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Un secreto con mi padrastro

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Rodion Chijack
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Sinopsis

A los diecisiete años todos parecían obsesionados con la inocencia de ella. Su novio lo gritaba con orgullo, sus amigas lo repetían con burla, y hasta los compañeros del colegio la señalaban como si ese secreto invisible definiera quién era. Todos estaban seguros de que llegaría el día en que se entregaría y que el elegido sería su novio. Pero esa promesa nunca estuvo destinada a cumplirse. Mientras él presumía de derechos que aún no tenía, ella descubría que su verdadero deseo nacía en otro lugar: en la presencia serena, firme y prohibida de su padrastro. Era a él a quien buscaba en las noches de fiesta, cuando solo una llamada bastaba para que viniera a rescatarla. Era a él a quien defendía de las críticas y rumores, incluso contra su propia madre. Y era a él a quien observaba en secreto, entendiendo con cada mirada que su vida no le pertenecía a nadie más. El día de su mayoría de edad no solo marcó el fin de una etapa. Fue el comienzo de un secreto que podía destruirlo todo: la atracción imposible entre una hijastra y el hombre de su madre. Un deseo que no debía existir, un secreto imposible de ocultar y una pasión tan peligrosa como inevitable.

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1- El hombre que no debía desear

Tenía diecisiete años y todavía conservaba mi inocencia. Todos parecían obsesionados con recordármelo. Mis amigas lo mencionaban en cada conversación, mi novio lo repetía con orgullo, como si fuese un tesoro que él guardaba en custodia, esperando el momento exacto para reclamarlo. Estaba convencido de que sería suyo cuando yo cumpliera los dieciocho y yo lo dejaba creerlo, como si mis sonrisas fueran un pacto silencioso que confirmara sus esperanzas.

En el fondo, sin embargo, yo sabía que aquella promesa no se cumpliría. Lo entendí mucho antes de atreverme a reconocerlo. Esa entrega que todos daban por hecha no le pertenecía a él, porque dentro de mí ya había nacido un deseo distinto. No era un impulso juvenil ni una curiosidad pasajera. Era algo más profundo, más secreto, más prohibido.

Lo sentía cada vez que lo escuchaba llegar a casa, cada vez que notaba su voz grave atravesar las paredes, cada vez que su presencia llenaba los espacios donde mi madre parecía ausente. No era mi padre, pero en mi vida ocupaba un lugar que nadie más podía alcanzar. Y aunque no debía pensarlo, aunque no debía sentirlo, ya entonces sabía que lo que guardaba no estaba destinado a quien todos creían, sino a él.

La casa era demasiado grande para nosotros. Los padres del anfitrión nunca estaban y eso convertía cada habitación en un escenario sin límites. Había música fuerte, vasos de cristal con licor barato y un humo espeso que se quedaba flotando entre lámparas que valían más que toda mi casa. Yo fingía naturalidad, pero sabía que no pertenecía allí. Venía del barrio pobre donde las paredes se escuchaban entre sí y donde todo el mundo conocía mi nombre. En esa sala silenciosa y ostentosa, en cambio, yo era apenas una invitada disfrazada de algo que no era.

Éramos cuatro. Mi mejor amiga estaba recostada sobre el regazo de su novio, como si la sala entera les perteneciera. Ella se reía con desparpajo, con esa seguridad que yo nunca tuve, y lo besaba como si quisiera devorarlo. Él la dejaba hacer, convencido de que todos debíamos mirar. Arrogante, orgulloso, futuro dueño de secretos que todavía no imaginábamos.

Frente a ellos, estaba yo con mi propio novio. Él no dejaba de insistir. Sus manos me buscaban con ansiedad, como si temiera que escapara en cualquier momento. Se inclinaba hacia mí, rozándome, respirando cerca de mi cuello, queriendo que cediera de una vez.

Mi amiga ya no se conformaba con besos. Se movía sobre su chico, lo montaba con descaro, gimiendo apenas contenida, como si no le importara que estuviéramos a un metro de distancia. Yo la observaba con una mezcla de fascinación y vergüenza. Sentía que aquella escena me empujaba a decidir, que todos esperaban que yo siguiera el ejemplo.

El calor del cuarto me envolvía, la música golpeaba contra mi pecho y el alcohol quemaba en mi garganta. El cuerpo de mi novio se pegaba al mío, sus manos se atrevían a avanzar con torpeza, con urgencia. Por un instante creí que iba a dejarme llevar, que iba a entregarme allí mismo, en un sofá ajeno, con humo en los pulmones y el eco de otros cuerpos al lado.

Pero no lo hice. Apreté los labios y cerré los ojos, como si mi negativa pudiera resistir todo aquello. No estaba lista. O, tal vez, lo que yo esperaba no estaba allí.

El silencio que había dejado mi rechazo se rompió pronto. Mi novio me miraba con los ojos encendidos, la respiración agitada como si quisiera gritarme y contenerse al mismo tiempo.

—¿En serio vas a hacer esto otra vez? —me dijo, con los dientes apretados—. Siempre me dejas mal.

La carcajada de mi amiga resonó desde el sofá.

—Mal ya estás —rió, sin soltar a su novio—. Pobre, se va a quedar esperando para siempre.

El otro levantó la mano con un vaso aún medio lleno y brindó al aire.

—Que le consiga otro más decidido, entonces.

Yo no respondí. Solo saqué el teléfono de mi bolso, con las manos temblorosas. Marqué el número que nunca dudaba en contestar.

—Ven por mí… —susurré, apenas audible.

Los tres me miraron incrédulos.

—¿Lo llamaste a él? —mi novio casi gritó.

—Increíble —añadió mi amiga entre risas—. Como una niña que necesita protección.

Me mordí los labios. No lo negué, no lo expliqué. En mi interior lo sabía y lo confesaba ahora, muchos años después: ellos pensaban que yo era una ridícula. Pero nadie podía cuidarme como él. Ni mi novio, ni mis amigas, ni siquiera mi madre. Solo él.

No pasó mucho tiempo hasta que escuché el motor de su coche afuera. La música aún vibraba en las paredes cuando la puerta se abrió. Él entró sin pedir permiso, sin mirar a nadie, y en ese instante el ambiente cambió. Mi amiga dejó de reír, el arrogante bajó la vista y mi novio se quedó quieto. Su sola presencia imponía respeto. A mí me bastó verlo para sentir que todo lo que ardía en esa sala se apagaba en un segundo.

Yo caminé hacia él en silencio. Sentía las miradas en mi espalda, la risa contenida de unos, la rabia de otros, pero nada de eso importaba. Él me esperaba en la puerta, sereno, con esa calma que imponía más que cualquier grito.

—¿Otra vez estos lugares? —preguntó, mirándome de arriba abajo como si quisiera asegurarse de que no me faltaba nada.

—No quería estar aquí… —le respondí en voz baja.

Abrió la puerta del coche y me hizo una seña con la cabeza.

—Vamos a casa.

Me senté a su lado. El ruido de la música quedó atrás y sentí que podía respirar de nuevo.

—No tienes por qué venir siempre —me atreví a decir, mirando hacia la ventana—. No es tu obligación.

Él no contestó de inmediato. Encendió el motor, esperó a que las luces de la calle nos cubrieran y entonces habló.

—Tal vez no sea mi obligación, pero me preocupo por ti. Eso es suficiente.

Guardé silencio. No podía decirlo en voz alta, pero dentro de mí lo sentía con una certeza que me quemaba. No era mi padre. Y, sin embargo, yo lo sentía más mío que a nadie.