CAPÍTULO 3 EL NUEVO ESPOSO DE MI MADRE
Dicen que todas las madres son ángeles dispuestos a amar sin límites, sin condiciones. Pero no todas las historias son cuentos de hadas. A veces, la realidad es un espejo roto que refleja solo pedazos de verdad, y en esos fragmentos distorsionados es donde descubres que el amor puede ser condicional, interesado, e incluso cruel.
—¡Cuándo te largarás de una vez! ¡Estoy harta de verte! —gritó mi madre, Marcia, con una voz que cortaba el aire como una cuchilla oxidada.
Me quedé inmóvil, sintiendo cómo cada palabra se clavaba en mi piel. No era la primera vez que escuchaba algo así, pero el dolor nunca se vuelve rutina. Respiré hondo, levantando la barbilla con una sonrisa que sabía que la enfurecería.
—¡Irme? —reí, aunque por dentro sentía el peso de cada insulto acumulado durante años—. No, querida madre, no te equivoques. Esta casa, al igual que todas las propiedades, son mías. ¿O ya olvidaste que soy la heredera universal?
Sus ojos se achicaron, llenos de un odio que parecía alimentarse de mi propia existencia. Por un segundo, pensé que me abofetearía. Incluso lo deseé. Al menos el dolor físico sería sincero, tangible, algo que pudiera tocar y entender. Pero no lo hizo. Solo apretó los puños hasta que sus nudillos palidecieron.
—¡Maldita! —escupió entre dientes.
—No soy una niña, Marcia —respondí, acercándome un paso, disfrutando el modo en que retrocedía—. Ahora puedo defenderme. Y si alguien estorba aquí, eres tú.
La relación entre nosotras siempre había sido un campo de batalla. Desde que tengo memoria, mi madre no se ha cansado de recordarme que fui un error, un medio para llegar a un fin. Según ella, la única razón por la que me tuvo fue para atrapar a mi padre, un hombre rico y poderoso que cayó en sus redes como un insecto en la telaraña. Pero mi padre no era tonto. Antes de morir, se aseguró de que todo su patrimonio quedara a mi nombre, y que, en caso de que algo me sucediera, el dinero pasaría a fundaciones benéficas. Nada para ella.
—¡Ojalá te mueras! —exclamó, mirándome con una furia que casi me hizo retroceder—. ¡Ja! —se rio, pero su risa sonó hueca, desesperada—. Aunque eso pasara, no obtendrías ni un centavo de tu padre. Él fue más listo que tú y que yo.
—No lo dudo —asentí, sintiendo cómo la calma me envolvía como un escudo—. Pero aquí sigo, viva y dueña de todo lo que tanto deseas. ¿No es irónico?
—¡Idiota! —gritó, dando media vuelta—. Mejor me voy al club. No pienso perder mi tiempo contigo.
—Como quieras —respondí, encogiéndome de hombros—. ¡Que te diviertas!
Subí las escaleras hacia mi habitación, sintiendo cómo cada peldaño me alejaba de su veneno. Necesitaba una ducha, lavarme el sudor y la tensión del enfrentamiento. Mientras me desnudaba frente al espejo, una sensación extraña me recorrió la espalda. Algo no estaba bien. Me giré lentamente, y ahí estaba él: Aldo, el nuevo esposo de mi madre, parado en la puerta entreabierta, con los ojos muy abiertos y la boca entreabierta, como si acabara de ser descubierto robando un tesoro.
—¿Así que eres tú? —pregunté, cruzando los brazos sobre mi pecho desnudo, sin el menor atisbo de vergüenza.
—¡Yo...! —balbuceó, sin saber dónde poner la mirada—. Perdóname, Irina. No quise... es decir, no pretendía espiarte. La puerta estaba entreabierta y...
—¿Y no pudiste evitarlo? —terminé por él, arqueando una ceja—. No te preocupes, Aldo. No pienso que seas un cerdo. Solo un hombre con poca fuerza de voluntad.
—¡No es lo que parece! —protestó, arrodillándose en el suelo como si eso pudiera redimirlo—. Te juro que no soy así. Respeto a tu madre y...
—¿A mi madre? —reí, interrumpiéndolo—. Por favor, Aldo, no me hagas reír. Todos sabemos por qué estás aquí. Ella te necesita como un trofeo, como una forma de demostrar que aún puede atrapar hombres. Pero tú... —me acerqué a él, disfrutando cómo se tensaba al sentir mi proximidad—, tú eres diferente. Eres el primer hombre que la hace sentir segura, el primero al que realmente parece importarle. Y eso, querido Aldo, te convierte en mi arma perfecta.
—¡Yo no soy un objeto! —gritó, levantándose de golpe—. ¡No soy parte de tus juegos!
—Todos somos objetos en el juego de alguien —susurré, acercando mi rostro al suyo—. Pero no hablamos de eso ahora. Hablemos de lo que realmente quieres.
—¿Y qué es lo que quiero? —preguntó, retrocediendo hasta chocar contra la pared.
—Tú lo sabes —dije, deslizando mi mano por su pecho, sintiendo cómo su respiración se aceleraba—. Me deseas. Tu mirada lo delata cada vez que crees que no te veo.
—¡Estás loca! —exclamó, apartando mi mano con fuerza—. ¡Jamás haría algo así! Respeto a tu madre y...
—No mientas —lo interrumpí, acercándome aún más, hasta que pude sentir el calor de su cuerpo—. No es a ella a quien deseas. Es a mí.
—¡Basta! —gritó, empujándome suavemente—. No busques lo que no se te ha perdido.
—¿Le tienes miedo a mi madre? —pregunté, riéndome—. ¿O a lo que sientes por mí?
—Soy libre —respondió, con una voz que temblaba—. Libre de hacer lo que quiera.
—Entonces demuéstralo —lo desafié, desabotonando lentamente su camisa—. Atrévete a vivir lo que realmente deseas.
—¿Quieres retarme? —Aldo me arrastró hacia su habitación con una fuerza que no esperaba—. No tengo problema con ello. ¿Crees que puedes jugar, Irina? Yo te enseñaré cómo se hace.
Mi corazón latía con furia, pero no iba a dejar que lo notara. Me reí, desafiante, aunque por dentro sentía cómo el miedo empezaba a enredarse en mi estómago.
—¿Qué podrías hacerme? —pregunté, con un tono burlón que no reflejaba lo que realmente sentía.
La pregunta correcta sería: ¿podrás aguantar? —respondió, caminando hacia la mesita de noche. Del segundo cajón, sacó un par de pinzas para pezones, unas esposas, lubricante, una cinta roja y dos vibradores. Los colocó sobre la cama, uno a uno.
—¡Estás loco! —exclamé, retrocediendo instintivamente—. ¿Qué es todo esto?
—¡Quita! —me cortó, agarrándome del brazo con fuerza—. Quisiste joderme, Irina. Ahora te voy a devolver el favor. Aquí, el que manda soy yo.
Sentí sus dedos apretando mi cuello, no lo suficiente para ahogarme, pero sí para recordarme que, en ese momento, él tenía el control. Un escalofrío me recorrió la espalda.
—Ahora entenderás por qué tu madre me cuida tanto —susurró, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
Antes de que pudiera reaccionar, me esposó a la cama. Las frías esposas metálicas se cerraron alrededor de mis muñecas con un clic que resonó en la habitación como una sentencia. Intenté forcejear, pero era inútil. Aldo se movía con una precisión que delataba experiencia. Me amordazó con la cinta roja, apretando el nudo detrás de mi cabeza.
—¿Qué? ¿Te duele? —preguntó, colocando las pinzas en mis pezones.
Un dolor agudo me atravesó, y un grito ahogado escapó de mi garganta. Intenté decir algo, balbucear, pedirle que se detuviera, pero solo salían sonidos incomprensibles. Aldo me observaba, impasible, como si estuviera estudiando cada una de mis reacciones.
—No te asustes —acarició mi cabello con una ternura que contrastaba con la crudeza de sus acciones—. Esto hace parte del placer.
Abrí los ojos de par en par cuando sentí sus manos separando mis piernas. Con una delicadeza que no esperaba, pasó su lengua sobre mí, y un cosquilleo inesperado recorrió mi cuerpo. Me estremecí, y él lo notó.
—Por tu pequeño brinco, veo que ya entraste en calor —murmuró, sin dejar de mirarme.
Continuó con su "jugueteo", sin necesidad de hacer presión. Poco a poco, mi cuerpo empezó a traicionarme. Mis caderas se movían solas, como si tuvieran voluntad propia. El temor que había sentido al principio se desvanecía, reemplazado por una sensación desconocida, una mezcla de vergüenza y excitación que me quemaba por dentro.
Como un acto de compasión, Aldo retiró la cinta de mi boca.
—¡Eres un...! —logré decir, jadeando—. ¡Quítame estas malditas pinzas!
—¿Por qué? —preguntó, con una sonrisa pícara—. Ahí abajo, es una maravilla.
—¡Imbécil! —intenté levantarme, pero las esposas me lo impedían.
—¡Alto! —palmoteó mi pierna derecha con fuerza, dejando una marca roja en mi piel.
—¡¿Quién te crees?! ¡Estúpido! —grité, furiosa. Nunca, en toda mi vida, alguien se había atrevido a ponerme una mano encima de esa manera.
—Para todo, hay una primera vez —respondió, con una calma que solo aumentó mi rabia—. Y te recuerdo: aquí, el amo soy yo.
Tomó el lubricante y lo aplicó en sus dedos. Luego, sin previo aviso, los deslizó entre mis piernas, hacia un lugar que nadie había tocado antes.
—¡Ni lo intentes! —le lancé una patada, pero él la esquivó con facilidad.
—Te demostraré lo que es sentirse en el cielo —dijo, y antes de que pudiera protestar, sus labios se aplastaron contra los míos en un beso que no era tierno, sino posesivo, hambriento.
Acto seguido, empezó a estimularme, poco a poco, con una paciencia que me enloquecía. Mi cuerpo respondía a pesar de mí, mi piel se erizaba, y aunque intentaba resistirme, cada caricia, cada roce, me arrastraba más cerca de un abismo del que no estaba segura de querer escapar.
—¡Bastardo...! —murmuré, pero mi voz sonó débil, sin convicción.
—Relájate un poco —susurró, mientras sus dedos seguían su trabajo—. Cuesta al principio, pero enloquecerás.
No tuve más opción que rendirme. Con el paso de los minutos, mis sollozos inundaron la habitación. No eran de dolor, sino de una frustración que no podía controlar. Aldo, al escuchar mis gemidos, perdió el poco control que le quedaba. Dejó la amabilidad de lado y se volvió más exigente, más intenso.
—¡Oye! ¡Es mi primera vez! —logré decir, rodeando su cuello con mis brazos—. Ve despacio...
Lo sentí adentrarse en mí, y un grito escapó de mis labios.
—¡Aaaah...!
—Está tan adentro que no tienes escapatoria —dijo, acariciando mi vientre con una mano—. ¿Quieres que lo saque?
—Ni se te ocurra —ordené, apretando mis piernas alrededor de él.
Al final, terminé siendo la presa, dominada por quien yo creía que sería mi peón. Aldo me había demostrado que el juego de la seducción y el poder no era tan sencillo como yo pensaba.
—¿Y bien? —preguntó, sonriendo con satisfacción—. ¿Está satisfecha la señorita?
—¡Cállate! —lo miré de reojo, pero no pude evitar sonreír.
Lo cierto era que, por primera vez en mi vida, había experimentado el verdadero éxtasis. Algo que no había planeado, que no había buscado, pero que ahora quemaba en mi memoria como un fuego imposible de apagar.
—¡Quítame todo esto! —dije, intentando sonar molesta—. Quiero ducharme. Me dejaste llena de...
—Lo disfrutaste, sé que sí —interrumpió, riendo—. No me pongas esa cara. ¿Por qué te cuesta tanto aceptarlo?
—¡Todo salió mal! —exclamé, frustrada—. Mi plan...
—Cierto, la venganza —asintió, encogiéndose de hombros—. No te desanimes. Estoy a tus órdenes. Búscame cada vez que lo veas necesario.
Sus palabras me sorprendieron. ¿Acaso Aldo estaba dispuesto a ser mi cómplice?
—Y por tu madre, no te preocupes —continuó—. Solo está conmigo por lo que le brindo. Tiene sus amantes.
—¿En serio? —pregunté, arqueando una ceja.
—Tomaré tu palabra —dije, sonriendo—. No te vayas a arrepentir.
—No lo haré —respondió, con una seguridad que me hizo dudar de todo lo que creía saber sobre él—. Ahora ve, dúchate. ¿O quieres que te ayude a sacarlo?
—¡Yo puedo sola! —dije, liberándome de las esposas con un movimiento brusco.
Salí de su habitación con las piernas temblorosas, pero con una sonrisa en los labios. Después de todo, no había sido una pérdida de tiempo. Aldo no solo me había dado placer, sino también una nueva pieza en el tablero de mi venganza. Ahora, el juego se había vuelto mucho más interesante.
