Librería
Español
Capítulos
Ajuste

3- El hambre de un hombre poderoso

(POV Adriano Santoro)

El despacho todavía olía a sexo cuando me recosté en la silla de cuero, con la camisa abierta y la piel aún ardiendo por el contacto de Blanca. Ella ya se había ido, pero su aroma seguía ahí, colgando en el aire como una promesa sucia. Dulce. Barato. Desesperado. Ese tipo de perfume que se queda pegado a la piel más allá de la ducha, más allá del deseo. Como la culpa, si uno creyera en esa mierda.

No debía pensar en ella. Yo no pensaba en nadie después de correrme. Esa era la regla. Pero ahí estaba su imagen, temblando sobre mi escritorio, tragándosela entera con la boca bien abierta, sin que yo siquiera se lo pidiera. Una buena chica. Tal vez demasiado buena. Cerré los ojos y maldije a mi memoria. Me recordaba a otra. A la primera que se atrevió a quedarse cuando le di motivos para irse. La única que después me hizo pagar por confiar.

Encendí un cigarro y tomé una calada lenta. El humo llenó mis pulmones, despejando el veneno de los recuerdos, devolviéndome al presente. La oficina volvió a ser mía. Blanca era solo otra historia. Otro archivo en el cajón. Nada más. Porque yo no me enamoraba. No después de lo que me hicieron. No después de haberme arrastrado entre escombros por una promesa de amor que terminó costándome más que cualquier enemigo.

Yo había construido mi imperio con sangre, con amenazas, con alianzas que olían a traición desde la firma. Nunca tuve suerte. Tuve hambre. Y esa hambre me hizo poderoso. El dinero, las mujeres, los contratos, los favores… lo tomaba todo. Lo que quería, lo hacía mío. No pedía permiso. No esperaba. No dudaba. Y sin embargo, ahí estaba. Con el cuerpo satisfecho y el alma todavía vacía.

El teléfono vibró sobre el escritorio. Lo tomé sin mucho ánimo.

—¿Qué? —gruñí, sin mirar quién era.

—La abogada está aquí —dijo Carolina, mi secretaria, con su voz metálica de eficiencia absoluta.

Carolina. Siempre tan puntual, tan precisa. Tan profesional, salvo cuando estaba desnuda y con las piernas temblando sobre ese mismo escritorio.

La primera vez que la tomé fue después de una junta interminable. Ella se quedó hasta tarde archivando papeles, fingiendo que no esperaba nada. Pero lo hacía. Lo noté en su perfume, más dulce de lo habitual, y en la forma en que cruzaba las piernas con lentitud innecesaria.

No tuve que decirle mucho. Solo la miré. Y ella entendió.

Nunca hablamos de eso después. Nunca lo hicimos en voz alta, pero sí otras veces con el cuerpo. Fue eficiente también en eso: se entregaba con silencio y con método. Ni una queja, ni un reproche, ni un drama. Solo jadeos contenidos y ropa interior prolija que yo arrancaba igual.

Después, volvió a su papel de secretaria perfecta. Y así seguimos.

Ahora su voz sonaba igual que siempre. Sin matices. Sin insinuaciones.

Una parte de mí respetaba eso. Otra parte… se aburría.

—Hazla pasar —ordené, con la mirada fija en la puerta.

La presencia de Martina sería otra historia. Otra forma de matar el vacío. Otra mujer que se creía inmune.

Pero todas terminaban cediendo.

Incluso las que sabían que yo era un veneno.

—Hazla pasar —respondí.

No me molesté en abotonarme la camisa. Que me viera así. Si no podía soportar al depredador, no debía entrar en la jaula. Que viera quién estaba a ca

La puerta se abrió y los tacones resonaron sobre la madera como un anuncio de guerra. Martina Larenas. Abogada corporativa. Terca como un demonio con título. Postura recta. Blusa entallada. Labios apretados. El tipo de mujer que se creía demasiado lista para dejarse dominar. Y sin embargo, siempre volvía.

—Señor Santoro —saludó, apenas ocultando el tono ácido mientras barría con la mirada el caos del despacho: mi cuello marcado, mi torso descubierto, la mancha de fluidos en la orilla del escritorio.

—Justo cerraba un trato —le dije, sin disimular la sonrisa.

Ella dejó un dossier sobre la mesa con la delicadeza de quien quisiera estrellarlo. Papel de calidad, tinta cara, datos que a otros les quitarían el sueño.

—Las adquisiciones en Europa del Este están bajo vigilancia. Hay movimientos que podrían parecer sospechosos. El gobierno quiere auditar antes de fin de mes. Si no corregimos el flujo…

Levanté la mano para detenerla. No necesitaba escuchar más.

—La discreción no me hizo rico.

—La prisión tampoco lo hará —replicó.

Su tono era cortante. Lógico. Preocupado. Como si realmente le importara que yo me hundiera. Y tal vez le importaba. No por mí. Por su maldito nombre. Por su firma en los documentos.

Me levanté con calma. Caminé hacia ella y la rodeé despacio. Martina no se movió. Nadie lo hacía al principio. Siempre eran valientes antes de quebrarse.

—¿Por qué sigues aquí, Martina? —le pregunté en voz baja, sin ironía—. ¿Por qué sigues trabajando para un tipo que, según tú, merece estar en la cárcel?

Ella apretó la mandíbula.

—Porque si tú te caes, todo se viene abajo. Tu red… tus filiales, tus socios… tus empleados. Todo.

Negué con la cabeza.

—Sigues porque te excita ver cuánto poder tengo —susurré.

Ella no contestó. Pero su respiración se volvió más densa. Las pupilas se le dilataron apenas. Pequeñas señales. Insignificantes para cualquier otro. Claras como el día para mí.

Me incliné y le hablé al oído.

—No estás aquí solo por tu ética. Estás aquí porque quieres saber cómo se siente rendirte ante alguien que no podés controlar.

Su cuerpo se tensó. Se mantuvo erguida. Pero no se apartó.

Le tomé la muñeca con firmeza y la giré suavemente. Su espalda chocó contra el escritorio. La vi tragar saliva. Estaba decidiendo si se resistía. No lo hizo.

La besé sin aviso. Su boca dudó medio segundo antes de ceder. Yo sentí cuando dejó de pensar. Cuando su lógica de abogada se hizo polvo.

Mis manos descendieron por su blusa, por sus caderas, hasta colarse bajo su falda. La sentí húmeda, desesperada. Dispuesta.

—Estás empapada.

Ella me miró con rabia.

—Cállate.

Me reí. Me encantaba cuando querían fingir que aún tenían el control.

La levanté. La deposité sobre el escritorio y le bajé la ropa interior. Ella abrió la boca para protestar, pero sus gemidos se adelantaron.

La penetré sin ceremonia. Como se hace con quienes merecen ser dominadas.

Se aferró a mí, a la mesa, al aire. Su cuerpo decía “no puedo” mientras su alma gritaba “más”.

La giré sin pausa, la puse en cuatro sobre el escritorio. Su culo en el aire, la espalda arqueada, la voz quebrándose.

—¿Qué tan ético te parece esto, Martina?

Ella no contestó con palabras. Contestó con gemidos.

La tomé con más fuerza, con más ritmo, con más rabia. No por ella. Por lo que ella despertaba.

Por lo que Blanca me había hecho sentir.

Porque, en medio de todo eso, fue su rostro el que se me vino a la mente.

El recuerdo de Blanca, tragándosela con los ojos cerrados y el alma abierta, me jodió más de lo que debía.

Me detuve por un segundo.

—¿Qué pasa? —preguntó Martina, sin aliento.

—Nada —mentí.

Volví a embestirla con rabia, como si eso fuera a borrar el recuerdo.

Cuando estuve a punto de estallar, la tomé del cabello y la obligué a arrodillarse.

Ella obedeció.

La vi abrir la boca y devorarme con una precisión clínica. Como todo lo que hacía.

Gemí sin filtros. Me vine en su garganta y ella no dejó una gota.

Se limpió con la misma dignidad con la que llenaba informes. Se levantó, se acomodó la ropa y me miró con los ojos brillantes.

—Esto no cambia nada —dijo.

—Claro que no —respondí.

La vi salir sin volver la vista.

Pero no encendí otro cigarro.

No me serví un whisky.

Me quedé ahí, con la polla flácida y la mente llena de una mujer que no tenía nombre en mis planes.

Blanca.

Y eso… eso me jodía más de lo que estaba dispuesto a admitir.

Descarga la aplicación ahora para recibir recompensas
Escanea el código QR para descargar la aplicación Hinovel.