No olvides lo que prometiste —dijo, sonriendo, aunque en sus ojos brillaba una urgencia peligrosa.
—No lo olvido —respondí, sin atreverme a mirarlo.
A mi lado, mi mejor amiga me tomó del brazo y me sacudió, riendo.
—¡Vamos, que ya llega tu momento!
Yo asentí, pero mi pecho se cerraba más con cada segundo.
—¡Diez, nueve, ocho…!
Las copas se alzaban, los aplausos sacudían las paredes, y yo solo podía mirar hacia él. Mi padrastro seguía inmóvil, y en ese cruce de miradas entendí que el verdadero umbral no lo marcaría el reloj, sino lo que yo me atreviera a confesar después.
—¡Tres, dos, uno!
El salón estalló en aplausos, copas levantadas, risas, música ensordecedora. Brazos me rodearon, alguien me besó la mejilla, otros me abrazaron con efusividad. “¡Feliz cumpleaños!”, repetían, como si esa frase pudiera cambiar lo que yo era.
Mi novio me tomó de la cara y me besó rápido, con la ansiedad de quien reclama un trofeo. Élias se abrió paso y me abrazó con más ternura que nadie. Yo asentía, sonreía, dejaba que el ruido me envolviera. Pero dentro de mí sabía que la fiesta era una máscara demasiado frágil. Algo estaba a punto de quebrarse.
Y entonces lo escuché.
El golpe seco de una copa contra la mesa. El cristal vibró y el silencio se extendió alrededor de la barra. Mi madre se había puesto de pie.
—¡Un brindis! —exclamó, tambaleando un poco, con la voz cargada de ironía—. Para la niña que por fin deja de ser niña.
Las risas y aplausos se apagaron. Varias miradas giraron hacia ella. El maquillaje corrido, el vestido demasiado ajustado, la copa en alto. Era imposible no verla, y eso era lo que buscaba: que nadie pudiera ignorarla.
—Mírenla —continuó, señalándome con la copa—. Tan perfecta, tan distinta a todas. ¿No es hermosa? Claro que sí. Pero no se engañen… —bebió de golpe lo que quedaba en su vaso—. La inocencia dura poco. A mí que me lo digan.
Unas carcajadas en un rincón se sintieron como bofetadas en mi piel. Me ardieron las mejillas, no de vergüenza, sino de rabia.
—Mamá… —murmuré, apenas audible.
Ella no se detuvo. Se inclinó hacia la multitud con una sonrisa torcida que mezclaba celos y veneno.
—Disfruten de su princesita. Verán cuánto dura.
El silencio fue peor que los murmullos. Vi las caras de mis compañeros, divertidos, disfrutando la escena. Sentí la presión de mi novio, incómodo pero mudo. Élias dio un paso adelante, como si quisiera interponerse.
Pero lo que me atravesó fue él. Mi padrastro, inmóvil, con el rostro endurecido, los ojos fijos en ella. No dijo nada, pero su mandíbula tensa hablaba por él.
Yo temblaba, con el vestido pegado a mi piel como si también estuviera manchado por las palabras de mi madre. Esa medianoche, que debía ser mi entrada a una vida nueva, se había convertido en una humillación que nunca olvidaría.
No esperé más. Salí corriendo.
El aire de la calle me golpeó el rostro. Dejé atrás la música, las luces, los aplausos. Mis tacones resonaban contra el pavimento mientras corría hacia la casa, a pocas cuadras del club. El barrio estaba casi desierto, salvo por algún perro husmeando bolsas de basura y una televisión encendida tras una ventana.
Empujé la puerta con fuerza. El silencio del hogar era brutal después del bullicio. Me apoyé contra la pared, respirando entrecortada, con el vestido aún pegado a mi cuerpo como una marca de todo lo que acababa de ocurrir.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que escuché el motor apagarse frente a la casa. Mi corazón se aceleró. Corrí a mi cuarto y me encerré. Apenas tuve tiempo de dejarme caer sobre la cama cuando escuché la puerta abrirse y unos pasos firmes en el pasillo.
Un golpe suave.
—¿Estás ahí?
—Sí… —respondí.
La manilla giró. Entró despacio, cerrando detrás de sí. Me encontró sentada, abrazando mis piernas.
—No debiste correr sola —dijo, sereno, aunque en sus ojos había preocupación.
—No podía quedarme —respondí, con la voz rota—. Ella siempre lo arruina. No soporta verme feliz, no soporta que me miren a mí y no a ella. Y yo… ya no puedo más.
Él esperó en silencio.
—Yo no soy como ella —confesé, mirándolo fijo—. No quiero ser como ella.
El aire se volvió insoportable. Me levanté, di dos pasos. Podía sentir su calor.
—No es ella quien me atormenta… eres tú.
Su ceño se frunció, pero no me detuvo.
—Yo te vi esa noche —continué, con un hilo de voz—. Cuando estabas con ella. Me quedé en el pasillo y miré. Y desde entonces ya no pienso en otra cosa.
El silencio fue absoluto.
—Te deseo. Y ya no soy una niña.
Tomé su mano y la llevé hasta mi pecho. La sostuve allí, temblando.
—¿Te gustan? —pregunté con los labios temblorosos—. Todos me miran… pero yo solo quiero que seas tú quien me mire.
Él cerró los ojos un segundo, respirando hondo.
—No sabes lo que dices —murmuró, apenas audible—. No confundas gratitud con deseo.
Me aferré más fuerte a su mano, temblando.
—No es gratitud, es lo único que he callado todos estos años.
Su mirada se endureció, como si luchara contra algo más grande que él.
—Si sigo aquí un minuto más, todo va a cambiar —advirtió.
—Entonces quédate —susurré, con el corazón latiendo a golpes—. Déjalo cambiar.
Por un segundo creí que se apartaría. Sus ojos ardían de dudas. Y entonces, lentamente, se inclinó. Sus labios rozaron los míos en un beso profundo, inevitable, que me cortó la respiración.
En ese instante lo sentí: el sueño prohibido que había guardado en secreto al fin se estaba volviendo realidad frente a mí.
Al fin tendría para mí aquella enorme cosa que tantas veces había envidiado en secreto, aquello que convertía a mi madre en una extraña frente a él, y que yo anhelaba con una hambre que me quemaba por dentro.
