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2- La convicción de una sumisa

Mis cartas ya había decidido jugarlas.

—Convénceme de otra forma.

Mis palabras apenas fueron un susurro pero Adriano Santoro las escuchó perfectamente.

Su sonrisa se ensanchó. Peligrosa. Conquistadora.

—Buena chica.

Iba a tomarme. Lo supe en el momento en que su mano volvió a mi cabello, en que su dureza rozó mi lengua con una intensidad que me hizo estremecer.

Pero entonces el sonido abrupto del teléfono interrumpió la escena.

Yo esperé. Pensé que se molestaría, que lo ignoraría. Pero no.

Con una calma absoluta levantó la llamada.

—Santoro.

Mi garganta se cerró. Su voz había cambiado. Ya no era el hombre que me estaba poseyendo, sino el magnate, el CEO, el depredador al mando de un imperio.

Yo podía haber esperado. Podía haberme detenido.

Pero no lo hice.

Mi boca volvió a su dureza. Mi lengua recorrió la gruesa vena que la atravesaba. Era hermosa. Era monstruosa.

—No me interesa cómo lo hagas —escuché decir a Adriano mientras yo lo devoraba con más ganas—. Si no tienes los números mañana, tú y tu familia dejarán de ser un problema.

Mis labios se apretaron más fuerte.

Sabía que no debía excitarme con lo que oía, con el poder contenido en su voz. Pero no podía evitarlo.

Yo estaba de rodillas, pero él era el único que podía destruir a las personas con una simple llamada.

Y aún así era yo la que lo estaba haciendo gemir.

—¿Me estás escuchando? —preguntó al teléfono, con un tono que solo podía describirse como letal.

Yo también lo escuchaba y me hundí más profundo.

Mi lengua trabajó con precisión, mi garganta se abrió para recibirlo hasta el fondo. Santoro gruñó apenas, cerrando los ojos por un segundo antes de recuperar el control.

—Hazlo rápido —ordenó con frialdad—. O haré que te arrepientas de no haberlo hecho.

Hubo un silencio breve. Un murmullo nervioso del otro lado del auricular, como si quien hablaba estuviera temblando.

—No, no me interesa si tu hija está enferma —continuó Santoro, como si hablase del clima—. Si no transfieres esa suma antes de las siete, voy a enviarte una copia del contrato alterado y un informe a la junta directiva. Te van a despedir antes del almuerzo, y después, créeme… nadie volverá a contratarte.

Mi mano se deslizó por la base de su erección, sincronizando los movimientos con mi boca. Era adictiva. Era mía. Por un momento sentí que yo también controlaba algo.

—Ya lo sabes —dijo él—. Conozco tus cuentas. Conozco a tus amantes. Incluso conozco a tu cuñado. ¿Quieres que tu mujer también lo sepa?

Mi corazón latía como loco. No por miedo. Por otra cosa, por lo intoxicante que era sentirlo hablar así, con ese dominio frío, implacable. Mientras lo tenía en mi boca. Mientras lo hacía gemir.

Mientras me dejaba arder.

Y de fondo de mi mente aparecía el recuerdo de mi esposo, en bata, de madrugada, pidiéndome disculpas por no haber podido pagar el gas aquel mes. Me llevó un té arreglado con miel, como si eso pudiera endulzar también la miseria.

Y ahora yo estaba ahí, tragando a un hombre que amenazaba a otros con arruinarles la vida.

Dios. Qué clase de mujer soy.

Pero no paré.

Porque ese hombre era fuego. Era poder crudo. Era el tipo de hombre que jamás pedía permiso.

—Hazlo rápido —repitió, esta vez con los dientes apretados—. O haré que te arrepientas de no haberlo hecho.

Y entonces colgó.

Y cuando colgó, ya no hubo más distracciones.

Me sujetó del cabello con más firmeza y me forzó a tragarlo todo. Me quemaba la garganta pero no me importaba. Quería eso. Lo quería con más fuerza de la que jamás había querido algo en mi vida.

—Eres perfecta —gruñó, inclinándose para mirarme desde arriba—. La sumisa perfecta.

Y entonces me levantó.

Me quitó el vestido con una facilidad insultante. El sujetador desapareció segundos después.

Me quedé solo con mis bragas.

—Voy a hacerte completamente mía.

Y lo hizo.

Sus dedos exploraron entre mis piernas descubriendo la humedad que lo esperaba.

—Dios, Blanca… —murmuró, rozando mi punto más sensible con una precisión que me hizo jadear—. Estás hecha para ser poseída.

No hubo más juegos. No más pausas. En un solo movimiento me empaló con su dureza y mi mente explotó producto del placer, del dolor, de la invasión absoluta.

Abrí la boca para gritar pero sus labios devoraron los míos, silenciándome automáticamente.

Mi espalda chocó contra el escritorio con cada embestida y la realidad intentó filtrarse en mi mente.

Las deudas. Mi madre. Mi vida antes de esto.

Pero Santoro no me dejó pensar.

Me follaba con violencia, sin darme tregua, como si quisiera borrar cada pensamiento ajeno a él.

Mis uñas se clavaron en su espalda. Lo deseaba más de lo que jamás había deseado a nadie.

—Sigue gimiendo así y no voy a poder detenerme —gruñó, enterrándose aún más profundo.

Yo no quería que se detuviera.

—Adriano…

Pero no terminé la frase porque él me giró sin previo aviso.

En ese entonces estaba sobre el escritorio con las manos apoyadas en la madera y la retaguardia expuesta para él.

Y cuando volvió a embestirme creí que me iba a partir en dos.

—No puede ser… —mi voz se rompió en jadeos desesperados—. No puede ser, Adriano…

Sus manos sujetaron mi cintura con fuerza. Me estaba follando como si le perteneciera y tal vez ya lo hacía.

Era un caos.

El placer brutal. La humillación deliciosa. El hecho de que mi mente seguía pensando en la maldita deuda incluso mientras él me embestía sin piedad.

Yo no podía estar ahí pero no quería estar en ningún otro lugar.

Mi cuerpo se tensó sin aviso. El orgasmo me golpeó con una fuerza devastadora.

Pero él no paró.

—Dime, Blanca… —su voz era grave, peligrosa—. ¿Deseas con todas tus fuerzas que el contrato sea tuyo?

Mi cabeza era un torbellino. Pero la respuesta era clara.

—Sí.

Santoro sonrió. Oscuro. Ganador.

Sin dejar de mirar mis ojos, volvió a embestirme fuerte, profundo. Como si mi afirmativa hubiera sido una firma invisible.

Su mano descendió hasta mi nuca, empujándome contra el escritorio mientras me seguía taladrando desde atrás.

Mis mejillas contra la madera fría y mis bragas ya a medio camino por los muslos mientras mis manos buscaban desesperadamente algo a lo que aferrarse mientras todo mi cuerpo se estremecía con cada embestida.

Me abría como si no tuviera otra función y yo me arqueaba como si solo hubiera nacido para eso.

—Eres mía —gruñó, con la boca cerca de mi oído—. Este cuerpo es mío desde ahora.

Sus palabras me perforaban tanto como su cuerpo. Mi sexo aún palpitaba por el orgasmo anterior pero él seguía implacable, haciendo que mi piel sudara y mi mente se deshiciera.

Entonces lo imaginé.

Yo entrando a esa oficina cada mañana con mi ropa ajustada, con sus ojos devorándome desde su sillón de cuero, con su voz fría dándome órdenes que no siempre serían laborales.

“Tráeme café.” “Arrodíllate.” “Cierra la puerta con llave.”

Sentí que me corría de nuevo, sin control, mientras imaginaba todo lo que estaba dispuesta a hacer por mantener ese contrato.

—Adriano… —jadeé, temblando—. No… no puedo más…

—Claro que puedes —susurró, sin aflojar el ritmo—. Porque vas a trabajar duro para mí.

Otra embestida más profunda, más certera.

—Vas a obedecer cada palabra —continuó, apretando mi cintura—. Vas a venir a esta oficina y vas a dejar el orgullo en la puerta.

Sentí su mano subir por mi espalda, abrirme más, sostenerme como si yo fuera suya desde siempre.

—¿Eso es lo que quieres? —me preguntó—. ¿Servirme como lo estás haciendo ahora?

—Sí… —jadeé—. Sí…

Mi cuerpo se arqueó, mi voz se quebró.

Estaba hecha y rota y reconstruida a su medida.

Me sentía usada y adorada.

Sucia y necesaria.

Y mientras su aliento se hacía más pesado y su ritmo más errático, solo podía pensar en lo mismo:

Voy a volver aquí mañana. Y pasado. Y todos los días, y voy a dejar que me folle encima de este mismo escritorio, o en el sillón, o contra la pared.

Y voy a hacerlo con gusto.

Porque Santoro no era un jefe, era una condena que yo misma había firmado.

Entonces me tomó del cabello y me obligó a bajar. Yo ya sabía lo que venía y lo estaba esperando.

Me arrodillé. Abrí la boca.

Su sabor invadió mis labios, mi lengua, mi garganta. Lo acepté todo.

Cuando terminé de tragar, levanté la mirada.

Santoro se veía satisfecho. Pleno.

Yo, en cambio estaba completamente perdida y él se giró sin más y fue al baño.

Aproveché el momento para recoger mi vestido del suelo y vestirme lo más rápido posible. Mi mente intentaba encontrar algo de lógica en lo que acababa de hacer.

Cuando regresó, aún con el torso desnudo y el cabello ligeramente revuelto, se apoyó contra el marco de la puerta.

—Mañana. Ocho en punto.

Tragué saliva.

—¿Qué?

Él sonrió.

—Tu contrato estará listo para firmarse en la planta baja. No llegues tarde.

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