Capítulo 5
Me lleva incontables minutos calmar la furia que ha despertado en mí la casi confirmación de que Juan Robles no es de fiar. Aún no sé qué diablos se trae escondido, pero tengo la sospecha de que no será nada bueno para mí. Lo poco que alcancé a oír de la charla que llevaba con su compañero, ha encendido todas las alarmas dentro de mi cabeza.
«Debería ir allí y enfrentarlos de una maldita vez. Debería ir, y echarlos a patadas de mi casa...» —me digo.
Estoy tan indignada —tan condenadamente indignada—, que mi respiración parece retumbar entre las pare-des del baño. No me perdono el haber pensado por un momento que Robles era una buena persona, que me había ayudado sin ningún tipo de interés y, por sobre todo, no me perdono el haber contemplado que pudiera merecer una explicación sobre quién es Pilar.
«¡Eres una idiota, Camila! —me recrimino con dureza, en un monólogo mental que no me está siendo sufi-ciente para descargar tanto enojo que siento—. Bastó que el infeliz aquel se portara un poquito bien contigo, para que ya te hicieras a la idea de que no era la mierda que en verdad es. ¡Eres una estúpida ingenua! Una imbécil, que todavía sigue creyendo que queda gente buena en esta porquería de mundo. Por eso te pasan las cosas que te pasan, ¡por eso! Nada más que por eso: porque eres una ilusa confiada, que todavía espera encontrar a alguien que no venga con intenciones ocultas».
—¿Se siente bien?
La pregunta —acompañada por un breve golpeteo en la puerta— me toma por sorpresa y me lleva unos cuantos segundos responderla. Una parte de mí quiere gritar que no, que estoy más allá de lo que podría definir como «decepcionada de mí misma», pero es la parte sensata la que toma la palabra.
—Estoy bien. Voy en un minuto. —Escucho decir a mi propia voz, con un grado de tranquilidad que no me sabía capaz de fingir mientras la furia ruge en mi interior.
Sé que en algún momento tendré que salir del baño y hacerle frente; que voy a tener que verlo a la cara como si no pasara nada, como si no hubiese escuchado lo que hablaba con su compañero, y sé que es mejor que lo haga de una vez. Sin embargo, me demoro intentando calmar mi indignación para no acabar delatando que los espié mientras hablaban.
Ahora que tengo la certeza de que me está ocultando cosas, que —tal cual sospeché cuando se apareció con el almuerzo— su presencia en mi casa obedecía a intereses que traía escondidos, voy a «permitirle» mentirme un poco más. Voy a seguir jugando este jueguito estúpido como si no se lo hubiese descubierto, solo por ver hasta dónde pretende llegar, y luego voy a mandarlo a la mierda, con las manos vacías.
—A ver qué cara pones, Robles, cuando te pague con tu misma falsedad... —conjeturo para mí, pero como si fuera su cara y no la mía lo que veo en el espejo. Sonrío con malicia y luego me encamino hacia el comedor.
El primero en notar mi presencia es el de las gafas, que le hace una seña al otro para indicarle que estoy detrás de él. El de la mirada felina se gira y se queda viéndome por un segundo, en el que sus ojos se pasean por toda la extensión de mi anatomía. Está serio. Ambos lo están.
—¿Sucede algo? —pregunto, con toda la falsa ingenuidad que soy capaz de impostar en mi voz. El compañero de Robles aprieta los labios y lo mira, como intimándolo a que sea él quien me responda.
—Es mejor que tomemos asiento —sugiere el «ojos de gato».
Sin apartar la mirada de él, me acerco a la mesa y aparto una silla. Ellos me imitan y todos nos sentamos casi al unísono. La tensión entre los tres se puede palpar nítidamente. En el de las gafas se percibe un poco más, ya que parece tener algún tipo de problema con sostenerme la mirada.
Robles deja salir un suspiro cansado, carraspea dos veces y después se lanza a hablar.
—No voy a preguntarle qué carajos hacía en ese antro donde la encontré anoche, pero le voy a aconsejar que no regrese.
Su voz suena como si, en lugar de un consejo, me estuviera dando una orden. Me muerden las ganas de pro-testar por eso, pero elijo callar; entonces, él continúa.
—Mi compañero y yo llevamos casi cuatro meses investigando ese lugar, tratando de encontrar las pruebas que hacen falta para encerrar al maldito que lo regentea.
—Tuvo suerte de que Juan la sacara de allí a tiempo —lo interrumpe el compañero, al que miro con el ceño apretado—. Si él no se la hubiera llevado cuando lo hizo, tenga por seguro que hoy no habría despertado aquí, en su casa —añade, a modo de explicación.
La charla se extiende por casi una hora, en la que Robles y su compañero —de quien ahora sé que se apellida Santos— me cuentan cómo fue que descubrieron que el encargado del burdel trafica drogas y mujeres; entre otras cosas que hace.
Según me relatan —turnándose para dar algunos detalles—, más o menos por la misma fecha en que mi padre sufrió el accidente que ocasionó su muerte, la policía encontró el cadáver de una desconocida, de unos veinte años, a las afueras de la ciudad.
El dato me hiela la sangre en las venas apenas oírlo; si no fuera porque el de las gafas acota que la víctima era «una muchacha de piel trigueña y cabellos negros», habría jurado que podía tratarse de Pilar.
La investigación iniciada por la policía para dar con la identidad de la joven —y la de su asesino— fue apuntando hacia el «Punto X». Específicamente, hacia el encargado con el que yo misma tuve una charla semanas atrás.
—¿Entiende ahora por qué no debe volver a poner un pie en ese lugar? —pregunta Robles.
Meneo la cabeza en negación; lo que le hace soltar un resoplido plagado de fastidio.
—No me interesa si entendió o no las razones, no quiero volver a encontrármela allí —remata, con aire que me suena a amenaza y que decido ignorar.
—Camila, es peligroso que regrese —agrega Santos—. Ya la drogaron una vez; tal vez la próxima no corra con la suerte de que haya alguien ahí para salvarla.
—No necesito que nadie me salve —afirmo y me levanto de la silla—. No necesito que ninguno de ustedes me salve de nada.
Miro a Robles al acentuar la pronunciación del «ninguno»; quien me devuelve un gesto de hartazgo.
—Creo que ambos ya conocen dónde está la salida. —suelto antes de encaminarme a mi habitación.
A pesar de todo lo que me han contado, no me abandona el presentimiento de que me siguen ocultando cosas; muchas cosas. No confío en ellos; no voy a hacerlo. No cuando ninguno de los dos se animó a confesarme que me habían investigado.
«Si no hubiese sido porque la curiosidad me llevó a abrir la puerta del baño, nunca me habría enterado de que esos dos anduvieron indagando todo acerca de mí... —me digo, recordando el momento en que los oí conversar—. ¿Tan difícil era decir: "teníamos que asegurarnos de cuál es su relación con la gente del burdel"?»
La fuerza de la rutina me lleva a hacer, de manera inconsciente, lo que acostumbro a esta hora del día: elegir la ropa que me pondré para salir a la calle. Sé que no estoy en condiciones; en algún momento, hasta consideré la idea de no dar mi recorrida esta noche. Pero todo lo que les oí decir a aquellos dos me recordó que, en algún lugar —de esta ciudad o de alguna otra—, mi hermana está esperando que la encuentre.
«No importa lo que aquel par diga —pienso mientras me enfundo en un pantalón abrigado—; no importa lo peligroso que sea, en algún momento voy a regresar a ese antro. No esta noche, pero sí en algún momento. Estoy convencida de que allí puedo conseguir alguna información que me lleve a Pilar».
Acabo de vestirme y salgo del cuarto rumbo al baño, pero el murmullo de la voz de Santos me indica que él y su compañero siguen todavía en mi casa y me quedo parada a mitad del pasillo; otra vez intentando oír lo que hablan.
En esta ocasión no dicen nada sobre mí; solo conversan sobre asuntos que —supongo— tienen que ver con sus funciones como policías, así que continúo mi camino.
Al verme al espejo, todo en lo que puedo pensar es en la charla que les escuché más temprano.
—¿Estás seguro? —pregunta Santos.
—No. Pero, después de lo que pasó esta noche, creo que es mejor poner las cartas sobre la mesa de una bendita vez.
—Tal vez tengas razón en eso, pero… Tu amiga no parece ser de las que se toman de buen modo que le digan qué puede y qué no puede hacer.
—Me importa una mierda cómo se lo tome. No voy a andar cuidándole el culo cada vez que se le ocurra ir a meterse en lugares peligrosos —La voz de Robles suena a la de alguien cuya paciencia está al límite.
Se hace un breve silencio; tras el cual, el idiota de los ojos felinos aclara que «no soy su amiga», que ni siquiera me conoce.
—A propósito de «conocer», lo que te envié por mail, es todo que pude averiguar sobre ella. —Santos habla un poco más alto de lo que lo estaban haciendo, ganándose una reprimenda del otro para que baje el tono, con lo que vuelve a murmurar—. Hay algo que no entiendo.
—¿Solo «algo»? —se burla Robles, lo que el de las gafas parece ignorar.
—¿Qué lleva a una mujer como Camila Dizzio, a un sitio como el Punto X? Por lo que pude averiguar, es lo bastante inteligente para saber que no iba a encontrar nada bueno en un lugar así. ¿Qué la llevó a arriesgarse de una manera tan estúpida?
—Quién sabe. Quizá andaba en busca de un poco de emoción para su aburrida vida. No sería la primera mujer que se harta del novio que le lleva flores y la saca a cenar cada fin de semana, y sale en busca de un hombre que le sacuda la monotonía de una relación vacía.
—No me parece que sea de ese tipo de mujeres.
—¡Cómo sea! —suelta Robles con fastidio—. No es nuestro maldito problema el motivo por el que fue a meterse allí. Lo único que debe importarnos es que se mantenga lejos, y que no interfiera con nuestro trabajo.
Acomodo el gorro que escogí para tapar el morado bulto en mi frente, corrijo el labial en una de las comisuras de mi boca y me apresto a salir del baño. Estoy lista para ir a dar mi recorrida.
—¿Planea ir a alguna parte? —me pregunta de mal modo el idiota de ojos verdes en cuanto me ve aparecer en el comedor.
—No es su maldito problema —respondo, utilizando las mismas palabras que le había oído usar—. Creí haberlos invitado a que se fueran de mi casa... —añado, mirando alternadamente a uno y a otro.
—Camila... —Santos intenta decir algo, pero el compañero lo interrumpe.
—Déjala hacer lo que le dé la gana —Robles camina hasta pararse a escasos centímetros de mí; me mira fijo, casi con odio, pero le habla a su compañero—. Vámonos ya; no estorbemos. Tal vez la señorita no tuvo bastante con lo que consiguió anoche y desea volver por más.
La furia detona en mí al oír lo que acaba de decir; mis manos se cierran en puño y, antes de que pueda tomar consciencia de lo que hago, estrello el derecho contra su cara.
Por supuesto, no lo he movido ni un ápice. Además del dolor que está comenzando a crecer en la muñeca y que amenaza con subir por mi brazo, lo único que conseguí fue hacerle girar un poco —apenas un poco— la cara.
Robles inspira profundo, tal cual lo haría un animal, y se lleva la mano al punto donde le asesté el puñetazo mientras suelta una corta carcajada.
«¡Mierda! ¡Acabo de golpear a un policía!»
El pensamiento me lleva a echar un corto vistazo a Santos; quien parece estar tan shockeado por lo que acaba de suceder, como lo estoy yo. Recién cuando lo veo apretar los labios, me doy cuenta del esfuerzo que hace para no soltar la risa.
Regreso la mirada a Robles; él me dedica una sonrisa burlona y avanza un paso más. Tenerlo casi pegado me hace retroceder inconscientemente y su sonrisa se intensifica. Sé que el maldito idiota está disfrutando el verme atemorizada, pero no puedo evitar que el peso de las consecuencias que podría acarrearme golpear a un agente de la ley ponga un nudo en la boca de mi estómago.
Por fortuna, Santos interrumpe mi duelo de miradas con su compañero.
—Camila, usted no está en condiciones de andar por la calle. Necesita descansar. —Le escucho decir, y luego da una extensa explicación sobre los efectos que la droga que me administraron puede tener aún sobre mi organismo.
Su razonamiento es lógico y acertado: todavía no me siento totalmente normal. Pero no pienso dejárselo saber y tampoco tengo intención de quedarme en casa. Necesito hacer mi recorrida como cada noche, porque si no lo hago, la culpa por desperdiciar una oportunidad de hallar a Pilar me sofocaría.
Robles se mantiene al margen durante todo el tiempo que Santos y yo debatimos acerca de mi salida, aunque me parece ver un destello de interés en su rostro cuando el compañero pregunta qué es lo tan importante que necesito hacer en la calle a estas horas.
—No tengo obligación de darles explicaciones. —Es toda la respuesta que doy y me marcho.
Aunque al final me he salido con la mía, no pude evitar que la pareja de idiotas me siga; vienen caminando a pocos metros detrás de mí, desde que dejamos el apartamento. No entiendo cuál es el propósito por el que me siguen, pero dudo que la gente con la que pretendo hablar quiera conversar conmigo si tengo a esos dos rondándome. Me urge deshacerme de ellos.
Entro a una casa de comidas al paso y me dirijo directamente al sanitario. Necesito quitarme de encima la presión del par de miradas en mi espalda para pensar con tranquilidad; solo así podré idear un modo de perderlos.
Paseo de ida y vuelta frente a los lavabos por algunos minutos, considerando la posibilidad de salir y subirme a un taxi. Sé que es un lujo que no puedo permitirme; este mes me he pasado del presupuesto que me tengo trazado para gastos superfluos en un par de ocasiones y, además, ellos podrían subir a otro coche y perseguirme igual.
Maldigo por lo bajo contra mi desgracia. Me siento acorralada; pero no me resigno a no poder sacarme de encima la estúpida vigilancia de los idiotas aquellos.
—Voy a tener que buscar otra solución al problema —murmuro y me encamino hacia la zona de venta para comprar mi cena.
Es entonces cuando mi suerte cambia.
Un empleado pasa junto a mí en sentido contrario al que llevo; se dirige hacia la puerta junto a la de los sanitarios. En cuanto el muchacho sale hacia lo que parece una calle lateral, me apuro a ir tras él.
—Esta salida es solo para empleados —dice al verme. Me encojo de hombros.
—No le contaré a nadie que me dejaste pasar —respondo y sigo caminando.
Al llegar a la esquina cruzo a la otra acera y tomo rumbo hacia donde tenía planeado ir. Estoy feliz de haber podido engañar a Robles y Santos; no obstante, cada tanto miro hacia atrás para asegurarme de que no me siguen. Por huir de ellos me he quedado sin cena, pero ha valido la pena el sacrificio.
—¡Pagaría por verles la cara cuando descubran que me les escapé!
La idea de un Robles furioso por haber sido burlado tan tontamente, me provoca un corto ataque de risa.
Estoy bastante lejos del lugar a donde voy. Camino sin prisa, complacida en el sonido que mis tacones producen contra el embaldosado de las aceras; el aire se siente agradable, a pesar de que está haciendo mucho frío.
Llevo tanto tiempo haciendo estas recorridas, que podría decir que he aprendido a disfrutar de las vistas nocturnas de las ciudades. Ninguna es, durante el día, exactamente igual a como es por la noche. Hay algo mágico y misterioso en ellas; algo, que la luz diurna no deja apreciar. No sé qué es, pero me agrada.
Y si no fuera porque tengo un motivo nada feliz para caminar las calles a estas horas, tal vez me gustaría mucho más.
