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Sumisa perfecta

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Rodion Chijack
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Sinopsis

Blanca necesitaba un trabajo. Adriano Santoro, en cambio, buscaba una sumisa. Ella fue a esa entrevista con cuentas que no podían esperar, una madre enferma y un esposo que aún creía en ella. Pero se rindió desde el primer momento. No con palabras. Con el cuerpo. Y Santoro lo supo. No pidió permiso. Solo tomó lo que ya era suyo. Blanca pensó que sería solo una vez. Pero hay contratos que no se firman con tinta. Se firman con obediencia. Mientras su esposo se rompe por amor, ella se rompe por deseo. Y Adriano, que nunca se enamora, empieza a sentir que su control no es tan absoluto cuando una mujer humilde le deja el alma impregnada en el aire. En este juego no solo se humilla el cuerpo. También se arriesga el corazón.

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1- La entrevista

Cada segundo que pasaba en ese despacho, mi cabeza no dejaba de hacer cálculos. Números rojos que flotaban frente a mis ojos como una sentencia que no podía ignorar.

El dinero. Las cuentas médicas. La deuda con el banco.

Necesitaba este trabajo. Necesitaba este maldito trabajo más que nada en el mundo.

Me había maquillado intentando disimular mi desesperación. Mi mejor falda, elegante aunque vieja, era una mentira que esperaba que nadie notara. Y ahora estaba ahí, sentada frente a Adriano Santoro, un hombre tan poderoso que cada fibra de mi cuerpo temblaba con solo mirarlo.

Desde que entré, su presencia me aplastó.

Frío. Controlador.

Era el tipo de hombre que no necesitaba levantar la voz para que todos lo escucharan, para imponer respeto.

Las preguntas que me hizo fueron rápidas y superficiales: mi experiencia laboral, mis habilidades administrativas. Traté de sonar segura, profesional, convincente. Pero sabía que mi currículum no bastaba para trabajar en un lugar como este.

De pronto, todo cambió.

Adriano cerró la carpeta lentamente, con un gesto tan calculado que sentí que el corazón se me detuvo.

—No te contraté para llevar mi agenda, Blanca.

Mi estómago se encogió.

—¿Cómo dice…?

Se puso de pie con calma, con una autoridad que me dejó clavada a la silla.

— La verdad es que te contraté porque me miras como si quisieras saber cómo se siente arrodillarte frente a mí.

Una descarga eléctrica recorrió mi columna vertebral tras oír aquello.

Mi primer impulso fue negar, ofenderme, salir corriendo de ese despacho y olvidar esa locura. Sin embargo mi boca se abrió y ningún sonido salió de mis labios. Porque estaba diciendo la verdad. Y eso era lo peor de todo.

No tenía idea de cómo responder. Sabía que debía tomar mi bolso, levantarme, huir de ahí antes de que esta situación fuera demasiado lejos.

Pero no me moví. Mi cuerpo se negaba a obedecerme.

Y entonces, la culpa me golpeó como una bofetada repentina.

Mi marido. Su rostro derrotado, sus manos temblorosas contando las últimas monedas del mes. La manera en que me miró esa mañana con esperanza, diciéndome que todo iba a mejorar si conseguía este trabajo.

¿Y qué estaba haciendo yo? De rodillas, por dentro. A punto de venderme sin abrir la boca.

No era solo el sexo lo que me asustaba.

Era el hecho de que por dentro yo ya había dicho que sí.

¿Cómo podía desear esto? ¿Cómo podía excitarme un hombre que me hablaba así, cuando tenía en casa a alguien que me seguía tratando con ternura, a pesar de estar hecho pedazos?

Mi respiración se volvió errática. La vergüenza y el deseo se mezclaban dentro de mí como veneno caliente. No era solo infidelidad. Era traición emocional.

Pero aun así, con toda esa mi3rda en el pecho lo deseaba.

Adriano dio un paso hacia mí, su sonrisa era la de un cazador que acababa de atrapar a su presa.

—Levántate.

Mis piernas temblaron cuando me puse de pie. Mi respiración se volvió irregular, errática, como si estuviera al borde de un ataque de pánico.

—Levanta la falda.

Mi piel se erizó. Sentí frío, sentí miedo, pero también sentí otra cosa. Algo oscuro y ardiente que no debía estar ahí.

—¿Qué?

—Si no te gusta, puedes irte. Nadie te obliga a quedarte.

Miré hacia la puerta. Si me iba, volvía a la vida que tanto odiaba. Volvía a las deudas, a las llamadas constantes del banco, a la imposibilidad de pagar la morfina que mantenía viva a mi madre.

Respiré profundo, tratando de calmar mi pulso. Y entonces, lentamente, con las manos temblorosas, subí la falda.

El brillo oscuro en los ojos de Adriano me confirmó que acababa de cruzar un límite que no tenía vuelta atrás.

—Buena chica —susurró.

El elogio se sintió vergonzosamente bien.

Antes de que pudiera decir algo más, Adriano se acercó hasta invadir todo mi espacio. Su aroma caro y masculino me envolvió, intoxicándome.

—Dime que me deseas.

La humillación quemaba mi garganta, pero peor era la otra sensación: la de necesitarlo desesperadamente.

—Dime que me deseas.

La humillación me quemó por dentro. Pero no era lo peor. El problema era que sí lo deseaba. Con una urgencia sucia, desesperada, enferma.

¿Cómo podía excitarme tanto alguien que me hablaba así? ¿Cómo podía sentir este calor en el cuerpo mientras pensaba en mi esposo?

Entonces como que recordé ese momento absurdo en el que intentó regalarme una taza de té en una mañana helada, cuando no teníamos ni para pagar el gas.

Había hervido agua en la pava vieja, usando velas y un mechero improvisado.

Sirvió el té con las manos temblando del frío. Me sonrió.

—Al menos lo endulcé con miel —dijo, con esa ternura rota de quien sabe que ya no tiene nada que ofrecer, salvo su cariño.

Yo lo abracé aquella vez. Sentí su vergüenza mezclada con orgullo. Su amor mezclado con la derrota. Y lo amé en ese momento. Lo amé aunque me doliera.

Y ahora estaba ahí, de rodillas por dentro, con el deseo metido en la garganta como una culpa ardiente.

No lo amaba a Santoro. No aún. Tal vez nunca, pero lo necesitaba.

Lo necesitaba como quien se arroja por un acantilado porque ya no puede caminar más.

—Te deseo —respondí, con un susurro.

Y me odié un poco al decirlo, pero también me sentí más viva que en mucho tiempo.

Entonces me besó.

Nada en su manera de besarme fue suave o dulce. Tomó posesión inmediata de mi boca con una fuerza hambrienta que me dejó sin aliento. Su lengua exigía la mía, sus manos se apoderaron de mis caderas con una confianza que borró cualquier resistencia que me quedara.

Me derretí en sus brazos como una idiota. Como si siempre hubiera sido suya.

Mi espalda chocó contra el escritorio. Antes de poder procesar lo que sucedía, Adriano retrocedió apenas lo suficiente para abrir su cinturón y cuando vi su erección liberarse el tiempo se detuvo.

No era solo grande. Era hermosa, intimidante, irresistible.

Quería correr. Quería probarla.

Mi humanidad cedió antes de decidirlo. Me encontré arrodillada frente a él sin que me lo pidiera.

Adriano arqueó una ceja, satisfecho.

—Buena iniciativa —dijo, acariciándome el cabello como a una mascota obediente—. Me gusta eso en una mujer. La sumisa perfecta.

El elogio se alojó profundamente en mí, incendiando algo prohibido y excitante. No debería disfrutar esto. No debería estar tan ansiosa por complacerlo.

Pero no esperé a recibir otra orden. Mis dedos rodearon la base de su dureza, mi boca se abrió y me la tragué con decisión.

Adriano dejó escapar un gruñido ronco, profundamente masculino.

Sus manos se cerraron sobre mi cabeza, guiándome, dominándome aún más. Me encantaba tenerlo en mi boca, sentir el calor de su piel, la dureza contra mi lengua. Me encantaba saber que era capaz de hacerlo gemir, de hacerlo perder el control.

—Eso es… —murmuró con voz rasposa, moviendo sus caderas lentamente contra mí—. Sabes exactamente lo que estás haciendo, ¿verdad?

Gemí con él en mi boca, humillada y excitada al mismo tiempo.

Mi lengua se deslizó por su punta, mis labios lo apretaban, mis manos acompañaban el ritmo. Por un instante me sentí poderosa, aunque estaba de rodillas. Esto lo podía controlar. Esto era mío.

Pero entonces él tomó el control de nuevo.

Sus manos se hundieron en mi cabello, guiando su erección aún más adentro, hasta que mi garganta se tensó por el esfuerzo. Sentí las lágrimas arder en mis ojos mientras me obligaba a mantener su mirada dominante.

La sumisa perfecta.

Mi sexo se tensó dolorosamente con ese pensamiento.

Me estaba volviendo loca.

Adriano se separó bruscamente, sujetándome por el mentón para levantar mi rostro hacia él. Su dureza rozó mi mejilla, marcando aún más su territorio.

—Dime, Blanca… —susurró, con esa sonrisa peligrosa y seductora—. ¿Vas a firmar el contrato o prefieres que te convenza de otra forma?

Quise responder inmediatamente, pero mi voz no salía. Lo miré a los ojos y entendí que no era él quien me asustaba. Era yo misma, la mujer en la que me había convertido en solo minutos.

La verdadera pregunta era otra: ¿Podría dejar de desearlo, incluso después de firmar?

—Convénzame de otra forma —dije finalmente, con la voz quebrada de deseo y desesperación.

Su sonrisa oscura confirmó que él ya lo sabía.