
TENTACIONES: RELATOS PARA PERDER EL CONTROL
Sinopsis
Hay deseos que se esconden… y otros que gritan por salir. En la oscuridad de una habitación, en la mirada de un desconocido o en la voz de quien juramos no volver a escuchar, nacen las tentaciones: esos impulsos que nos desarman nos encienden y nos recuerdan que seguimos vivos. Esta antología reúne una colección de historias donde el placer no conoce límites y el amor se disfraza de peligro, de promesa o de perdición. Cada relato te sumerge en un universo distinto —amores prohibidos, encuentros furtivos, pasiones que arden entre la culpa y el deseo—, donde los personajes cruzan líneas que jamás pensaron traspasar. No hay héroes ni víctimas, solo cuerpos que hablan, labios que mienten y corazones que se rinden ante lo inevitable. Aquí, el control es solo una ilusión, y el placer… una forma de libertad. Prepárate para sentir, imaginar y pecar sin remordimientos. Porque todos tenemos un secreto que late bajo la piel. Y a veces, lo único que hace falta es una tentación para perderlo todo… o encontrarlo todo.
CAPÍTULO 1 EL AGUA QUE NO LLEGA Y EL FUEGO QUE SÍ PARTE I
—¡Maldición! —grité, golpeando con frustración el grifo que, una vez más, solo escupía aire. El eco de mi voz resonó en el pequeño baño de la pensión, mezclándose con el sonido de los pájaros que, desde el patio trasero, parecían burlarse de mi desesperación—. ¿Hasta cuándo seguirá esto?
Era la sexta vez en el mes que el agua decidía abandonarme justo cuando más la necesitaba. La culpa, como siempre, recaía en doña Rosa, mi arrendadora, esa mujer que tenía la puntualidad de un reloj suizo para cobrar el alquiler, pero la memoria de un pez para pagar los recibos. «¿Por qué no me mudo de aquí?», me preguntaba cada vez que esto ocurría. Pero la respuesta siempre era la misma: no tenía ahorros, y el sueldo de la cafetería apenas me alcanzaba para sobrevivir.
El reloj marcaba las seis y media de la mañana. El turno en el café empezaba a las siete, y llegar tarde significaba escuchar los regaños de don Ramón, el dueño, un hombre que parecía tener un radar para detectar la miseria ajena y usarla en su beneficio. «No me queda de otra», susurré, secándome las manos en el delantal que aún llevaba puesto desde la noche anterior. La ropa limpia estaba doblada sobre la silla, pero sin agua, no había forma de asearme. «Natalia», pensé. Ella siempre tenía una solución.
Natalia vivía en el apartamento de al lado, un espacio apenas más grande que el mío, pero que olía a vainilla y a algo más… a algo que no podía definir, pero que me hacía sentir viva. La conocí el día que me mudé, hace tres años. Llegué con dos maletas y un corazón roto, y ella apareció con una botella de vino barato y una sonrisa que iluminó el pasillo oscuro de la pensión. Desde entonces, algo en mí cambió. No era solo su belleza —altísima, de piel morena y curvas que desafiaban la gravedad—, sino su energía. Natalia era como un huracán: destructiva y fascinante a la vez.
—¿Fer? —su voz, grave y melódica, llegó desde el otro lado de la puerta—. ¿Todo bien?
Me sobresalté. No la había escuchado acercarse.
—Sabía que estabas ahí —mentí, abriendo la puerta con cautela. Natalia estaba apoyada en el marco, vestida solo con una camiseta oversize que apenas le llegaba a los muslos. Su cabello, negro y rizado, caía sobre sus hombros como una cascada salvaje. En sus labios, una sonrisa pícara.
—¿Otra vez sin agua? —preguntó, cruzando los brazos bajo su pecho. El movimiento hizo que la tela de la camiseta se ajustara a sus senos, y tuve que apartar la mirada para no ruborizarme.
—Doña Rosa y sus deudas —respondí, intentando sonar indiferente—. Necesito bañarme. Tengo que ir a trabajar.
—Ya veo —asintió, y por un segundo, creí ver algo más en sus ojos: un destello de diversión, como si supiera algo que yo ignoraba—. Pasa. Usa mi baño.
El apartamento de Natalia era un caos organizado. Había ropa tirada en el sofá, platos sucios en el fregadero y un aroma a café recién hecho que me envolvió como un abrazo. En la pared, un póster de una banda de rock que no reconocí y un espejo con los bordes rotos, pegado con cinta adhesiva. Era un espacio que respiraba vida, a diferencia del mío, que solo respiraba soledad.
—Gracias —murmuré, siguiendo sus pasos hacia el baño. El piso de cerámica estaba frío bajo mis pies descalzos—. Eres mi ángel guardián.
Ella se rio, un sonido gutural que me erizó la piel.
—No exageres, Fer. Aunque me gusta que me adores —dijo, guiñándome un ojo antes de cerrar la puerta tras de mí.
El baño de Natalia era pequeño, pero impecable. Las toallas colgaban ordenadas, y en el estante, una colección de frascos de perfume y cremas que olían a flores exóticas. Me desvestí con torpeza, evitando mirarme en el espejo empañado. No era pudor, sino miedo. Miedo a lo que podía reflejar: una mujer de veintiocho años, con cicatrices emocionales que aún no sanaban y un cuerpo que, aunque no odiaba, tampoco amaba del todo.
El agua caliente cayó sobre mí como una bendición. Cerré los ojos y dejé que el vapor llenara mis pulmones. Por un momento, todo fue paz. Hasta que sentí un roce en mi espalda.
—¡¿Qué haces?! —grité, girando bruscamente. Natalia estaba allí, dentro de la ducha conmigo, completamente desnuda. Su cuerpo, mojado y brillante, era una obra de arte: senos firmes, caderas anchas y una sonrisa que prometía pecado.
—Lo siento, Fer —dijo, aunque su tono no sonaba arrepentido—. No pude resistirme.
Su mano se posó en mi cintura, y el contacto me quemó. Sentí cómo mi respiración se aceleraba, cómo mi corazón golpeaba contra mis costillas como un prisionero intentando escapar.
—Natalia, yo… no soy lesbiana —logré balbucear, aunque las palabras sonaron débiles incluso para mí.
—¿Segura? —preguntó, acercándose hasta que sus labios rozaron mi cuello. Un escalofrío me recorrió la columna vertebral—. Porque tu cuerpo dice lo contrario.
Y tenía razón. Mis pezones se endurecieron, y entre mis piernas, un calor familiar comenzó a crecer. Natalia lo notó. Sus dedos bajaron lentamente, trazando un camino de fuego sobre mi piel, hasta detenerse justo encima de mi pubis.
—Lo admito —susurró contra mi oído—. Llevó meses fantaseando con esto.
—¿Con qué? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta. Mi voz era un hilo de humo, apenas audible sobre el sonido del agua.
—Con tocarte. Con saborearte —sus labios se cerraron alrededor de mi lóbulo, y sentí cómo sus dientes lo mordisqueaban con suavidad—. Con hacerte gritar mi nombre.
No tuve tiempo de responder. Su boca capturó la mía en un beso que no era dulce, sino hambriento, desesperado. Sus manos me agarraron de las caderas, apretando con una fuerza que me hizo gemir. Y entonces, lo sentí: algo duro y caliente presionando contra mi muslo. Algo que no esperaba.
Me aparté de golpe, el agua salpicando alrededor de nosotras.
—¡Dios mío! —exclamé, mirando hacia abajo. Entre las piernas de Natalia, donde debería haber estado su sexo, había un pene erecto, grueso y palpitante—. ¿Qué…?
—Soy una chica trans, Fer —dijo, sin inmutarse. Sus ojos, oscuros como la noche, me observaban con una mezcla de desafío y vulnerabilidad—. ¿Eso cambia algo?
No supe qué responder. Mi mente era un torbellino de preguntas y emociones contradictorias. Pero mi cuerpo… mi cuerpo ya había tomado una decisión. El deseo que sentía por ella no había desaparecido. Al contrario, se había intensificado.
—No —dije al fin, sacudiendo la cabeza—. No cambia nada.
Natalia sonrió, y esa sonrisa fue mi perdición.
El resto ocurrió en un borrón de sensaciones. Natalia me levantó como si no pesara nada y me llevó a su cama, donde me depositó con un cuidado que contrastaba con la urgencia de sus movimientos. Sus labios recorrieron cada centímetro de mi piel, deteniéndose en mis senos, donde su lengua trazó círculos alrededor de mis pezones antes de mordisquearlos con una ferocidad que me arrancó un grito.
—¡Ah! —jadeé, arqueando la espalda—. Más…
Ella no necesitó que se lo pidiera dos veces. Sus dedos encontraron mi clítoris, hinchado y sensible, y comenzaron a moverse en círculos lentos y deliberados. Sentí cómo mi cuerpo se tensaba, cómo cada músculo se preparaba para el clímax que se acercaba como un tren desbocado.
Pero entonces, Natalia se detuvo.
—No tan rápido, cariño —murmuró, bajando su cabeza entre mis piernas. Su aliento caliente me hizo estremecer—. Quiero saborearte primero.
Y lo hizo. Su lengua se deslizó sobre mi sexo con una habilidad que me dejó sin aliento. Lamió, chupó, mordisqueó, hasta que mis muslos temblaron y mis manos se enredaron en su cabello, empujándola más cerca, más profundo. Cuando el orgasmo llegó, fue como una explosión: intensa, cegadora, liberadora. Grité su nombre, una y otra vez, hasta que mi voz se quebró.
Pero Natalia no había terminado conmigo.
Se colocó sobre mí, sus muslos abriendo los míos con una fuerza gentil pero implacable. Sentí la cabeza de su pene rozando mi entrada, y por un segundo, el miedo regresó. No era virgen, pero tampoco estaba acostumbrada a algo así.
—Relájate —susurró, notando mi tensión. Tomó una almohada y la colocó debajo de mi cintura, elevando mis caderas—. Así será más fácil.
Y tenía razón. Cuando entró en mí, fue con una lentitud que me permitió adaptarme a su tamaño. El dolor inicial se desvaneció, reemplazado por una sensación de plenitud que nunca antes había experimentado. Natalia comenzó a moverse, sus embestidas rítmicas y profundas, llevándome al borde una y otra vez.
—¿Te gusta? —preguntó, su voz ronca por el esfuerzo. Sus manos se cerraron alrededor de mi garganta, no con suficiente fuerza para ahogarme, pero sí para recordarme quién estaba al mando.
—Sí —gemí, moviendo mis caderas al compás de las suyas—. No pares.
No lo hizo. Sus movimientos se volvieron más rápidos, más urgentes, hasta que sentí cómo su cuerpo se tensaba sobre el mío. Con un último empujón, Natalia se corrió dentro de mí, su semilla caliente llenándome de una manera que nunca había imaginado. El éxtasis en sus ojos era un espejo del mío.
Después, yacimos enredadas en las sábanas, sudorosas y sin aliento. Natalia me acariciaba el cabello con una ternura que contrastaba con la intensidad de lo que acabábamos de hacer.
—¿En qué estás pensando? —preguntó, su voz un susurro en la penumbra del cuarto.
—En que esto es… inesperado —admití, girando la cabeza para mirarla. Su rostro, relajado y satisfecho, era aún más hermoso de lo habitual—. Pero no malo. Para nada.
Ella sonrió, y en ese gesto, vi algo que no había notado antes: una vulnerabilidad que solo aparecía en los momentos de calma.
—Yo también lo he pensado —confesó—. Desde que te conocí, supe que eras especial. Pero nunca imaginé que esto pasaría.
—¿Y ahora qué? —pregunté, aunque en el fondo ya sabía la respuesta.
—Ahora —dijo, inclinándose para besarme con suavidad—, disfrutamos el viaje.
Y supe, en ese instante, que no había lugar al que preferiría ir.
