5- La sumisa perfecta
Era mi primer día en la oficina.
Había llegado a las 8:30 en punto, como cualquier empleada nueva, con una carpeta en la mano, la espalda recta y esa mezcla de nerviosismo y expectativa que acompaña a todo inicio. Me habían dicho que él llegaba más tarde, que no hacía falta que me presentara enseguida, que me acomodara, que esperara instrucciones.
Pero no llegó ningún correo. Ninguna orden. Solo una caja.
La encontró una asistente, encima de mi escritorio. No decía remitente, pero llevaba mi nombre, escrito con una caligrafía pulcra. Dentro, una muda de ropa interior —negra, delicada, visiblemente cara— y una nota que decía:
“Despacho 5, a las 10:30. Usa esto.”
Me reí nerviosa. Pensé que era una broma de mal gusto. Pero nadie más pareció notarla. Y cuando quise preguntar… sentí que no debía.
A las 10:20 fui al baño. A las 10:25 me miré al espejo. A las 10:30 entré al despacho, cerré la puerta y me arrodillé.
No sabía por qué lo hacía. Solo sabía que lo deseaba.
Escuché sus pasos antes de verlo.
No eran pasos apurados, ni siquiera seguros. Eran tranquilos. Domésticos. Como si ese pasillo fuera su casa y yo, una decoración más de su propiedad. Me mantuve arrodillada, con la espalda recta y las rodillas clavadas en la alfombra. El sudor me recorría la espalda baja y sentía la humedad entre los muslos como un recordatorio de lo que estaba haciendo. De lo que ya no podía deshacer.
Santoro no dijo una palabra al entrar. Cerró la puerta con la calma de quien sabe que nadie lo interrumpirá.
No lo miré.
No necesitaba verlo para saber que estaba ahí. Pude olerlo.
Su perfume, esa mezcla sutil entre lo caro y lo masculino, llenó la habitación como un acto de ocupación. Lo sentí moverse a mi alrededor. Caminaba lento, girando a mi alrededor como un cazador que examina su presa antes del siguiente mordisco. Pasó detrás de mí, tan cerca que mi piel se tensó esperando el contacto.
Y llegó.
Su mano rozó apenas la nuca, como una advertencia. Luego, con un dedo, levantó mi barbilla. Me obligó a mirarlo. Yo obedecí.
Estaba impecable. Traje oscuro, corbata aflojada, el rostro tan sereno como impenetrable. Me observó como si fuera un objeto nuevo que aún no decidía si conservar o desechar.
—Sabía que vendrías —susurró, con una sonrisa apenas dibujada—. Algunas mujeres solo necesitan que alguien les muestre su lugar.
Sus palabras me atravesaron como un puñal envuelto en terciopelo.
No respondí. No porque no tuviera nada que decir, sino porque entendí que eso también era parte de la dinámica. Mi silencio era mi aceptación.
—Ponte de pie —ordenó.
Me levanté despacio. Él se acercó. Su mirada bajó por mi cuerpo como una caricia lejana. Se detuvo en mis pechos. Ajustó el encaje del sostén con una precisión que me hizo contener el aliento. Luego giró mi cuerpo con una presión leve sobre mi hombro.
—Gira.
Lo hice.
Me alisó la falda con ambas manos, como quien prepara una ofrenda. No había ternura. Solo control. Después me tomó del brazo y me llevó frente a un espejo de cuerpo completo que estaba cubierto hasta entonces por una cortina negra. Corrió la tela sin decir nada.
—Mírate —ordenó.
Y lo hice.
Ahí estaba yo. Con la lencería negra que él había elegido. Con los labios entreabiertos. Con los ojos húmedos. Con el alma temblando.
—¿Te reconoces?
Mi garganta estaba seca. No sabía si sentía vergüenza o poder. Si eso que reflejaba el espejo era la versión más rota de mí o la más honesta.
—No —respondí al fin. La palabra se quebró en mi boca.
Santoro sonrió. Pero no con burla. Con certeza.
—Arrodíllate otra vez.
Mis piernas obedecieron antes de que mi mente reaccionara. Me acomodé frente a él, las manos sobre los muslos, la mirada baja. El corazón era un tambor que no dejaba de aporrear mi pecho.
—Desabróchame el cinturón.
Mis dedos temblaban cuando se lo desabroché. No me apuró. No me ayudó. Solo me observó mientras lo hacía, como si cada segundo que tardaba fuera parte de una prueba invisible.
Cuando por fin lo solté, no me penetró de inmediato. Se quedó de pie. Me hizo esperar.
—Desnúdate lentamente —dijo, sin emoción.
Me quité el sujetador. Luego la falda. Finalmente quedé de rodillas, solo con las bragas. Mi piel se erizaba. No por el frío, sino por la espera.
—¿Le diste un beso antes de salir?
Mi estómago se contrajo. Lo miré, confundida.
—¿A tu esposo? —aclaró, con la voz afilada—. ¿Le diste un beso en la frente antes de salir? ¿O solo pensabas en esto?
No supe qué decir. Porque no recordaba si lo había besado. Ni siquiera si me había despedido. Solo recordaba la sensación de estar deseando otra cosa. Otro lugar. Otro hombre.
Me incliné hacia adelante, como pidiendo permiso para seguir, para no responder. Para no enfrentar la culpa que me latía en el vientre.
Entonces él se agachó y me levantó el rostro con los dedos. Ya no sonreía.
—Dime una cosa, Blanca… —dijo, en voz baja, casi con suavidad—. ¿Hace cuánto que tu marido no consigue trabajo?
Un escalofrío me recorrió la columna. Abrí la boca, pero no salió nada.
Santoro no esperó respuesta.
—¿Sabes qué es lo más curioso? —continuó, con ese tono que parecía acariciar y golpear al mismo tiempo—. Justo el tipo al que denunció… el que casi lo arruina todo en el banco… ese hombre...
Hizo una pausa y se inclinó más y me susurró al oído:
—Ese hombre… soy yo.
El silencio fue absoluto. Una bomba sin ruido. Una herida sin sangre.
Me quedé ahí. De rodillas. Medio desnuda. Sintiendo cómo el mundo cambiaba otra vez de forma.
El despacho giraba a mi alrededor. Sentí que me hundía, pero no sabía si era en la vergüenza o en el deseo. Si debía huir o quedarme. Si tenía que odiarlo o agradecerle por destruir todo lo que creía ser.
Santoro me miró, ya no como a una sumisa, sino como a la mujer del hombre que alguna vez intentó joderlo.
—¿Y ahora? —preguntó—. ¿Qué vas a hacer, Blanca?
No supe responder. No porque no tuviera palabras, sino porque, en ese momento, no sabía quién era.
