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Tacones lejanos

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Mala Mujer
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Sinopsis

Pilar Dizzio desapareció la noche en que salió a despedir el año con un grupo de amigos. Camila —hermana de la joven— emprende una búsqueda en la que no solo le tocará asumir que hay cosas más importantes que la vida que tenía planeada, sino que la obligará a transitar el camino hacia verdades ocultas que le modificarán sus sentimientos para siempre. Recorrerá la senda que lleva al oscuro mundo de la prostitución, donde no todas las personas estarán dispuestas a ayudarla desinteresadamente, y allí, tras más de un año de peregrinar de ciudad en ciudad y de burdel en burdel, se topará con algo que no se había propuesto encontrar: un hombre, capaz de darle guerra y paz al mismo tiempo. Él no sabe amar. Pero ella no busca amor. Advertencia: La presente historia contiene material que puede herir la sensibilidad de algunas personas.

Una noche de pasiónDramaAcciónMisterioSuspensoSecretosSecuestroChica BuenaMafia18+

Capítulo 1

El sonido de mis pasos es la única compañía que llevo. La calle está tan desierta a esta hora de la madrugada, que puedo disfrutar a gusto del repiqueteo de mis tacones contra el cemento de las aceras. Me gusta. Desde que me calcé el primer par de zapatos con tacón, el cadencioso retumbe de mi propio andar siempre me ha imbuido de una singular sensación de seguridad. Y de poder; como si eso solo me fuera suficiente para dominar al mundo.

Llevo casi dos años transitando madrugadas, recorriendo las calles desde que cae la noche —cual prostituta en busca de clientes—, hasta que el amanecer viene a despertar a la ciudad. No me he permitido descanso. No puedo hacerlo.

—Sé que voy a encontrarte.

Las palabras salen de mi boca en un susurro inconsciente; estoy tan centrada en el alrededor, que pocas veces me doy cuenta cuando los pensamientos se me escapan de viva voz.

Al dar vuelta en una esquina, mis ojos batallan con el reflejo de los faros de los autos, intentando reconocer formas humanas entre las sombras que van y vienen por la acera de enfrente. El reloj marca las cuatro con veinte minutos; el invierno se hace sentir y el cansancio ha comenzado a hacer presa de mí.

Muchas veces he regresado a casa con la sensación de que esto es inútil, y hasta me he planteado el desistir de esta búsqueda en más de una ocasión. «Esta noche no saldré», me digo, convencida de que encontraré la fuerza de resolución para no pisar la calle. Pero, en cuanto la oscuridad se extiende por sobre todas las cosas, inevitablemente, voy tras el mismo imposible de siempre: intentar hallar a Pilar.

Pilar... Han pasado dieciocho meses y doce días desde que mi hermana desapareció. El treinta y uno de di-ciembre de dos mil diez salió a festejar el fin de año con un grupo de amigos y nunca más volvimos a saber de ella.

No he cesado de buscarla desde aquel primero de enero, cuando nos quedamos esperando su regreso. No voy a dejar de buscarla, jamás. No importa cuánto tiempo me lleve encontrarla. No importa a qué tanto tenga que renunciar.

La llovizna que ha comenzado a caer acrecentó el frío que ya se venía sintiendo y mi respiración dibuja espirales de vapor en el aire de la noche. Mis manos están heladas; no importa qué tanto las hunda en los bolsillos de mi abrigo, no consigo lograr que recuperen temperatura.

«Debería ir a casa...»

El monólogo mental que intento ensayar para autoconvencerme queda trunco, en el momento en que un idiota con demasiada prisa pasa a chocar mi hombro. Me giro, con intención de soltar una maldición hacia quien sea que me golpeó sin molestarse en ofrecerme una disculpa en su carrera, pero esta intención también se convierte en intento fallido cuando alguien —aún más idiota que el primero— me embiste por la espalda y me tumba de cara al piso.

Lo inesperado del accidente no me ha dado tiempo a sacar las manos del fondo del abrigo para amortiguar el impacto, por lo que el golpazo que he dado con la frente contra la acera me deja totalmente aturdida. Aun así, soy consciente del peso de otro cuerpo sobre el mío. Me digo que debe pertenecer al imbécil que provocó mi caída y trato de deshacerme de él, pero el cuerpo no me responde.

Un aroma inconfundiblemente masculino inunda mi nariz, al tiempo que unas manos fuertes me giran con delicadeza para dejarme boca arriba sobre el embaldosado. Parpadeo, una, dos, tres veces; pero no consigo mantener los ojos abiertos.

—¿Se encuentra bien?

Aunque la voz rasposa me llega como si me hablara desde alguna distancia, la parte de mí que sigue consciente sabe que la persona a la que pertenece está justo detrás de mí, sosteniéndome por las axilas para enderezarme a una posición sentada.

—Señorita, ¿puede oírme? —insiste, pero no soy capaz de darle siquiera un asentimiento como respuesta. Algo dentro de mi cabeza sigue retumbando, y sacudiéndose.

—Central, aquí patrulla dos nueve uno, solicitando un diez treinta y ocho en la intersección de Corrientes y Brandsen. Central, ¿me copia?

El lenguaje particular que ha utilizado esta segunda voz me pone en alerta: es policía. El jodido idiota que me derribó y que —presiento —está ahora acuclillado delante de mí, es un agente de policía.

—Patrulla dos nueve uno, aquí central. Repita ubicación

El sonido distorsionado me deja saber que la tercera voz suena a través de alguna especie de radio. El patrullero repite el nombre de las calles y da indicación de «una femenina que recibió un fuerte golpe en la cabeza»; entonces, quien habla desde el otro lado le comunica que una ambulancia viene en camino.

Al fin consigo abrir los ojos. Aunque las luces de los autos que no cesan de pasar me molesta demasiado, me esfuerzo por ver al policía que tengo enfrente. Quiero conocer el rostro del maldito idiota que me derribó.

Mi respiración hace un alto al encontrar su mirada. La expresión animal que destella en sus pupilas —como la de un depredador acechando a su presa—, eriza algo muy dentro de mí.

La ambulancia arriba y, contrario a mis deseos, me trasladan a un hospital.

La última vez que estuve en un centro médico fue hace unos cuatro meses, cuando mi padre murió. El pobre se accidentó con su auto en la ruta, siguiendo un rastro que prometía llevarnos hasta Pilar, y se fue de este desgraciado mundo sin saber qué demonios pasó con su hija menor.

—Si nadie viene a darme el alta, me lo voy a dar yo misma —murmuro para mí.

Llevo en esta camilla lo que se me ha hecho una eternidad y todo lo que se me antoja es irme a casa y dormir un rato. Pero después de darme las primeras atenciones y asegurarse de que lo mío no era grave, todo el mundo parece haberse olvidado de que sigo aquí. ¡Ni siquiera una enfermera ha aparecido! Es como si todos se hubiesen ido; como si una dimensión paralela se hubiera tragado a cada uno de los empleados del maldito hospital.

Me incorporo hasta quedar sentada y un mareo se apodera de mis sentidos, provocándome la sensación de que las paredes se inclinan hacia mí. Por suerte, esto dura solo un momento. Miro hacia la puerta que se encuentra abierta, ansiosa por ver aparecer a alguien a quien decirle que me quiero ir, pero lo único que alcanzo a vislumbrar es un pasillo casi en penumbras.

—¡Al diablo con todos! —Vuelvo a murmurar y bajo de la camilla con cautela, poniendo cuidado de no irme de cara al piso nuevamente—. No sé dónde demonios se metieron todos, pero yo me voy de aquí.

Camino hasta llegar al pasillo, apoyando la mano sobre una pared para mitigar los efectos del mareo que ha vuelto a afectarme. Me asomo hacia afuera; no se ve a nadie. Un murmullo de voces llega distante, desde algún sitio que no logro determinar, y me decido a ir hacia lo que parece ser una salida.

La puerta de metal apenas rechina cuando la abro; una brisa fría me da de lleno en la cara y la luz mortecina de la mañana lluviosa me obliga a entornar los ojos.

No me he equivocado: efectivamente, la bendita puerta da a una calle, que se ve prácticamente desierta. Sin pensarlo demasiado me echo a andar; a pesar de que no conozco bien este sector de la ciudad, me lleva solo unos minutos ubicar la dirección que debo tomar para llegar a casa.

Apenas he caminado un par de cuadras cuando caigo en la cuenta de que me he ido del hospital como una delincuente que escapa de la policía. Me rio, imaginando la cara que pondrá alguno cuando descubran que se les ha fugado una paciente.

El dolor de cabeza me ha acompañado durante todo el trayecto. Lo primero que he hecho al entrar a casa, ha sido ir a verme en el espejo que cuelga sobre el lavabo. Mi frente está adornada por un bulto con forma de huevo, de un tamaño considerable; lo que demuestra que el golpe que me di fue más fuerte de lo que había pensado en un primer momento.

—¡Mierda! A esto va a llevarle unos cuantos días desaparecer —me digo, examinando al detalle la protuberancia que me nace sobre la ceja izquierda y se extiende hasta poco más allá de la línea de nacimiento del pelo.

Me encojo de hombros ante el espejo, en un gesto de resignación para conmigo misma, y luego de buscar un par de aspirinas en el botiquín me dirijo a la cocina por un poco de agua.

«Estoy cansada. Agotada. Estoy harta de toda esta mierda.», me digo mentalmente mientras me acomodo sobre la almohada. Las sábanas se sienten frías, así que me aovillo entre ellas con la esperanza de que el sueño me venza pronto.

«Nada de esto estaría pasando, si Pilar se hubiese quedado en casa aquella noche. Papá seguiría con nosotras y yo...»

Este último pensamiento inconcluso me lleva a recordar cómo era mi vida antes de la desaparición de mi hermana.

31 de diciembre de 2010:

Diego me mira como si en mis ojos pudiese descubrir todos los secretos del universo. Me ama, lo sé; no solo porque me lo ha dicho innumerable cantidad de veces ya, sino también, porque lo ha demostrado a diario en los seis años que llevamos de novios. Vamos a casarnos, a finales del próximo enero.

—No me imagino mejor manera de empezar un año nuevo, que casándome con la mujer más hermosa que he conocido —susurra en mi oído y yo no puedo evitar soltar una risa tonta. Sus brazos forman un cerco a mi alrededor y, cuando acomodo la cabeza en el hueco de su cuello, sus labios rozan mi frente en un beso rebosante de ternura.

Esta noche despediremos juntos nuestro «último año de solteros» y daremos la bienvenida al que será el primero de —lo que ambos esperamos sea— una larga vida compartida. Mi padre ha sacado la vajilla preferida de mi madre para la cena de hoy y la madre de él ha venido temprano para ayudar a preparar la comida.

Todo sería perfecto, si no fuera porque mi adorada hermanita se encaprichó en irse de parranda con sus amigos.

—Te prometo que me tendrás cenando con ustedes cada domingo, por el tiempo que duren casados —dice Pilar, con intención de congraciarse conmigo—. Hasta te prometo que lavaré los platos.

—Este es el último fin de año que pasaré en esta casa, viviendo aquí todavía —alego, en un último intento de hacerle comprender por qué es importante para mí que cene con nosotros.

—Tampoco lo digas como si te fueras a mudar a otro país, ¡te irás a solo cinco calles de aquí! —La veo echarse una última mirada al espejo y sonreír para sí, satisfecha consigo misma, y luego se vuelve a verme—. Tú sabes que la razón principal para no quedarme a esa cena, es el idiota de tu cuñadito. ¡No lo soporto! Créeme: lo he intentado; pero...

Levanto mi mano en señal de alto y se calla; no hace falta que se explaye más, yo ya sé lo que podría llegar a decir sobre el hermano de mi futuro esposo. Ella y Hernán no se llevan nada bien. Y la culpa es enteramente de él, que nunca supo aceptar que Pilar lo rechazara.

Me abraza y le correspondo; me recuerda por enésima vez lo mucho que me quiere y le recuerdo que yo también la amo por sobre todas las cosas. Caminamos juntas y en silencio hasta la cocina, donde se despide de todos; promete llamar después de la última campanada para desearnos un feliz año y se va.

Eso es todo. Aquella llamada prometida, nunca sucede.

Tener los ojos cerrados no evita que las lágrimas escapen de ellos y rueden por mis sienes hasta encontrar la almohada. Recordar la última vez que la vi sigue poniendo en mi pecho un peso que me imposibilita respirar con normalidad; un peso mucho más grande que el de todo aquello que dejé ir para seguir buscándola.

Nunca me casé. La vida que tenía tan perfectamente planeada con Diego se fue al carajo, justo cuando él se cansó de entender, justo cuando él se hartó de ser quien siempre quedaba en un segundo plano de importan-cia. Justo cuando él comprendió que yo nunca iba a esperar a que siguiera el ritmo de mis pasos.

Al principio, Diego fue quien me mantuvo entera, quien me ayudó a sobrellevar la noticia de que mi hermana estaba desaparecida, y también quien me acompañó en cada recorrida en busca de alguna novedad sobre Pilar. ¡Hasta nació de él la idea de posponer nuestra boda! Pero con el correr de los meses, entre nosotros se fue abriendo paso una grieta que acabó siendo un abismo. Le rompí tantas promesas, que llegó al punto en que no pudo seguir soportando la soledad a la que lo condené.

Fue él quien tomó la decisión, quien expresó de viva voz que nuestra relación estaba acabada; pero fui yo quien lo provocó. ¿Cómo culparlo, si fueron las constantes decepciones que le causé cada vez que lo dejaba esperando en vano las que nos empujaron hasta el final? Fue mi sostén en mis momentos más difíciles y desesperados, y le estaré eternamente agradecida por eso.

El sonido del timbre me saca de mis cavilaciones sobre el pasado, sobresaltándome. No solo que es demasiado temprano como para recibir visitas, sino que apenas llevo un par de semanas viviendo aquí y ni siquiera conozco a los vecinos.

No quiero levantarme. No me interesa saber quién demonios está tocando el timbre a esta hora de la mañana. Mi cabeza es un peso que no puedo despegar de la almohada; late y retumba. Mi cuerpo todavía no ha conseguido deshacerse de la sensación de frío y cansancio, y la necesidad de permanecer entre las sábanas se me antoja más importante que el ir a ver quién llama.

—Ya se cansará de poner el dedo en el timbre —murmuro, convencida de que la persona que insiste en hacerlo sonar comprenderá tarde o temprano que nadie saldrá a ver qué quiere.

Cierro los párpados y me voy quedando dormida a medida que el silencio regresa; me digo que, quien sea que estaba afuera, ha decidido irse. Pero apenas unos minutos pasan, hasta que el estruendo de la puerta al ser derribada provoca que me siente de golpe en la cama.

—¡¿Qué carajos?! —suelto, entre confundida y furiosa.

Ni siquiera alcanzo a sacar un pie fuera de la cama, cuando una sombra ocupa el espacio de la puerta abierta. Mi corazón se dispara a latir desenfrenado y un escalofrío me recorre la espalda a una velocidad imposible; todo, producto del susto descomunal que me provoca la presencia de un desconocido dentro de mi casa.

Por instinto, mi mirada busca algún objeto que pueda usar para defenderme del ataque que —presiento— estoy a punto de sufrir.

—¿Señorita Dizzio? —pregunta una voz que creo haber oído antes en alguna parte—. ¿Señorita, se encuentra bien?

La incredulidad detona en mí cuando la habitación se ilumina y veo, parado junto a la puerta y con la mano aún en el obturador que enciende la luz, al compañero del policía con el que tuve el incidente en la madrugada.

—Disculpe que hayamos irrumpido de esta manera, pero el hospital nos informó que...

El hombre intenta explicar la razón de su presencia en mi casa, pero lo interrumpo.

—¿Hayamos? —pregunto, justo antes de que el idiota con ojos de felino aparezca detrás de él.

La expresión en mi rostro debe ser digna de un cuadro. Incredulidad, fastidio, sorpresa y furia, han formado un remolino dentro de mí. ¿Qué malditos demonios hacen estos dos aquí, en mi casa?, ¿y por qué carajos irrumpieron del modo en que lo han hecho?

Son muchas las cosas que quiero decir justo ahora, pero ni una sola palabra sale por mi boca. En un rapto de lucidez intento echar al par de invasores, gritarles que salgan de mi habitación; pero la punzada que estalla en mi cabeza cuando me muevo para salir de la cama me lo impide y, luego, todo a mi alrededor se apaga.