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2- La promesa vacía

El motor rugía suave y la calle se iba deshaciendo frente a nosotros. Yo miraba las luces correr por la ventana, como si fueran una excusa para no enfrentar sus ojos.

—Te buscan problemas, y tú los sigues —dijo sin levantar la voz.

—Solo quería estar con ellos —respondí.

—¿Con ellos? —negó apenas con la cabeza, como si aquello le pareciera absurdo—. Tú vales más que cualquier fiesta vacía.

No supe qué contestar. Me encogí en el asiento, respirando hondo. Él me conocía demasiado, y cada palabra suya me llegaba como un juicio del que no podía defenderme.

—No quiero que pienses mal de mí —dije al fin.

Su mano se relajó sobre el volante.

—No pienso mal. Pero tú… no eres como los demás. Y tarde o temprano tendrás que elegir.

Lo miré de reojo. El resplandor de los semáforos dibujaba su perfil en sombras. Yo sabía que tenía razón, aunque nunca me atreví a decirle cuánto me tranquilizaba escucharlo.

En ese momento comprendí lo que ya venía sintiendo en silencio: no era mi padre, pero su presencia me hacía sentir a salvo como nadie más.

El barrio nos recibió con su ruido de siempre. Las veredas rotas, los perros vagando, las ventanas iluminadas donde las familias aún cenaban. Allí nadie me miraba con burla como en el colegio; allí yo era la muchacha del hombre al que todos respetaban. Algunos vecinos levantaron la mano a modo de saludo cuando el coche se detuvo, otros se apartaron con rapidez. Él imponía sin necesidad de decir una palabra.

A unos metros, en la cancha improvisada del club local, todavía corrían un par de muchachos detrás de la pelota. Entre ellos estaba Élías, mi mejor amigo desde la infancia. Sudaba, reía, y cada vez que tocaba el balón parecía que el resto se detenía para mirarlo. Desde hacía un tiempo jugaba en un club de verdad, con entrenadores y partidos los fines de semana. Decían que tenía futuro, que quizá saldría del barrio gracias al fútbol.

Él me vio bajando del coche y me saludó con una mano, con esa naturalidad que me hacía sentir en casa. Yo le devolví el gesto, aunque sabía que detrás de su sonrisa había algo más, algo que yo no podía —o no quería— corresponder.

—¿Otra vez con esa gente rara? —preguntó Élías, acercándose con el balón bajo el brazo.

—No empieces —le respondí, intentando sonreír.

—Solo digo que no te hace falta nada de eso. Ya eres distinta.

Lo miré sin saber qué decir. Mi padrastro, que lo había observado en silencio, intervino.

—Buen chico, ese —comentó, siguiendo con la mirada la jugada de los demás—. No se mete en tonterías, y sabe lo que quiere.

Élías sonrió, orgulloso de esas palabras, y volvió a la cancha. Yo asentí en silencio. Me aliviaba que lo respetara, como si a través de él mi mejor amigo también quedara bajo su cuidado.

Entramos a la casa. Mi madre nos esperaba en la sala, maquillada, con una copa a medio vaciar en la mano.

La puerta se cerró detrás de nosotros y ahí estaba ella. Sentada en el sofá con una bata demasiado ajustada, las uñas recién pintadas y un gesto que parecía más máscara que sonrisa. Nos miró como si llegáramos de un crimen y no de una fiesta.

—Mira la hora que es —dijo, arrastrando las palabras—. Y tú paseándola como si fuera una reina.

Me quedé quieta, con el bolso apretado entre los brazos.

—No tienes nada que reprocharle —contestó él, quitándose la chaqueta y dejándola sobre el respaldo de una silla—. Fui yo quien la buscó.

Ella rió con desprecio.

—Claro. Siempre tú. Siempre rescatando. Como si esta niña no pudiera dar un paso sin que la lleves de la mano.

—No necesito que me lleve de la mano —me atreví a decir, con voz firme.

La sonrisa de mi madre se borró. Sus ojos se clavaron en mí con un brillo de furia.

—Lo dices porque no sabes nada de la vida. Crees que porque vas a ese colegio caro ya eres diferente. Pero sigues siendo la misma cría que recogimos de la calle.

—¿De la calle? —le respondí, temblando—. Él nos sacó de la calle. Tú solo estabas ahí para dejarte salvar.

La copa golpeó la mesa con fuerza.

—¡Cállate! —gritó—. ¡Te atreves a hablarme así en mi propia casa!

Sentí la sangre arderme.

—¿Tu casa? —susurré, pero suficiente para que me oyera—. Esta casa es de él. Todo lo que tenemos lo levantó con sus manos. Y lo sabes.

Hubo un silencio denso. Ella respiraba rápido, furiosa, con los labios temblando. Yo sabía que la hería porque decía lo que nunca quería escuchar: que no era ella la que mandaba.

Fue entonces cuando él intervino. No levantó la voz, no necesitó hacerlo.

—Basta. Las dos —dijo, y solo con eso la sala se quedó quieta—. Aquí nadie va a faltar el respeto. Ni a la madre, ni a la hija.

Me mordí los labios, conteniendo las lágrimas. Ella apartó la mirada y bebió de nuevo, como si con eso pudiera recuperar el control.

—Sube a tu cuarto —me dijo él con calma, dirigiéndose a mí—. Mañana será otro día.

Obedecí en silencio, aunque por dentro ardía. Mientras subía las escaleras, supe que esa guerra entre mi madre y yo apenas había comenzado.

No dormí esa noche. La escuchaba caminar por la sala, con el taconeo falso de sus zapatos caros, mientras yo apretaba la almohada contra mi pecho. Sus palabras me habían herido más de lo que quería admitir. Decía que yo era una cría, que sin él no seríamos nada, y en el fondo sabía que tenía razón. Lo odiaba porque siempre lo minimizaba, porque nunca reconocía que había sido él quien nos sostuvo cuando todo se caía.

Yo, en cambio, lo defendía con cada fibra de mi cuerpo. Sentía que todo lo que me rodeaba —la ropa que llevaba puesta, el colegio al que asistía, incluso el techo bajo el que dormía— existía porque él lo había hecho posible. Mi madre podía llamarlo como quisiera, pero yo lo veía como el único capaz de sostenerme.

Al amanecer me puse el uniforme, como si nada hubiera pasado. Afuera, el barrio seguía siendo el mismo de siempre: voces, balones rebotando en la calle, la rutina que me era tan familiar. Pero en el colegio, apenas crucé las puertas, entendí que me esperaba otra batalla.

El colegio olía distinto. No era el olor del barrio, a pan recién hecho y polvo en las veredas, sino un perfume frío de pisos encerados y chaquetas caras. Apenas entré al salón, escuché los murmullos. Siempre era lo mismo: frases que se lanzaban en voz baja pero lo bastante fuertes para que llegaran a mis oídos.

—Ahí viene la princesa del barrio…

—Cuidado, no te robe la billetera.

Fingí no escucharlos, pero por dentro cada palabra me raspaba como vidrio. No respondí. Había aprendido que el silencio dolía más que cualquier réplica.

Lo que no soportaba eran las bromas sobre él.

—Dicen que tu padrastro estuvo en prisión, ¿no? —comentó uno, riendo con sus amigos—. Seguro sabe cómo mandar desde ahí también.

Me mordí los labios, las uñas clavadas en la palma de mi mano. No me atreví a gritarlo, pero lo pensé con toda la furia que tenía: Sí, estuvo preso. Y aun así ha hecho más por mí que cualquiera de sus padres ricos hará jamás.

En medio de ese murmullo constante lo vi a él, a mi novio, apoyado contra la pared. Apenas crucé la mirada con la suya, sentí el reproche todavía encendido por lo de la noche anterior. Caminé hacia él.

—Lo siento —dije en voz baja—. No quería que las cosas fueran así.

Él me observó en silencio, como si esperara algo más. Me acerqué todavía más, hasta que casi no nos separaba espacio.

—Te prometo que será contigo… Cuando cumpla dieciocho, te lo daré a ti. Falta poco.

Sus ojos se suavizaron, la tensión de sus hombros cedió apenas. Sonrió con una mezcla de triunfo y alivio.

—Más te vale cumplir —susurró, casi como una orden.

Lo abracé con cuidado, dejando que creyera en mi promesa. Pero en mi interior lo sabía: esas palabras eran un regalo vacío. El día llegaría, sí. Y cuando llegara, ya había elegido para quién sería.

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