CAPÍTULO 4 CONSOLADA POR EL AMIGO DE MI HIJO
—¡Buen viaje, mi cielo! Estoy segura de que el contrato será vuestro —dije mientras acariciaba el caballo de mi hijo, un gesto que siempre lo tranquilizaba—. Cuando regreses, te prepararé esas pastas con salsa de queso azul que tanto te gustan. Las haré como a ti te encantan: con un toque de nuez moscada y ese queso que trajiste de tu último viaje a Italia.
Marcos sonrió, y en sus ojos vi el mismo brillo que tenía de niño cada vez que se despedía para uno de sus campamentos escolares. Solo que ahora ya no era un niño, sino un hombre hecho y derecho, con una empresa que dirigía y responsabilidades que cargaba sobre sus hombros como si fueran plumas.
—Esa motivación es más que suficiente para tener buena suerte —respondió, acercándose para darme un abrazo fuerte, de esos que solo él sabía dar—. Te voy a extrañar, mamá.
Yo también a ti, hijo. Más de lo que puedes imaginar.
—Antes de irme —dijo, bajando un poco la voz—, te pido algo. Intenta no discutir con Santiago. Es mi mejor amigo desde hace más de nueve años, y ahora que está sin trabajo, me necesita. No es fácil para él.
Suspiré. Santiago. Ese nombre resonaba en mi cabeza como un eco molesto. Desde que había llegado a nuestra casa, tres semanas atrás, todo había cambiado. No es que fuera una mala persona, pero había algo en él que me ponía los nervios de punta. Quizás era su mirada, demasiado intensa, o esa sonrisa que siempre parecía esconder algo.
—Solo lo soporto por ti —admití, cruzando los brazos—. Es muy raro, Marcos. No me fío de él.
—¡Mamá! —protestó, como si le hubiera dicho una herejía—. Es mi hermano de otra madre. No me fallaría nunca.
—Es broma —mentí, forzando una sonrisa—. Ya, es hora de que te vayas. El avión no te esperará.
Lo vi alejarse por el camino de grava, con su maleta negra y ese porte seguro que había heredado de su padre. Fernando. Solo de pensar en él, el corazón se me encogió. Desde que murió, mi vida había girado en torno a Marcos. Me negué a tener una vida sentimental, como si el hecho de seguir adelante significara traicionar su memoria. Pero la verdad era otra: tenía miedo. Miedo a sentir, miedo a perder, miedo a que alguien más se colara en mi corazón y lo rompiera en mil pedazos otra vez.
Subí las escaleras con pesadez, como si cada peldaño fuera una losa de culpa. La casa estaba en silencio, algo que antes me reconfortaba, pero que ahora me ahogaba. Santiago estaba en su habitación, supuse. Desde que llegó, se había instalado en la antigua habitación de invitados, la que daba al jardín trasero. A veces lo veía allí, sentado en el banco de madera bajo el manzano, fumando en silencio. Nunca me dirigía la palabra a menos que fuera necesario, y eso, en lugar de aliviarme, me intranquilizaba.
Entré a mi cuarto y cerré la puerta con un suave golpe. El espejo del tocador reflejaba a una mujer que ya no reconocía: los mismos ojos verdes, la misma nariz respingona, pero la mirada… La mirada era distinta. Había algo en ella que no estaba antes, algo que me asustaba. Me desnudé lentamente, dejando que la ropa cayera al suelo como si fuera una piel vieja. El agua caliente de la ducha me quemó al principio, pero poco a poco, el dolor se convirtió en un alivio. Cerré los ojos y dejé que el vapor me envolviera, como si pudiera borrar todo lo que sentía.
Pero no podía.
Al salir, me envolví en una toalla y me miré de nuevo en el espejo. El vapor había empañado el cristal, difuminando mis contornos, como si ni siquiera yo misma pudiera verme con claridad. Me toqué el pecho, el vientre, los muslos. Todo seguía igual, pero al mismo tiempo, todo era diferente. Había un vacío dentro de mí, un hueco que no podía llenar con trabajo, con rutinas, con la compañía de mi hijo. Era como si una parte de mí hubiera estado dormida durante años y, de repente, hubiera despertado con hambre.
Me dejé caer en la cama y cerré los ojos. Mis dedos encontraron el camino solitos, como si supieran adónde ir. El primer roce fue suave, casi tímido, pero pronto se volvió más insistente. Un gemido escapó de mis labios antes de que pudiera contenerlo.
—¡Dios…! —murmuré, arqueando la espalda—. Cuánto deseo ser llenada… Hace tanto tiempo que…
Mis dedos no eran suficientes. Lo sabía. Nunca lo habían sido del todo, pero ahora menos que nunca. Me levanté de la cama con un movimiento brusco, como si alguien me hubiera llamado. Abrí el armario y, en la esquina izquierda, detrás de los suéteres de lana que ya no usaba, estaba mi secreto. Lo tomé con manos temblorosas. Era pesado, sólido, del color del ébano. Lo había comprado en una tienda online, después de una noche de vino y nostalgia. Doce centímetros. Justo la medida que siempre me había gustado.
Volví a la cama y me recosté, dejando que mis piernas se abrieran sin resistencia. El primer contacto fue frío, casi clínico, pero pronto el calor de mi cuerpo lo hizo suyo. Lo introduje poco a poco, sintiendo cómo me llenaba, cómo me estiraba. Mis caderas comenzaron a moverse solas, al ritmo de un deseo que había estado reprimido durante demasiado tiempo. Los gemidos se volvieron más fuertes, más urgentes. Ya no me importaba si alguien podía escucharme. En ese momento, solo existía yo y esa necesidad ardiente que me consumía.
—¡Esto no es suficiente! —grité, clavando las uñas en las sábanas—. ¡Nunca es suficiente!
Fue entonces cuando lo vi. Marcos estaba en el umbral de la puerta, inmóvil, con los ojos fijos en mí. No sé cuánto tiempo llevaba allí, pero el rubor me subió por el cuello hasta las mejillas en cuestión de segundos.
—¡Tú…! —intenté cubrirme con la sábana, pero era demasiado tarde. La vergüenza me quemaba por dentro—. ¿Qué haces aquí? ¡Pensé que ya te habías ido!
—No me fui —dijo, avanzando hacia mí con una calma que me heló la sangre—. El vuelo se retrasó. Y ahora, gracias a eso, he descubierto algo muy interesante.
—¡Fuera de aquí! —le ordené, pero mi voz sonó débil, sin convicción.
—¿Por qué te asustas? —preguntó, sentándose en el borde de la cama—. Lo que estabas haciendo es completamente natural. Todos lo necesitamos.
—¡No es de tu incumbencia! —protesté, pero él no se movió. Al contrario, se acercó más, hasta que pude sentir el calor de su cuerpo.
—Veamos —susurró, con una sonrisa que no era la de mi hijo, sino la de un hombre—. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Echarme? ¿O dejar que te ayude?
Antes de que pudiera reaccionar, me arrinconó contra la pared, sujetando mis muñecas con una mano. Su aliento olía a menta, a algo fresco y peligroso.
—Hoy es tu día de suerte —me susurró al oído, con una voz que no reconocía—. Te voy a follar tan duro que no podrás sentarte en una semana.
—¡Insolente! —intenté zafarme, pero su fuerza era abrumadora—. ¡Suéltame!
—No te niegues —dijo, besándome la mejilla con una ternura que contrastaba con la crudeza de sus palabras—. Eres una diosa, mamá. Y mereces sentir placer. Permítetelo.
Sus palabras fueron mi perdición. Algo dentro de mí se quebró, como un dique que ya no podía contener el agua. Sus labios encontraron los míos, y por primera vez en años, sentí que respiraba. No era Marcos quien me besaba. Era un hombre. Un hombre que me deseaba, que me miraba como si fuera la única mujer en el mundo.
—¿Ves? —murmuró contra mi boca—. Estás empapada. Dime, ¿quieres que siga con los dedos o lo quieres ya?
—¡Métemelo! —gemí, sin reconocer mi propia voz—. Ya no puedo resistirme.
En cuestión de segundos, estábamos en la cama. Él abrió mis piernas con manos expertas y bajó la cabeza. El primer contacto de su lengua me hizo arquear la espalda.
—Estás caliente —dijo, levantando la vista por un instante—. Espera, ya vuelvo.
—¿A dónde vas? —pregunté, confundida.
—Solo por la protección —guiñó un ojo y desapareció por la puerta de mi habitación.
Lo escuché rebuscar en su cuarto y volver en menos de un minuto. Cuando regresó, sus ojos brillaban con una intensidad que me hizo temblar.
—Listo —anunció, y en un movimiento rápido, me penetró con una fuerza que me arrancó un grito.
—¡Oye! —protesté, tocándome el vientre—. ¡No tan fuerte!
—Solo es cuestión de que te adaptes —respondió, colocando mis piernas sobre sus hombros—. Confía en mí.
Y lo hice.
No sé cómo, no sé por qué, pero lo hice. Cada embestida era un latigazo de placer, una mezcla de dolor y éxtasis que me dejaba sin aliento. Mis manos se aferraban a las sábanas, mis gemidos se volvieron más altos, más desesperados. Él no se detuvo. Al contrario, aumentó el ritmo, como si supiera exactamente lo que necesitaba.
—¡Dios…! ¡Tu polla…! —no podía formar frases completas. Las palabras se ahogaban en mi garganta.
—Sé que te gusta grande —dijo, jadeando—. ¿Cuánto mide tu juguete? ¿Doce? ¿Catorce?
—No importa —logré decir, pero mi voz se quebró.
—No, no importa —asintió, con una sonrisa triunfal—. Tus gemidos me lo dicen todo. Amas la mía.
Y era cierto. No había vuelta atrás. La pasión nos envolvió como un torbellino, arrasando con todo a su paso. El sudor resbalaba por nuestros cuerpos, mezclándose con las lágrimas que no sabía si eran de placer o de culpa. Sus manos en mis caderas, mis uñas en su espalda, el sonido de nuestros cuerpos chocando… Todo era perfecto. Todo era prohibido.
—¿Estás cansada? —preguntó, acariciando mi seno con una ternura que me partió el alma.
—Después de cuatro años sin esto… —admití, jadeando—. Es normal que esté agotada.
—Qué lástima —dijo, con una sonrisa pícara—. Pensé que seguiríamos un rato más.
—Nunca dije que había que detenerse —respondí, desafiante.
Sus ojos brillaron con una luz nueva, casi salvaje. Me dio la vuelta con un movimiento rápido y enrolló mi pelo en su mano, tirando de él con justeza. El primer azote en mi trasero me tomó por sorpresa.
—¡Ouch! —exclamé, más por el susto que por el dolor.
—¿Duele? —preguntó, pero no esperó respuesta.
—No —confesé, moviendo las caderas hacia él—. Solo me sorprendiste. No pierdas el tiempo.
—Bien —dijo, y el siguiente azote fue más fuerte—. Espero que resistas.
Y resistí. Resistí cada embestida, cada caricia, cada palabra susurrada al oído. Esa tarde, Marcos —o el hombre en el que se había convertido— me consoló de una manera que ni siquiera yo sabía que necesitaba. Y cuando todo terminó, cuando nuestros cuerpos se separaron y la realidad volvió a colarse entre las rendijas de la puerta, supe una cosa: nada volvería a ser igual.
