CAPÍTULO 2 EL AGUA QUE NO LLEGA Y EL FUEGO QUE SÍ PARTE FINAL
El sol de la tarde se filtraba a través de las persianas del apartamento de Natalia, dibujando franjas doradas sobre las sábanas revueltas donde yacíamos. El aire olía a sudor, a sexo y a ese perfume barato pero embriagante que Natalia siempre usaba. Me moví ligeramente, sintiendo el dolor placentero entre mis piernas, un recordatorio de lo que había sucedido horas antes. Natalia dormía a mi lado, su respiración profunda y tranquila, un brazo posesivo alrededor de mi cintura, como si temiera que desapareciera si me soltaba.
No podía creer lo que había pasado. No solo el sexo —intenso, salvaje, transformador—, sino la conexión que había sentido con ella. Era como si, de repente, todas las piezas de un rompecabezas que no sabía que estaba armando hubieran encajado. Pero también había miedo. Miedo a lo desconocido, a lo que esto significaba para mí, para mi vida, para mi identidad.
Me deslicé cuidadosamente fuera de la cama, tratando de no despertarla. Necesitaba un momento para pensar, para respirar. El piso estaba frío bajo mis pies descalzos mientras caminaba hacia la pequeña cocina. El reloj de la estufa marcaba las tres de la tarde. Había perdido la noción del tiempo.
—¿Café? —preguntó una voz ronca desde la puerta.
Me giré, sobresaltada. Natalia estaba apoyada en el marco, desnuda, con una sonrisa perezosa en los labios y el cabello revuelto. No había intentado cubrirse, y su cuerpo, iluminado por la luz tenue, era una tentación viviente.
—Sí, por favor —respondí, apartando la mirada con esfuerzo. No era pudor, sino la necesidad de no perderme en ella de nuevo. Al menos, no todavía.
Natalia se acercó, rozando su cuerpo contra el mío mientras alcanzaba la cafetera. El contacto fue breve, pero suficiente para encender de nuevo el fuego en mi vientre.
—¿Azúcar? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.
—Dos cucharadas —dije, observándola mientras preparaba el café con movimientos fluidos, como si bailara. Había algo hipnótico en la forma en que se movía, algo que me hacía olvidar todo lo que no fuera ella.
Tomamos el café en silencio, sentadas en el pequeño balcón que daba al callejón trasero de la pensión. El barrio estaba tranquilo a esa hora, como si el mundo entero hubiera decidido tomar una siesta. Natalia encendió un cigarrillo y me lo ofreció. Lo acepté, aunque no fumaba. Quería probar algo de ella, algo que me conectara aún más con este momento.
—¿En qué piensas? —preguntó, exhalando el humo hacia el cielo.
—En que esto es… nuevo para mí —admití, jugando con el borde de mi taza—. Nunca había estado con una mujer. Bueno, nunca había estado con alguien como tú.
Natalia rio, un sonido bajo y sensual.
—¿"Alguien como yo"? —repitió, arqueando una ceja—. ¿Una chica trans? ¿O una chica que te vuelve loca?
—Ambas —respondí sin pensarlo. Y era cierto. Natalia no era solo su cuerpo, su identidad, su pasado. Era la forma en que me miraba, como si pudiera ver a través de mis muros. Era la manera en que me hacía sentir deseada, poderosa, viva.
Ella apagó el cigarrillo en el cenicero y se acercó a mí, tomándome la barbilla entre sus dedos para obligarme a mirarla.
—No debes que tener miedo, Fer —dijo, su voz firme pero tierna—. Esto no tiene que ser complicado. Podemos tomarlo un día a la vez.
—¿Y si no sé qué quiero? —confesé, sintiendo cómo las palabras se atascaban en mi garganta.
Natalia sonrió, y en sus ojos vi una comprensión que me tranquilizó.
—Eso está bien —susurró, acercando sus labios a los míos—. No tienes que saberlo ahora. Solo déjate llevar.
Y lo hice.
El café quedó olvidado sobre la mesa mientras Natalia me llevaba de nuevo a la cama. Esta vez, todo fue más lento, más íntimo. Sus manos exploraron cada centímetro de mi piel, como si estuviera memorizando un mapa. Yo hice lo mismo, descubriendo las cicatrices en su espalda, las marcas de sus intervenciones, los tatuajes que escondían historias que aún no me había contado.
—¿Duele? —pregunté, trazando con mis dedos el contorno de una cicatriz cerca de su cadera.
Natalia se tensó por un segundo, pero luego se relajó.
—Al principio, sí —respondió, su voz tranquila—. Pero valió la pena. Cada una de estas marcas me hizo quien soy.
—¿Y quién eres, Natalia? —pregunté, aunque no estaba segura de querer una respuesta. A veces, el misterio era parte de lo que me atraía de ella.
Ella se rio, un sonido que resonó en mi pecho.
—Soy quien tú quieras que sea —dijo, inclinándose para besarme—. Pero también soy alguien que no va a dejarte escapar tan fácilmente.
Y vaya que cumplió su palabra.
Los días siguientes fueron un torbellino. Trabajaba en la cafetería por las mañanas, sirviendo café a clientes que ni siquiera me miraban a los ojos, mientras mi mente estaba en otra parte: en la cama de Natalia, en sus manos, en sus labios, en la forma en que me hacía sentir. Por las tardes, nos encontrábamos en su apartamento, o a veces en el mío, explorando nuestros cuerpos como si fueran territorios desconocidos.
Pero no todo era sexo. También hablamos. Natalia me contó sobre su transición, sobre las batallas que había librado con su familia, con la sociedad, consigo misma. Yo le hablé de mi madre, que me había abandonado cuando era niña, de mi padre, que nunca supo cómo quererme, de las relaciones fallidas que me habían dejado con el corazón hecho trizas.
—¿Y por qué yo? —le pregunté una noche, mientras yacíamos en su cama, el ventilador girando lentamente sobre nosotras.
Natalia se giró hacia mí, su expresión seria.
—Porque contigo no tengo que fingir —respondió—. Porque cuando me miras, no ves solo lo que soy, sino quién soy.
Pero no todo era perfecto. Había momentos de duda, de incomodidad. Como cuando salíamos a la calle y la gente nos miraba con curiosidad, o peor, con desprecio. Natalia parecía inmune a eso, pero a mí me dolía. Me dolía que el mundo no pudiera ver lo que yo veía en ella: una mujer increíble, valiente, hermosa.
—¿Te avergüenza? —me preguntó una tarde, después de que un hombre en la calle nos gritara algo grotesco.
—No —respondí, aunque no estaba segura—. Solo me enoja que no puedan entender.
Natalia me tomó de la mano y la apretó.
—No tienen que entender —dijo—. Solo nosotros sabemos lo que tenemos.
Y tenía razón.
Una noche, después de hacer el amor, Natalia me miró con una intensidad que me hizo detenerme.
—¿Qué? —pregunté, acariciando su mejilla.
—Nada —respondió, pero había algo en su voz que me alertó—. Solo que… me gustas, Fer. Más de lo que debería.
El corazón me dio un vuelco.
—Yo también —admití, sintiendo cómo las palabras salían de mí con una facilidad que me sorprendió—. Más de lo que nunca imaginé.
Natalia sonrió, pero sus ojos brillaban con algo que parecía tristeza.
—Eso es bueno —dijo, acercándome a ella—. Porque no pienso dejarte ir.
Y en ese momento, supe que, sin importar lo que el futuro nos deparara, esto —nosotras— era real. Y eso era suficiente.
