Librería
Español
Capítulos
Ajuste

Capítulo 3

El sonido del timbre me sobresalta, recordándome lo que sucedió la última vez que decidí no ir a ver quién llamaba. Me he saltado el almuerzo por no salir de la cama —llevo al menos una hora resistiendo la molesta languidez en mi estómago—, solo porque no se me antojaba levantarme para ir hasta la cocina, y ahora voy a tener que hacerlo para evitar que algún otro idiota vuelva a destrozar mi puerta.

Arrastro mi pereza fuera de la cama y hago con desgano los pocos metros que me separan de la entrada, maldiciendo mentalmente a quien sea que ha venido a perturbar mi paz.

Por suerte el apartamento es pequeño —apenas una habitación, un diminuto recibidor que oficia de sala, la cocina-comedor y un baño de reducidas dimensiones—; no me siento en condiciones de andar demasiado. La cabeza me pesa y el dolor aún no ha desaparecido totalmente, y el hecho de no haber ingerido alimentos desde anoche no hace más que empeorar la situación.

Al llegar a la puerta, observo por la mirilla y el enojo que pasé en la mañana vuelve a invadirme en cuanto veo al idiota de los ojos felinos.

—¿Qué demonios…? ¿¡Qué malditos demonios hace aquí!? —mascullo, tratando de que no se me escuche desde el otro lado.

No puedo creer el tamaño descaro del sujeto, de regresar después de la que él y su compañero montaron aquí mismo, donde estoy parada. Estoy tentada de abrir la puerta y soltarle todas las cosas que se me quedaron sin decir cuando se fueron, pero me digo que es mejor que lo deje allí afuera. No voy a abrirle; sería arriesgarme a ceder al impulso de darle los golpes que también me quedaron pendientes.

Por supuesto, él no colabora. Hace sonar el timbre una vez más y, como si supiera que lo estoy espiando, se sonríe.

—Vengo en son de paz —dice, en un tono lo bastante alto como para que pueda oírlo—. Abra, sé que está ahí. Estoy seguro de que aún no ha almorzado; traje comida.

Dudo. La idea de la comida me hace contemplar la posibilidad de dejarlo entrar; estoy famélica. Pero los segundos pasan y no me decido a descorrer el cerrojo que le hice instalar al carpintero.

—Si no abre pronto, se va a enfriar la comida. Y a derretir el postre.

Habla con un tono de niñito malcriado que, insólitamente, hace que la animosidad que le tenía hasta recién merme considerablemente. Titubeo; mi mano se acerca y se aleja del pomo un par de veces, hasta que al fin me decido a atender su pedido.

En cuanto estamos cara a cara, una parte de mí se arrepiente de haber abierto la puerta.

Quiero decir alguna cosa, pero no se me ocurre nada. Mejor dicho: se me ocurren un montón de cosas, que ni bajo tortura pienso dejarle saber. Y es que se ve tan... insoportablemente atractivo —¡tan jodidamente atractivo!— vestido con ropa normal, que me pierdo en el destello travieso de su mirada por lo que parece una eternidad.

La sonrisa ufana que me dedica me trae de regreso a la realidad, recordándome que el sujeto es un idiota. Es «el idiota» que casi me descerebra contra la acera; «el idiota» que destrozó mi puerta, y es «el idiota» que está disfrutando ver cómo su presencia me acaba de estupidizar.

—Espero que le gusten las hamburguesas y el helado —canturrea, levantando hasta la altura de mis ojos la bolsa de una conocida casa de comidas rápidas; el olor que se desprende de ella hace que mi estómago ruja—. Voy a tomar eso como un sí —agrega y tengo la impresión de que está tentado de soltar una carcajada.

—¿No tiene otra cosa mejor que hacer, que fastidiarme la vida?

Intenté sonar enojada, pero el aroma de la comida me resulta demasiado tentador para poder concentrarme en algo más, que la idea de saborear una deliciosa hamburguesa.

—No he venido a fastidiar, sino a... compensarla, digamos, por el mal comportamiento que tuve antes —contesta, haciendo un mohín que simula pesar—. Le debo una disculpa.

Gesticulando con fastidio, le doy a entender que me debe más que solo una disculpa y se corrige.

—Bueno, tal vez le deba un par de disculpas...

A modo de respuesta, me hago a un lado para permitirle pasar.

—No me he presentado apropiadamente —afirma; me detengo en mi camino hacia la cocina y me giro a verlo—. Juan Andrés Robles, a su servicio —Me dedica una inclinación de cabeza que me resulta graciosa.

Doy por entendido que ya conoce mi nombre y continúo a lo que iba; el hambre me está apretando el estó-mago de tal manera que, todo lo que deseo en este preciso momento, es saborear eso que está llenando el apartamento de un aroma delicioso. Ni siquiera me he detenido a pensar en la particularidad de que, alguien que hasta hace solo un rato me resultaba la persona más odiosa del mundo, esté a punto de sentarse a mi mesa.

No he preguntado las razones por las que se ha aparecido en mi puerta y tampoco espero que me las cuente; no tengo urgencia por saberlas. Justo ahora, mi única prioridad es comer. Lo dejé entrar, no para darle opor-tunidad de disculparse por haberme enviado al hospital con un «huevo de dinosaurio» en la frente, sino por-que tengo el presentimiento de que no es solo esa la intención que lo trajo.

Mientras comemos en completo silencio, del modo más disimulado que puedo hago un análisis detallado de su apariencia. El reflejo de luz que entra por la pequeña ventana de la cocina pone destellos rubios sobre el castaño bastante oscuro de su cabello; su piel luce ligeramente bronceada, como si hubiese pasado el último verano en la playa, lo que hace resaltar el color casi indescifrable de sus ojos.

No son verdes; al menos, no en su totalidad. Viendo con detenimiento, he descubierto que son esas diminutas manchas que le rodean la pupila —de un tono marrón tan claro, que asemeja al dorado— las que le dan a sus ojos ese aspecto felino, como de gato que acecha en la oscuridad.

Después de calmar mi angustia estomacal con una hamburguesa —acompañada con papas fritas y una gene-rosa porción de helado—, considero que ha llegado el momento de indagar alguna cosa sobre «mi invitado». Abro la boca para soltar la primera pregunta, pero él se me adelanta.

—Ahora que ya hemos hecho las paces, ¿podría contarme qué hacía en aquella esquina, a esa hora de la madrugada?

—No hemos hecho las paces, como insinúa. Y solo para que le quede claro, le informo: no andaba «en busca de clientes», como sugirió hoy —Acompaño la respuesta con un gesto que muestra el enojo que aún siento por aquella afirmación suya y él carraspea.

—Sí, yo... Le debo una disculpa también por eso. Me precipité en juzgarla —se justifica—. Pero no es común encontrar... señoritas de buena familia caminando por aquellos rumbos a mitad de la noche. —El modo como indicó que por allí solo rondan prostitutas, casi me hace reír.

En el silencio que vuelve a instalarse entre nosotros, por varios segundos, me mira con detenimiento, como si él también me analizara. Sé que está esperando una respuesta mía, pero no estoy dispuesta a contarle el motivo por el que cada noche recorro las calles hasta que despunta el alba. No lo conozco; no confío en él, y no tengo por qué hacerle el resumen de la parte más dolorosa de mi no tan larga existencia.

—Bueno; creo que es hora de dejarla descansar —murmura al fin, con tono de haberse resignado a no obte-ner lo que buscaba.

Nos ponemos de pie y lo acompaño hasta la puerta, donde se gira a verme antes de abrirla. Por un instante, no dice nada; solo me mira. Pero cuando creo que va a irse, se decide a hablar.

—No es muy inteligente andar sola de noche; menos, por aquel sector en el que coincidimos en la madrugada.

Estoy tentada de decirle que el único peligro que corro es el de volver a ser derribada por alguien tan idiota como él, pero me callo. Rebusca en el bolsillo de su abrigo y me extiende una tarjeta; que dudo un segundo en tomar.

—Si alguna vez necesita… cualquier tipo de ayuda, no dude en llamarme.

Asiento con un movimiento de cabeza y le agradezco por el almuerzo; él sonríe y se va.

Al quedarme sola decido echar una siesta hasta la hora de cenar, para recuperar las horas que no pude dormir en la mañana, como acostumbro a hacer. Voy a la habitación y me deslizo entre las sábanas; pero me resulta imposible adormecerme siquiera.

No es la falta de sueño —ni de cansancio— lo que me mantiene despierta, sino la intriga que me dejó la inesperada visita que recibí.

«Apostaría mi mejor par de zapatos a que no vino solo para disculparse... Es más probable que solo estuviera tanteando el terreno, para anticiparse a una posible demanda por lesiones...»

Estoy casi —casi— convencida de que el sujeto solo intentó congraciarse conmigo para evitarse alguna sanción, o al menos una reprimenda de sus superiores, por haber causado heridas a un civil con su falta de cuidado en horario de trabajo. Sin embargo, no descarto la idea de que sus intenciones pudieran ser otras.

«No vino en plan de conquista; eso es seguro... —Algo dentro de mí se lamenta ante la idea de que no fuera esa la razón por la que apareció en mi puerta—. Reconozco que, por más que sigo creyendo que es un idiota, el condenado es un monumento a todos los pecados que me gustaría cometer».

Este último pensamiento me empuja a cerrar los ojos para verlo en mi mente, y me felicito por haberme tomado el trabajo de estudiarlo concienzudamente. Mi memoria recorre sus facciones al detalle: su pelo ligeramente alborotado; aquellos ojos hipnotizantes; su boca... —¡dios!, sería capaz de besar esa boca hasta quedar sin aliento—; la nariz guarda proporción al tamaño de su cara y su mandíbula cuadrada le da un aire tan varonil, que lo vuelve irresistible.

—Si no fuera porque se nota que es de ese tipo de hombre que «se sabe lindo» y utiliza eso para ganar con-quistas...

Dejo la frase inconclusa a propósito, porque me conviene; porque no quiero oírme murmurar acerca de algo que —muy en el fondo— sé que no me llevará a nada provechoso. También, porque no estoy dispuesta a reconocer que me gusta; que por más idiota que sea, el tal Juan Andrés Robles posee todas las cualidades que siempre me han parecido atractivas en un hombre.

En algún momento el sueño me venció, y he despertado con la sensación de haber dormido por días. Me llevo la mano a la cara para frotarla y es entonces cuando recuerdo el bulto que adorna mi frente; el dolor que siento al tocar la zona inflamada me hace soltar una maldición.

La habitación está a oscuras; eso me dice que ya ha caído la noche. Enciendo la lámpara y consulto la hora en mi teléfono para confirmarlo: faltan quince minutos para las nueve.

Aún es temprano; tengo tiempo para darme un baño y cenar algo, antes de salir a dar mi recorrida nocturna. Sé que no es buena idea; que debería quedarme en casa, al menos por hoy, para reponerme del golpe. Pero el solo pensar en tomarme ese descanso —que sé que estoy necesitando— se siente como una traición hacia Pilar.

A las once en punto, salgo del apartamento. El sonido de mis tacones hace eco entre las paredes del estrecho pasillo que llega hasta la calle, por más que me esfuerzo en hacer el menor ruido posible para no molestar a los vecinos. El aire se siente helado, lo que me sirve de excusa para llevar el gorro con que tapo el condenado bulto en mi frente.

—¡Suerte que no pasó en primavera!, o me vería obligada a ir por ahí con la cara deforme a la vista de todo el mundo —me consuelo.

No me gusta llamar la atención de la gente. Toda la vida he sentido una imperiosa necesidad de pasar lo más desapercibida posible y, por supuesto, andar por la calle con un bulto en la frente de color morado —que es como luce ahora mi huevo de dinosaurio— solo me habría reportado que los extraños se quedaran viéndome.

—Espero que esta noche haya algo de suerte… —deseo en un suspiro esperanzado y me echo a andar hacia la parte baja de la ciudad, donde se encuentran la mayor parte de los burdeles.

Desde hace más de un año, no hago otra cosa que recorrer antros y hablar con mujeres que han practicado más sexo en una sola noche del que he tenido yo en toda mi vida. No soy virgen —no lo era ya cuando Diego llegó a mi vida y nos enamoramos—, pero debo reconocer que nunca me imaginé que algún día se me volvería tan común, tan normal, moverme en este ambiente.

La búsqueda que emprendí para hallar a mi hermana me ha llevado a conocer muchos tipos de personas. No todas buena gente, ni todas tan malas; pero sin lugar a dudas, muy distintas a la clase con la que estaba acostumbrada a rodearme.

«Hay un abismo sideral entre aquella gente y la que frecuento ahora —pienso mientras camino—. A veces, creo que nunca habría considerado las razones que llevan a una mujer a prostituirse, de no haber sido porque tuve la necesidad de meterme en este mundillo para conseguir alguna pista sobre lo que pasó con Pilar. Viví estúpidamente encerrada en mi propia realidad por mucho tiempo, sin ver jamás la que le tocaba a los demás; sin considerar siquiera, que no a todos les fue ofrecida la oportunidad de un trabajo que se pueda considerar digno, y que muchas veces uno tiene que hacer cosas que no le agradan para poder subsistir».

Llego a una intersección y detengo mi verborragia mental para prestar atención al tránsito, y retomo mi monólogo una vez que he cruzado la calle.

«Alguien sabe qué pasó con mi hermana. En algún lugar, hay alguien que sabe cómo y por qué desapareció, ¡y yo voy a dar con esa persona! No importa qué tanto tiempo me lleve; no importa a qué tanto más deba renunciar, voy a hallarla».

La determinación se mezcla dentro de mí con la tristeza que siempre me embarga al pensar en Pilar. Hace tiempo ya que acepté que la desesperación no va a llevarme a su encuentro, por lo que lo único que me causa ahora su ausencia es eso: tristeza, y una férrea determinación en dar con ella.

El «Punt X» destellando en coloridas letras de neón frente a mis ojos me llama a la realidad; he llegado a destino. Me quedo viendo por uno minutos el estúpido letrero sobre la fachada del burdel —al que la ausencia de la letra «o» le da un aire más ridículo, del que el mismo nombre tenía ya de por sí—, y luego de soltar un largo suspiro me decido a entrar.

Esta no es la primera oportunidad en que visito este lugar —debe ser la quinta, o quizá la sexta ocasión, en que vengo—; desde que pisé este antro por primera vez, la segunda noche que pasé en la ciudad, tengo el presentimiento de que aquí puedo encontrar información que me ayude en mi búsqueda.

Por eso sigo viniendo; por eso soporto las miradas lascivas de los concurrentes masculinos, que me ven como si fuera una de las «trabajadoras» que atienden a los clientes.

La primera vez que aparecí por aquí, fui invitada a tener una —al inicio no muy cordial— charla con el sujeto que regentea el burdel. Tuve que apelar a mi astucia para conseguir que me dejara conversar con sus empleados. «Estoy dispuesta a pagar por el tiempo que su gente invierta en hablar conmigo», bastó decir, para que el fulano depusiera la actitud que traía.

La venta del apartamento que habíamos comprado con Diego para nuestra vida de casados ha sido de gran ayuda, económicamente hablando; si no fuera por ese dinero, destinar todo mi tiempo y mis energías a la búsqueda de mi hermana se me habría vuelto una tarea imposible. No sé si sería capaz de seguir caminando las noches, después de pasar todo el día trabajando para solventar mis gastos.

—Ya veré cómo me las arreglo cuando el dinero comience a escasear... —susurro para mí, pensando en que lo que tengo guardado no durará eternamente.

Me giro hacia el barman y le hago una seña; él se me acerca con un porrón de cerveza. Me vuelvo otra vez hacia el salón bebida en mano; justo a tiempo para ver a Juan «ojos felinos» Robles entrando al antro.

—¿Qué carajos hace aquí? —me pregunto con cierta incredulidad.

Si había alguien a quien no esperaba ver en este sitio, ese era él.

Descarga la aplicación ahora para recibir recompensas
Escanea el código QR para descargar la aplicación Hinovel.