Capítulo 4
Aunque en un primer momento quise convencerme de que lo estaba confundiendo con otro sujeto, ya no me quedan dudas de que —ese que se ha instalado cómodamente en uno de los privados que están a mi derecha— es el mismo que horas atrás se apareció en mi apartamento con una bolsa llena de hamburguesas y helado.
«Punto uno: el idiota es demasiado bonito para necesitar los servicios de una prostituta que satisfaga sus necesidades —me digo mentalmente mientras lo miro sin disimulo—. Punto dos: ¡es policía, carajo! No se supone que un agente de la ley frecuente lugares como este. Mucho menos, cuando debería estar trabajando».
Al pensar esto último me doy cuenta de que el idiota de los ojos felinos no lleva su uniforme; tampoco la ropa que usaba cuando estuvo en mi casa. La camiseta blanca que se manchó con helado mientras almorzábamos, ha sido reemplazada por una camisa oscura que —aún desde donde lo observo— puedo notar cómo se adhiere a su torso de una manera varonilmente sexi, y trae un pantalón de jean celeste que le sienta como un guante.
Primero, me digo que quizá esté en su día franco; que después de todo no es tan descabellado que haya venido a divertirse, y que ser un agente de policía no lo imposibilita de tener «gustos particulares» para relacionarse con el sexo opuesto. Pero cuando lo veo sonreírme con ese descaro que ya le conozco, me viene a la cabeza la idea de que tal vez esté siguiéndome y me asaltan unas repentinas ganas de ir a preguntárselo.
«Es mejor que te quedes donde estás, Camila —me sugiero—. Sabes que, si vas y lo enfrentas, acabarás discutiendo con él por alguna tontería... y no vale la pena.»
Para evitar ceder a la tentación de desoír mi propio consejo, me giro en la butaca, dándole la espalda al imbécil con «mirada de gato». No quiero acabar enredada en un escándalo por discutir con él y que eso sea motivo para que me echen de aquí, o que me prohíban regresar en el futuro.
Doy un largo trago a mi cerveza y respiro profundo, intentando hacer de cuenta que él no está justo ahí, a solo unos metros de distancia y con los ojos clavados en mi espalda.
No sé cuántos minutos pasan hasta que se le ocurre venir a interrumpir mi esfuerzo por ignorar su presencia; pero de pronto lo tengo sentado en la butaca junto a la que estoy ocupando. Meto aire en mis pulmones hasta donde da su capacidad y luego lo exhalo lento, dejando ir con él la molestia que me está causando el comportamiento de mi vecino de asiento.
Robles tamborilea con sus largos dedos sobre la barra del bar, y sospecho que solo lo hace para sacarme de quicio. Siento su mirada fija en mí. No me cabe la más mínima duda de que, cuando comprenda que no voy a prestarle atención, hará o dirá alguna cosa para conseguir que deje de ignorarlo.
Estoy considerando seriamente la idea de irme —antes de que él tenga oportunidad de decirme algo—, cuando la cercanía con que me llega su perfume me advierte sobre lo pegado a mí que lo tengo.
—¿Tiene una cierta debilidad por los sitios peligrosos?, ¿o solo está buscando la manera más fácil de acabar metida en problemas? —pregunta a media voz, con la boca prácticamente pegada a mi oreja.
Sin darme tiempo a responder nada, me toma por el brazo y me obliga a bajar de la butaca.
—.Puede salir de aquí conmigo por las buenas, u obligarme a sacarla cargada sobre mi hombro —continúa. Después de girarme para hablar a escasos centímetros de mi cara, me desafía—: Elija cómo quiere que lo hagamos.
Estoy a nada de responderle que no pienso ir con él a ninguna parte, pero el modo en que lo veo apretar la mandíbula me indica que es mejor callar y dejar que me saque de aquí sin protestar. Su mirada se nota dura —fría—, y el agarre de su mano se vuelve tan firme que podría jurar que es capaz de llevarme a rastras si no le hago caso pronto.
Todo en él se me hace una señal de alerta, por lo que no me resisto cuando su brazo se desliza por mi cintura y permito que me guíe afuera del antro.
Apenas pisamos la calle, la primera bocanada de aire frío que tomo me provoca una sensación extraña. No sé si es porque el ambiente dentro del burdel estaba demasiado viciado o si acaso el mareo que acaba de atacarme tiene algo que ver con el golpe que recibí ayer en la cabeza, pero de pronto siento como si mi cuerpo no quisiera responderme.
—Siga caminando —me indica Robles. Con gran esfuerzo, levanto la cabeza para verlo a la cara y trastabillo a media calle mientras vamos cruzándola—. Tiene que resistir un poco más; mi auto está cerca.
No comprendo lo que me dice. No entiendo por qué me pide que resista; pero algo dentro de mí sabe que debo hacerle caso.
Algo no está bien conmigo. Todo alrededor de mí parece suceder sin intervención mía; incluso, el simple acto de caminar se siente como si fuera ejecutado sin que medie mi voluntad. Me siento como si alguien —a quien no puedo ver— estuviera moviendo mi cuerpo a su antojo.
—Tranquila, va a estar bien. —Le oigo decir y otra vez no entiendo a qué se refiere.
No es sino hasta que siento el lateral de un auto apoyado contra mi espalda, que me doy cuenta del modo en que estoy temblando.
Robles abre la puerta y me ayuda a acomodarme en la butaca delantera; segundos después, por el parabrisas lo veo pasar delante del coche, pero la imagen me resulta tan confusa que no estoy segura de que en verdad haya sucedido.
En cuanto se sienta tras el volante pone en marcha el motor y enciende la calefacción —cosa que agradezco infinitamente, porque siento que me estoy helando—, lo bastante alta como para que el calor me llegue en cuestión de segundos. Después maniobra para incorporarse al escaso tráfico de jueves por la madrugada.
En el camino hasta mi apartamento, todo sigue sucediendo de manera extraña para mí. No me siento muy consciente de lo que pasa en mi entorno; parece como si las imágenes y los sonidos me llegaran a través de un filtro nebuloso.
—Me siento mal —balbuceo, mientras Robles me ayuda a salir del auto.
—Lo sé —responde. Su brazo vuelve a rodear mi cintura y me ayuda a andar—. Es probable que pusieran alguna droga en su bebida.
Sus palabras se repiten en bucle dentro de mi cabeza durante todo el trayecto por el pasillo, que se me ha hecho más largo de lo que en realidad es.
Al llegar frente a mi puerta me quedo viéndola con curiosidad, como si no supiera dónde estoy; como si no supiera qué es lo que tengo delante, ni qué debo hacer a continuación.
Siento las manos de Robles rebuscar en mis bolsillos, hasta que al fin da con las llaves y me mete al aparta-mento.
—Necesito... Necesito... —No soy capaz de expresar lo que me pasa; me lleva casi un minuto hilar una frase de dos palabras—. Quiero vomitar —anuncio después de varios intentos y él me lleva hasta el baño, para que pueda descargar eso que me está quemando la garganta.
No recuerdo qué pasó después de hundir mi dignidad en el inodoro, pero he despertado en mi cuarto. La cabeza me duele de un modo horroroso; tengo una sensación de mareo, de la que me está costando desha-cerme, y mi boca sabe a algo que no consigo descifrar, pero que se siente asqueroso.
La luz que inunda la habitación —y que he percibido en parpadeos— me indica que ya es de día; pero no es sino hasta que consigo acostumbrar los ojos a la luminosidad que entra por la ventana, que descubro al hombre que dormita en una silla a los pies de mi cama.
No sé cómo sentirme respecto a su presencia. Si bien es agradable volver a sentir —después de tanto tiem-po— que alguien se preocupó de cuidarme mientras estaba mal, no puedo evitar la incomodidad que me causa que sea justamente Juan Robles quien se ocupó de ver que no me ahogara en mi propio vómito.
«Bueno, no es como si lo hubiese buscado a propósito—me consuelo mentalmente mientras lo observo—. Lo que pasó, no fue producto de una noche de borrachera que elegí tener. Y tampoco fue mi elección acabar drogada... ¡Dios mío, fui drogada!»
Tomar consciencia del haber sido intoxicada contra mi voluntad, me lleva a sentarme en la cama como si me hubiese impulsado un resorte y a soltar un quejido, por la presión que me aprieta el cerebro dentro del cráneo ante la brusquedad del movimiento. Eso resulta suficiente para que Robles despierte y se quede viéndome con gesto adusto.
—Permanezca acostada —me ordena mientras se pone de pie, para después salir del cuarto sin volver a mirarme siquiera.
La que me embarga justo ahora, rebasa cualquier límite que le haya conocido a la vergüenza antes de hoy. Siento como si hubiese cometido una falta imperdonable, ante alguien que —prácticamente— es un total desconocido para mí.
He ofrecido una imagen patética de mí misma, ¡y justo al hombre al que he venido nombrando despectiva-mente desde nuestro primer encuentro! Mismo que acabó convirtiéndose en una especie de ángel, acudiendo en mi auxilio cuando ni siquiera yo sabía que lo necesitaba.
«Soy una idiota —me amonesto—. He estado tratándolo como si fuera el rey de los imbéciles y al final... Al final, ha resultado que la idiota, la estúpida; la imbécil confiada que bebió con total tranquilidad, sin tomar en consideración que podía salir intoxicada, soy yo».
Suelto un resoplido, del que no estoy segura de si ha sido de alivio ante lo que no fue o de enojo conmigo misma, por haber sido tan descuidada. Acabo de tomar real consciencia del peligro al que me expuse con mi actitud confiada y, contemplar lo que podría haber sucedido si Robles no me sacaba de aquel antro tan oportunamente, me eriza todos los vellos del cuerpo.
—Podría haber acabado como Pilar... —murmuro con los párpados apretados.
—¿Quién es «Pilar»?
No sé qué me ha estremecido más: si el oír la voz profunda y varonil preguntando algo que no estoy lista para responder, o el modo en que su mirada felina se clava en mis ojos cuando los abro.
Llevo al menos cinco minutos bebiendo, de a pequeños sorbos, el agua que me aconsejó tomar hasta la última gota. Él me observa en silencio, desde la misma silla en la que pasó la noche, y estoy segura de que sabe que le estoy dando largas a la respuesta que dejé pendiente.
No puedo hablarle sobre ella; no puedo explicarle quién es Pilar.
No me siento capaz todavía de desnudar el alma, ante un hombre al que no conozco realmente, y dejar ex-puesto en carne viva el inmenso dolor que me corroe por dentro. Ya bastante difícil me es lidiar con el bo-chorno de haberle mostrado mi estupidez en su máxima expresión, como para también descubrir ante él mis más profundas heridas.
—Camila...
Es la primera vez que lo escucho pronunciar mi nombre de pila. El tono en que ha salido de su boca se me hace un claro indicio de que está intentando darle a nuestra conversación un tinte de confianza; esto me turba de una manera que no esperaba, y no estoy segura de que sea solo por temor a que vuelva a preguntar quién es Pilar.
No me atrevo a mirarlo a la cara, no quiero tener sus ojos fijos en los míos cuando lo deje —otra vez— esperando una respuesta. Él se portó demasiado bien conmigo y le estoy agradecida por eso, pero no puedo. No puedo contarle lo que quiere saber.
Deja salir un suspiro y se pone de pie. Por un momento creo que va a volver a dejarme sola, pero comienza a pasearse con gesto pensativo por el reducido espacio que queda entre mi cama y el ropero, como si estuviera evaluando lo que dirá a continuación. Me pone nerviosa que haga eso, pero no se lo digo. Me limito a observarlo con disimulo, mientras espero que se decida a hablar.
El sonido del timbre viene a cortar el momento de tensión entre ambos. Robles va a atender y regresa al cabo de algunos minutos, cargando una caja de pizza y una botella grande de agua saborizada.
—Necesita comer e hidratarse —me dice mientras acomoda la caja sobre mi mesa de noche. Yo lo veo hacer sin pronunciar palabra.
En verdad no tengo apetito; aquel sabor amargo que sentí al despertarme aún sigue en mi boca y tengo el estómago como si hubiese tragado litros de pintura y los tuviera revueltos allí. A pesar de eso, hago el esfuerzo de comer una porción de pizza y me bebo casi todo el contenido de la botella.
—Necesito asearme —le informo cuando regresa de dejar los restos del almuerzo en la cocina.
Me mira dubitativo por unos segundos; hace un gesto algo extraño con la boca y luego asiente moviendo la cabeza, para después preguntarme si me siento en condiciones de hacerlo sin ayuda.
Sin dudarlo ni por un segundo, respondo que sí —aunque en realidad no estoy tan segura de que voy a poder con ello—; no tengo la más mínima intención de permitirle entrar al baño conmigo. Necesito preservar la pizca de dignidad que aún me resta.
Al verme en el espejo comprendo que, aquella dignidad que creía conservar, es casi nula. No puedo discernir si es la palidez de mi rostro la que acentúa el tono morado-verdoso del bulto sobre mi ceja izquierda, o es a la inversa, pero mi cara luce como una máscara de personaje en película de espanto. Las hebras rojizas y enmarañadas que se levantan desde la parte posterior de mi cabeza, formando un pico, no hacen más que empeorar el cuadro.
Estoy horrible. Me siento horrible, y vulnerable. Y tengo muchas ganas de llorar.
Nunca antes he pasado por un momento tan difícil como el presente. Estoy sola en el mundo; fui drogada, y desconozco el fin por el que me hicieron eso; hay un extraño dando vueltas por mi diminuto apartamento, esperando que le dé respuestas que prefiero callar, y mi estado —tanto físico como anímico— es deplorable.
Me meto bajo el chorro de la ducha y dejo que mis miserias salgan. Lloro; lloro del modo más silencioso que puedo, para no llamar la atención de Robles y que este instante de debilidad que me permito deje de ser algo privado. No me veo capaz de resistir una sola humillación más. No en este preciso momento.
Necesito soltar todo lo malo que me está ahogando, y necesito hacerlo sin espectadores; por esto, me tomo más tiempo del que usualmente ocupo en bañarme, solo para arrancar hasta el último atisbo de angustia y desazón que me embarga donde nadie puede verme.
Cuando al fin vuelvo a mirarme en el espejo sobre el lavabo, la imagen que tengo de mí misma me conforma. No me veo todo lo bien que me gustaría, pero al menos ya no parezco una postal de la derrota.
El sonido del timbre me recuerda que no estoy sola en el apartamento. El murmullo apagado de la conversa-ción, que mi circunstancial acompañante entabla con quién sea que haya venido, despierta mi intriga y me lleva a entreabrir la puerta del baño para escucharlos.
Me siento algo estúpida espiando charlas ajenas en mi propia casa, pero la curiosidad empuja con más fuerza que mi inteligencia.
La voz rasposa del compañero de Robles suena como si estuviera hablando en susurros, por lo que apenas si consigo identificarla. Me es imposible entender claramente lo que dicen aquellos dos, pero no me animo a asomarme al pasillo para oír mejor. No voy a arriesgarme a que me sorprendan husmeando.
—¿Estás seguro? —pregunta el que, según recuerdo, lleva gafas.
—No —responde el otro—. Pero después de lo que pasó anoche, creo que es mejor poner las cartas sobre la mesa de una bendita vez.
«¡¿Qué diablos...?!»
La pregunta queda inconclusa dentro de mi cabeza. La confusión y el enojo se mezclan en mi garganta y tengo que hacer un gran esfuerzo para no dejarlos salir en un grito pleno de furia.
—¡Sabía que no podía confiar en él! —me digo entre dientes, en un susurro tan bajo que me deja la duda sobre si lo he soltado por mi boca o solo lo pensé.
Aún no sé qué demonios se trae escondido, pero no voy a ponérselo fácil.
