4- La casa donde todo olía a fracaso
El autobús me dejó en la misma esquina de siempre, pero esa tarde todo parecía haber cambiado de lugar. Las grietas del pavimento parecían más profundas, las sombras más alargadas, los murmullos de los vecinos más sordos. El sol ya se había escondido tras los bloques grises del vecindario, y una brisa helada me golpeó el rostro como si la ciudad quisiera recordarme que aquí las cosas eran distintas. Que aquí, el deseo no tenía sentido. Que el poder, el dominio, el vértigo, quedaban al otro lado de la línea.
Caminé por la vereda cuarteada con pasos lentos, como quien se dirige a un juicio inapelable. El zumbido lejano de televisores, el ladrido gastado de un perro viejo y el susurro de hojas secas acompañaban mi marcha. Cada paso pesaba más. Cada músculo parecía llevar la memoria de lo que había hecho unas horas antes. Sentía la ropa interior húmeda, las marcas aún frescas en mis muslos, la garganta con sabor a culpa. Sentía a Santoro dentro de mí, como un veneno que no dolía pero que intoxicaba igual. Y por debajo de todo, más allá del remordimiento, se arrastraba el deseo, aún vivo, aún palpitante.
Me detuve frente a la reja oxidada. Ya desde la calle se notaba lo marchito: las plantas secas, la pintura descascarada de la puerta, la bicicleta descompuesta recostada contra la pared como un animal moribundo. La casa estaba a oscuras. Pensé que tal vez había tenido suerte, que él ya estaría dormido. Pero no. Lo conocía demasiado bien. Sabía que me estaba esperando, porque él no dormía cuando yo no estaba. Porque su insomnio era la forma más triste de lealtad.
Empujé la puerta con suavidad. No crujió, pero mi corazón sí. Lo vi ahí, sentado en el sofá como una figura detenida en el tiempo. Miraba una televisión apagada con el control remoto en la mano, como si esperara que algo se encendiera por sí solo. No se había cambiado de ropa. La misma polera gris que alguna vez fue blanca, el mismo buzo vencido en las rodillas. Me miró y sonrió. Una sonrisa honesta, limpia, de esas que antes me derretían. Pero que ahora me helaban los huesos.
—Blanca —dijo con una calidez absurda—. Llegaste tarde.
—Sí —murmuré, con la garganta seca.
Me acerqué con cuidado, como si cada baldosa fuera una mina enterrada. Me sentía sucia. No por el polvo ni por el sudor, sino por dentro. Sucia de decisiones. Sucia de sumisión. Sucia de goce. Tenía aún en la lengua el sabor del hombre que me había follado con una furia que rayaba en lo sagrado.
—¿Cómo te fue en la entrevista?
Su voz tenía esa mezcla de esperanza frágil y cansancio antiguo que me desgarraba en silencio. No podía decirle la verdad. No podía decirle que había sido tomada sobre un escritorio, que me habían ordenado cosas que hice sin dudar. Que gemí. Que me corrí. Que firmé un contrato como quien acepta pertenecerle a alguien. Y que lo volvería a hacer.
—Bien —respondí.
Su rostro se iluminó. Un poco. Como cuando uno encuentra una moneda en la calle y por un segundo se permite creer en la suerte.
—¿Te lo dieron?
Apreté la correa del bolso con ambas manos. Me pesaba como una piedra.
—Sí.
Él dejó escapar una risa corta, quebrada, como de alguien que ha dejado de tener motivos para reír, pero aún conserva el reflejo.
—No sabes cuánto me alivia eso.
Pero sí lo sabía. Lo sabía demasiado bien. Yo era su única carta. Su última esperanza. Él ya no tenía nada. Ni trabajo. Ni fe. Ni fuerza para volver a intentarlo. Y ahora… yo era todo lo que quedaba. Su bastón, su red de seguridad, su salvación.
Se inclinó hacia adelante, con los codos en las rodillas, y por un instante pareció más viejo. Más chico. Como si la vergüenza lo encogiera por dentro.
—No sabes cuánto lo siento, Blanca.
—¿El qué?
—Haberlo arruinado todo.
Ahí estaba. Su penitencia. Su culpa de hombre honesto. Me miró con los ojos húmedos, y por un segundo, vi al hombre del que me enamoré. El que me llevaba sopa caliente a la cama cuando me enfermaba. El que me contaba historias absurdas para hacerme reír. El que me abrazaba como si abrazarme fuera su forma de respirar.
Pero también vi al hombre que se paralizó cuando todo se vino abajo. Que no supo pelear. Que no supo adaptarse. Que eligió la ética por sobre la supervivencia. Que se hundió porque no supo mentir.
—Hiciste lo que pudiste —dije, con una ternura impostada que me salió como un reflejo. Como la voz de una enfermera que sabe que no hay cura.
—No, Blanca. Fallé —murmuró, bajando la cabeza.
Y entonces la dijo.
La frase.
Esa maldita frase que venía repitiendo desde que lo echaron del banco.
Mi mente se nubló y de pronto ya no estaba en esa sala oscura, sino en la cocina de hace un año, iluminada solo por la luz del refrigerador. Él sostenía un sobre doblado muchas veces. Yo pensé que era una multa, una de esas cartas de cobranza que ya eran parte de nuestro mobiliario emocional. Pero no. Era su finiquito. El cierre oficial. Lo habían echado del banco con una frialdad quirúrgica, como quien elimina una pieza defectuosa. Nada de despedida. Ni una carta de recomendación.
—¿Qué pasó? —le pregunté aquella noche.
Él tardó en responder. Bajó la vista. Y cuando habló, lo hizo con esa voz ética que a veces me provocaba ternura y otras, rabia.
—Una operación rara, Blanca. Era lavado de activos. Una inversión encubierta con una empresa fantasma. Me pedían que firmara, pero no podía. Lo denuncié.
—¿Y nadie te respaldó?
—Claro que no. El que lo organizó estaba más arriba. Me aislaron. Y después me echaron.
Lo dijo sin dramatismo. Sin lágrimas. Como si recitara una noticia del diario.
Después de eso, intentó buscar trabajo en otros bancos. Lo vi salir con corbata y sonrisa forzada. Lo vi volver con la cara rota y las manos en los bolsillos. Un día volvió sin siquiera abrir la boca. Solo se quitó los zapatos, se sentó frente al televisor apagado y se quedó ahí hasta que amaneció. Nunca me dijo qué le dijeron en esas entrevistas. Yo lo supe. Estaba en la lista negra. En la de los idealistas. La de los peligrosos. Y los bancos no contratan mártires.
—Pero al menos seguimos juntos. Eso es lo que importa, ¿no?
No.
No importaba.
Porque no estábamos juntos de verdad. No ya. Una parte de mí se había quedado en una oficina de cristal, con las piernas abiertas y los ojos cerrados, gimiendo para un hombre que jamás dejaría que el mundo lo pisoteara.
Pero no le dije nada. Solo le acaricié el cabello. Como a un niño que no entiende su castigo.
—Todo va a estar bien.
Él cerró los ojos y asintió. Se aferró a mis palabras como un náufrago se aferra a una tabla de madera en mar abierto. No podía culparlo. Yo también me aferraba a lo poco que tenía.
—Voy a darme un baño —dije, intentando que mi voz sonara estable.
—No tardes —susurró.
Entré al baño y cerré la puerta tras de mí con lentitud. Ni siquiera encendí la luz. La penumbra era un refugio. Me observé en el espejo, apenas iluminada por la rendija. Ahí estaba: la esposa fiel. La mujer correcta.
Pero cuando me quité la blusa, lo vi.
Las marcas. En mi cuello. En mis caderas. En mis muslos.
Santoro.
El hombre que no pide permiso.
Abrí la ducha y me metí bajo el agua caliente. Me froté con rabia, con urgencia. Como si pudiera arrancarme la piel. Pero él seguía ahí. En mi memoria. En mi cuerpo. En mi deseo. Froté con fuerza hasta que mi piel enrojeció.
Y entonces lo vi. En mi mente.
Santoro.
Su voz. Sus órdenes. Sus dedos. Su maldita sonrisa de lobo.
Y lo peor fue que una parte de mí lo deseaba otra vez.
Me vi al día siguiente, entrando a su oficina, llevando un café caliente en las manos. Cerrando la puerta con llave. Arrodillándome sin que me lo pidiera.
“Servime como ayer.”
Me sentí repulsiva. Y me sentí viva.
El agua siguió cayendo como si pudiera redimirme. Pero no. No hay agua suficiente para eso.
Salí de la ducha. Me sequé el cuerpo con lentitud, temblando. Me miré una vez más al espejo.
No era la misma.
Y no estaba segura de querer volver a serlo.
¿Y si esta soy yo ahora?
¿Y si esto… también es amor?
