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Capítulo 2

Lo único que soy capaz de percibir en este momento es el latido molesto que resuena dentro de mi cabeza. Mi frente pulsa de tal manera, que tengo la impresión de que aquel huevo que me vi al espejo va a explotar en cuestión de segundos.

Sin haber abierto los ojos aún, intento sentarme en la cama, pero una mano cálida se posa sobre mi brazo y aquella voz rasposa que oyera en la madrugada me indica que me quede acostada.

Es entonces cuando recuerdo al par que se ha metido en mi casa derribando la puerta.

—Es mejor que siga en reposo hasta que llegue el médico —me sugiere el hombre. Abro los ojos con cierta dificultad y me lo quedo viendo por varios segundos.

—No voy a regresar al hospital —le informo con tono decidido. El agente de policía se ajusta las gafas y mira a su compañero, que se encuentra parado junto a la puerta de mi habitación.

No quiero verlo, pero lo hago.

Recostando la espalda contra el marco y con los brazos en cruz sobre su pecho, el idiota que me derribó en plena acera a mitad de la madrugada nos mira con gesto inexpresivo.

—¿Me pueden explicar qué demonios hacen ustedes dos aquí? —pregunto al de las gafas, en un mal disimulado intento por apartar la mirada de su compañero sin que resulte evidente el modo en que me turba su presencia.

—Fuimos al hospital para interesarnos por su estado, y allí nos informaron que se había ido —responde y me regala una sonrisa que se me hace cómplice—. No debió irse como lo hizo —agrega y suelta un breve suspiro—. Podría haberle sucedido algo mientras andaba sola por la calle. O aquí mismo, en su casa.

—¿Quién va a pagar el arreglo de la puerta? Porque, supongo, han roto la cerradura para poder entrar.

He cambiado de tema a propósito, para evitarme el sermón por irme del hospital sin recibir el alta médica. El idiota junto a la puerta bufa y lo miro con desprecio.

—.Esto no estaría pasando, si usted no anduviera corriendo a lo tonto por ahí, derribando gente por no fijarse en lo que tiene delante —le reprocho con voz dura, culpándolo abiertamente por la situación en la que me encuentro.

—Esto no estaría pasando, si hubiese ido a buscar clientes en otra parte —me retruca con total desparpajo, lo que despierta una furia irracional en mí.

—¿Buscar clientes? —pregunto, mordiendo las palabras.

El idiota me sonríe burlón, y eso es lo único que faltaba para desatar a mis demonios. Me incorporo a una posición sentada, para luego salir de la cama a medida que le grito.

—¡¿Buscar clientes?! ¡¿Quién carajos le dijo a usted que yo andaba en busca de clientes?!

Estoy varios pasos más allá de lo que podría considerarse «furiosa». El compañero del idiota que me desafía con su mirada felina parece haberlo notado, porque no hace el más mínimo intento por convencerme de permanecer en la cama. Más bien, se aparta, dejándome camino libre para ir a encarar al otro.

—¡¿Además de ser un imbécil que no sabe mirar por dónde va, tiene todo el descaro de venir, a mi propia casa, y tratarme como si fuese una prostituta?!

Mi voz retumba por toda la habitación. El destinatario de mi ira no se deshace de su sonrisa estúpida; lo que acrecienta mi enojo hasta lo inimaginable.

—.¡No es más que un idiota con placa! ¡Un maldito infeliz, que no sirve para otra cosa que escudarse tras ese uniforme! Un...un... ¡un imbécil creído, que piensa que puede venir a ofender a quien se le dé su puta gana!

Estoy fuera de mí, por completo. Me doy cuenta por el modo en que se me dificulta encontrar insultos para soltarle al sujeto; que no hace otra cosa más que mirarme con las cejas elevadas en un gesto que quizá me resultaría divertido, si no fuera porque me está ganando el deseo de soltarle un puñetazo que le borre esa maldita sonrisita de la cara.

—Cálmese, por favor —pide el de las gafas con tono conciliador, pero lo ignoro y le sigo soltando cuanto calificativo despectivo me viene a la boca a su compañero—. Señorita, cálmese. Ponerse así puede hacerle daño; tiene que...

Lo que fuera que estaba a punto de decir, queda inconcluso cuando me giro hacia él y lo veo con el mismo odio que segundos antes le dedicaba al otro.

—¡Váyanse!

He vuelto a morder las palabras, para no soltar el resto de furia que me sobra contra el único que ha tenido un comportamiento medianamente educado.

—Quiero que se vayan de mi casa, ¡en este maldito momento!

Al parecer, el más sensato de los dos agentes —el educado— ha comprendido que lo mejor que pueden hacer es dejarme sola, porque se acerca a su compañero y le hace una seña indicándole la salida. Antes de abandonar mi habitación se gira hacia mí.

—Le dejo mis datos, por si se le ofrece alguna cosa —dice mientras desliza una tarjeta sobre la silla que está a un lado de la puerta—. Me encargaré de buscar quien arregle lo que rompimos.

—¿Cómo dieron conmigo?

De pronto he caído en la cuenta de que ellos no me conocían de nada y la pregunta se me escapa, sin pensarla siquiera.

—La enfermera que tomó sus datos en el hospital nos dio su dirección.

El que peor me cae de los dos acompaña la respuesta con un encogimiento de hombros, dándome a entender que era muy obvia la manera como me ubicaron, y después ambos se van.

Quiero llorar. La impotencia y la rabia que me invaden en este preciso instante han apretado un nudo en mi garganta, y todo lo que soy capaz de hacer es sentarme en el piso con los brazos alrededor de mis piernas plegadas y mirar incrédula el tamaño desastre en torno a la entrada del apartamento.

La puerta, además de tener la cerradura forzada, tiene las bisagras salidas de los encastres que la sujetaban a la pared; está —literalmente— arrancada de su posición natural y tumbada en el piso. A su lado se halla volcado el paragüero, con su contenido desparramado alrededor; hay una maceta partida en dos y restos de un jarrón, que tendré que reponerle al dueño que me alquiló la vivienda, pisoteados y diseminados por todo el ancho de la entrada.

—Son unos malditos salvajes —murmuro casi sin voz, refiriéndome al par de estúpidos que causaron lo que tengo ante mis ojos.

—¿Hola? ¿Hay alguien aquí?

La voz de la vecina que he saludado un par de veces al cruzarnos en el pasillo me saca del estado en que me encontraba. Hago el intento de ponerme de pie, sin lograrlo; lo que asusta a la mujer.

—¡Santo Cristo! ¿Qué te pasó? ¿Estás herida? ¿Necesitas que llame a un médico?

La mujer atropella las preguntas sin darme tiempo a responder ninguna, mientras me ayuda a levantarme del suelo.

—Estoy... bien. Estoy bien —respondo al fin, sentándome en el pequeño sofá de dos cuerpos.

—Perdona que me metiera así, pero vi la puerta caída y pensé que habían entrado a robar, o algo parecido —explica, para luego presentarse—. Soy Mercedes, Mercedes García; vivo en el apartamento al final del pasillo.

—Camila Dizzio —me presento también y estrechamos nuestras manos.

Nuestra breve charla se ve interrumpida por el policía de gafas, quien viene acompañando al médico que había solicitado un rato antes; ambos se quedan parados en el umbral —de lo que era la puerta principal— y me miran como si esperaran mi permiso para entrar.

Al final, he permitido que el médico revise el bulto en mi frente, solo para que el policía deje el asunto en paz. Mi vecina se ha ofrecido a hacerme compañía y me ha ayudado a ordenar un poco el desastre que dejó la irrupción de los agentes de la ley.

Mientras revisan el golpe en mi cabeza, el agente le fue contando a Mercedes la secuencia completa de cómo fue que destrozaron mi entrada, iniciando el relato desde que llegaron al hospital para interesarse por mi estado, hasta el momento en que derribaron la puerta pensando que quizá yo estaba inconsciente dentro del apartamento.

—No puedo creer que hayan provocado tanto destrozo, ¡por una tontería! —comenta luego de que nos que-damos solas. Mientras me ayuda a acabar de limpiar el desastre, le comparto el motivo por el que mi cabeza luce como si me hubiesen dado un martillazo.

—Lo peor de todo es que, el idiota que provocó mi accidente, es el compañero del que se acaba de ir. —Hacer referencia a él me recuerda su manera de mirar y un estremecimiento me recorre el cuerpo—. ¿Puedes creer que el estúpido me acusó de «andar buscando clientes»? Si no fuera porque llevaba puesto el uniforme, le habría partido la cara al muy imbécil. Pero lo último que necesito, es que me lleven detenida por agredir a un policía.

Mercedes suelta una carcajada y me giro a verla; no entiendo qué le encuentra de gracioso a toda esta absurda situación. Estoy a punto de pedirle una explicación, pero soy interrumpida por la llegada de quien fue enviado para arreglar mi puerta.

Han pasado más de tres horas desde que aquellos dos irrumpieron en mi apartamento y recién ahora puedo decir que todo está casi normal. El carpintero ha dejado la puerta como nueva —apenas si se nota que fue reparada—. La planta que crecía en la maceta que se partió, está dentro de un balde; en el que la metió Mercedes antes de irse.

Todo lo que se me antoja hacer, es regresar a la cama y quedarme allí hasta que mi cabeza deje de doler; o quizá un poco más. Quizá me quede en la cama hasta que el hambre y la sed acaben con mi miserable existencia.

«Si no fuera porque debo encontrar a Pilar...»

Hallar a mi hermana es lo único que me mantiene en este mundo plagado de desgracias. No hay nada más. No tengo nada más. Mi madre murió hace tanto tiempo, que casi no recuerdo su cara; mi padre también murió. Solo me queda Pilar. Solo me queda esta búsqueda por saber dónde está, qué pasó con ella, por qué nadie volvió a verla.

Son tantas las incógnitas abiertas en torno a su desaparición, son tantas las dudas, que a veces me resulta inevitable pensar que tal vez nunca haya una respuesta.

—Tal vez nunca la encuentre... —susurro y siento las lágrimas acudiendo a mis ojos.

No quiero pensar en eso, me niego a —siquiera— pensar que nunca más volveré a verla. Pilar es lo único que me queda de la vida que tuve alguna vez y no voy a renunciar a ella. No voy a bajar los brazos; no voy a darme por derrotada en esta lucha nocturna y cotidiana. No voy a desistir en mi empeño por volver a tenerla frente a mí, y darle todos los abrazos que le tengo guardados desde aquel treinta y uno de diciembre.

—He pasado por demasiadas cosas en los últimos dieciocho meses como para venir a renunciar ahora. —me digo con la voz entrecortada por el llanto y mi mente viaja al pasado; al maldito día en que una parte de mi alma se esfumó en el aire, junto con Pilar.

1 de enero de 2011:

«Pilar no regresó».

Las palabras de mi padre se quedaron haciendo eco dentro de mi cabeza por un buen rato. Y se siguieron repitiendo a lo largo del día, recordándome que algo estaba definitivamente mal; que algo debió pasarle a mi hermana menor. Algo, tan terrible, como para que no regresara a casa.

Me había resultado extraño que no llamara, como había prometido. Me había resultado aún más extraño que no respondiera ninguno de los mensajes que le envié. Pero me convencieron de que debía estar pasándola de maravillas con sus amigos y que por eso se había desentendido del teléfono.

¡No debí dejarme convencer! No debí acallar esa vocecita interior que me advertía que algo no iba bien. No debí escuchar a Diego, ni a su familia, ni a ninguno de los que sugirieron que la dejara divertirse tranquila.

No debí, pero lo hice. Dejé que la serenidad que me infundía el abrazo de quien iba a convertirse en mi esposo —en poco más de veinte días— apagara las alertas que retumbaban en mi interior. Pero recién vine a darme cuenta de eso demasiado tarde.

Apenas desperté esa mañana, la voz de mi padre fue la cruz que sentenció a mi alma. «Pilar no regresó», dijo al verme entrar en la cocina, y sentí que un abismo se abría bajo mis pies.

Incontables veces marqué su número, esperando en vano que ella —o cualquier otra persona— se dignara a atender mis llamadas. Pasé de la preocupación al enojo, y luego a la desesperación, pero nunca nadie respondió.

—¡No puede habérsela tragado la tierra!

Una mezcla de furia y angustia detonó en la voz de mi padre. Habíamos llamado a todos y cada uno de los amigos de Pilar, pero ninguno tenía noticias de ella desde poco antes de la medianoche.

—Papá, hay que dar parte a la policía —murmuré, con las ganas de llorar apretándose dentro de mi garganta—. Tenemos que dar parte ahora; no podemos esperar más.

Lo que vino después fue... ¡caótico!, y desesperante. La policía comenzó la búsqueda siguiendo los mismos pasos que mi padre y yo ya habíamos dado. Primero, tomaron declaración a todos los que asistieron a esa fiesta a la que fue Pilar; después le tocó el turno a los amigos, a los compañeros de universidad, a los vecinos, y a cualquier otra persona que hubiese tenido algún tipo de contacto con ella, por más mínimo que este hubiera sido.

Lo único que se sacó en limpio de todas las declaraciones, fue que mi hermana abandonó aquel salón poco antes de las campanadas, sin decir a nadie por qué se iba, ni a dónde.

Todos fuimos investigados. En los meses que le siguieron a la desaparición, los agentes de la ley pusieron en tela de juicio cosas tan irrisorias, como la relación que llevábamos puertas adentro de nuestra propia casa.

Mi padre soportó estoicamente que se le preguntara hasta por qué había criado a sus hijas solo, por qué no había vuelto a formar pareja luego de tantos años de viudez, y a mí me tocó explicar al detalle —en reiteradas ocasiones— cómo era la convivencia familiar. Eso, sin contar la cantidad de veces que tuvimos que repetir que Pilar no tenía razones para irse sin despedirse.

Había pasado casi un mes desde la última vez que la vimos, cuando la policía nos informó que existía la posibilidad de que mi hermana hubiese sido secuestrada por alguna red dedicada a la trata de personas. La idea me enfermó; me era imposible imaginar a la dulce muchachita que era Pilar, forzada a prostituirse, tal cual había escuchado tantas veces en los noticieros.

No, eso no podía haberle pasado a ella. Me repetí mil veces que eso no era posible; necesitaba convencerme de que no había corrido esa suerte. Pero los pocos indicios que encontraron los investigadores, apuntaban a que yo estaba equivocada.

La teoría del secuestro por una red de trata cobró fuerzas un par de meses después, cuando un grupo de mujeres —algunas más jóvenes que Pilar— fueron rescatadas durante un operativo policial. Una de las muchachas contó, luego de que le mostraran una foto de mi hermana, que había visto a alguien muy parecida entre un contingente que se llevaron a otra ciudad.

Fue entonces cuando nuestro peregrinaje comenzó. Tanto mi padre como yo, nos hartamos de las demoras y de las cosas a medio explicar, así que decidimos emprender una búsqueda paralela a la de los investigadores. Si ellos no conseguían dar con Pilar, nosotros lo haríamos. Al menos, eso creímos que pasaría. Sin embargo, no se nos hizo nada fácil.

Recorrimos innumerables tugurios en los que se ejercía la prostitución; hablamos con cientos de mujeres que ejercían la profesión más antigua del mundo; fuimos a decenas de pueblos perdidos en medio de la nada, siguiendo «pistas», que no nos llevaron más que a callejones sin salida.

Los meses siguieron pasando. Las decepciones se fueron sumando; los rostros de las personas con las que hablábamos fueron cambiando, pero el resultado siguió siendo el mismo: Pilar no aparecía.

Poco antes de cumplirse un año de la última vez que traspuso la puerta de nuestra casa, el nombre de mi hermana fue incluido en la lista de personas desaparecidas, por las que se ofrece una recompensa a quien aporte datos que lleven a su hallazgo.

No ha servido para nada. Nadie ha llamado jamás, para decirnos dónde encontrarla.

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