4- El castigo sobre la lengua
No era solo el calor lo que me tenía así. Claro, hacía calor, y mucho. De ese tipo pegajoso, que no se va ni aunque te duches tres veces al día. Pero lo que me asfixiaba no venía del clima. Era otra cosa. Una especie de peso en el pecho, una incomodidad que iba más allá del sudor o del verano. Me sentía atrapada. Encerrada en mi propia piel.
Me metí en la habitación apenas terminé de almorzar. Cerré la puerta con más fuerza de la necesaria y bajé la persiana para que la luz no entrara a gritarme en la cara. Me quité la polera. Me solté el sostén. Me quedé en bombacha, tirada sobre las sábanas tibias, mirando el techo como si ahí pudiera encontrar una excusa para no pensar. Pero era imposible. Lo pensaba todo el tiempo. Desde esa mañana, no había un solo momento en que su imagen no se metiera en mi cabeza con la misma facilidad con la que había entrado en mi cuerpo.
Quería sacarlo de ahí. Juro que lo intenté. Busqué distraerme. Agarré el celular, revisé redes, me obligué a ver historias de otras personas que fingían ser felices en sus vidas ajenas. Después abrí un libro, uno que tenía abandonado, pero no pude pasar de la tercera página. No importaba lo que hiciera. Todo terminaba llevándome al mismo lugar: su voz, su olor, su boca, sus manos. Él. Miguel.
No sabía si lo había hecho a propósito, pero desde que pasó lo que pasó, él no había dicho ni una sola palabra. Ni una mirada, ni un gesto. Como si no hubiera ocurrido nada. Como si yo no hubiera estado de rodillas esa mañana, entregándole todo. Y eso, de alguna forma, me dolía más que si me hubiera insultado. Me sentía descartada. Y no estaba acostumbrada a eso. No sabía cómo lidiar con la indiferencia. Mucho menos cuando venía después del deseo.
Me giré sobre la cama, de costado, abrazando la almohada como si pudiera esconderme ahí. El ventilador giraba con pereza, empujando un aire tibio que no aliviaba nada. Me sudaban los muslos. Tenía pegados los cabellos al cuello. Y, aun así, sentía frío por dentro. Un frío raro, como de vacío, como de hambre que no se calma con comida.
Entonces, cerré los ojos.
Y lo volví a ver.
Su cara. Su forma de moverse. Su sexo entre mis labios. Todo. Otra vez, como una película que no podía dejar de repetirse.
Y supe que estaba perdida.
Intenté resistirme. De verdad lo hice. Me dije que era solo una calentura, una forma rara de venganza contra mí misma. Me repetí que no era tan grave, que todo podía olvidarse si dejaba de pensarlo, si lograba no buscarlo más con la cabeza ni con el cuerpo. Pero todo era mentira. El pensamiento volvía solo, sin pedir permiso. Miguel se metía en mi mente como si fuera suya. Ya no necesitaba estar presente para dominarme.
Quise volver al libro. Me obligué a leer en voz baja, como si eso pudiera alejarme. Pero cada línea me llevaba a lo mismo: imaginaba su voz pronunciando mis frases, su aliento en mi cuello mientras me leía encima, desnudo, pesado, tibio. Las letras se borraban y lo único que veía era su sombra apoyada en el marco de la puerta, observándome. Y esa imagen era más fuerte que cualquier voluntad.
Me pasaba algo horrible y hermoso al mismo tiempo. Una mezcla de bronca y deseo. Bronca porque no podía sacarlo de mi cabeza. Bronca porque él actuaba como si yo no existiera. Y deseo… porque esa indiferencia me excitaba más de lo que podía soportar.
Me llevé la mano al pecho. Los pezones estaban duros. No había contacto, solo pensamiento. Y aun así, el cuerpo reaccionaba. Cerré las piernas, como si pudiera contener el calor que empezaba a crecerme entre los muslos. Apoyé la mano ahí, por encima de la tela, apenas rozando. Me asusté de lo húmeda que estaba. No me había dado cuenta hasta entonces. Me había estado mojando solo con pensar en él.
Intenté detenerme. Me dije que era ridículo. Que estaba sola, que era absurdo seguir alimentando algo que él no quería. Pero no pude. Era como si el cuerpo se moviera por cuenta propia. Como si ya no me obedeciera a mí.
El deseo se volvió una forma de tristeza. Una forma de rogar, en silencio, que volviera a mirarme como esa primera vez. Como si todo dependiera de eso. De sus ojos sobre mí. De su voluntad. Y empecé a entender que ya no me pertenecía por completo. Algo dentro mío… se le había entregado sin condiciones.
Y lo peor era que, en lugar de detenerme, lo acepté.
No sé en qué momento dejé de pensar y empecé a hacer. Solo recuerdo el calor. El calor entre las piernas, en el pecho, en la nuca. Un calor que no tenía que ver con la temperatura de la habitación, sino con algo más profundo. Como si el deseo fuera fiebre. Como si el cuerpo ardiera por dentro, suplicando por una mano que ya no estaba.
Me bajé la bombacha hasta las rodillas. Me recosté boca arriba y abrí las piernas con torpeza, como quien no quiere asumir lo que está a punto de hacer. Pero no era la primera vez que me tocaba. Lo sabía hacer. Lo había hecho mil veces. Solo que ahora era distinto. No lo hacía por mí. Lo hacía para él. Aunque él no estuviera.
Me toqué con rabia. No quería ternura. Quería sacarlo de adentro. Expulsarlo del pensamiento a fuerza de gemidos ahogados. Froté con fuerza, apretando los dientes, con la mano izquierda aferrada a la almohada. Sentía cómo me humedecía, cómo la piel se volvía más sensible, más urgente, más viva. Y no era yo la que se movía. Era él. Era su voz. Su respiración. Su orden. “No te detengas”, me decía en mi cabeza, aunque aún no lo había dicho.
Imaginé que entraba por la puerta en ese momento. Que me sorprendía así. Abierta. Vulnerable. Tocándome como una puta. No decía nada. Solo me miraba. Se quedaba de pie, con los brazos cruzados, como si evaluara cada movimiento de mi mano. Y eso me hacía venirme más rápido. La idea de ser observada. De ser castigada con la vista. De no ser interrumpida, pero tampoco socorrida.
Estaba al borde. Sentía los músculos tensarse, las piernas temblar, la espalda arquearse. Me mordía los labios. Me faltaba el aire. El orgasmo subía como un golpe de calor. Era inminente.
Y entonces, lo escuché.
Un sonido mínimo.
La madera crujiendo.
La puerta moviéndose.
Abrí los ojos.
Y ahí estaba.
Él.
Miguel.
Apoyado en el marco, mirándome.
No supe si gritar o taparme. Me quedé congelada, con los dedos aún donde no debían estar, el corazón a punto de estallar, la respiración rota.
Había pasado el límite.
Y ya no sabía si me dolía más que él me hubiese visto o que no dijera nada.
Ahí estaba.
Apoyado en el marco de la puerta, con esa postura que parecía casual pero no lo era. Miguel tenía los brazos cruzados, el rostro neutral, la respiración apenas marcada por el movimiento del pecho. Me miraba sin expresión, sin apuro. Como si hubiera estado ahí desde siempre. Como si fuera normal encontrarme así: abierta, desnuda, con los dedos entre las piernas y la cara ardida de vergüenza.
Quise moverme, cubrirme con la sábana, bajar las piernas, hacer algo. Pero no pude. Era como si su mirada me atara a la cama. Como si sus ojos pesaran más que mi cuerpo entero. Me mordí el labio. Sentí que las lágrimas querían subir, pero no era tristeza. Era humillación. Era deseo. Era miedo también, pero de ese que no paraliza sino que excita.
—Yo… —intenté decir algo, pero no terminé la frase.
Miguel dio un paso dentro. Cerró la puerta con una lentitud que me heló la sangre. Se acercó unos pasos, sin hablar. Se detuvo al lado de la silla del escritorio y se sentó. Se acomodó con calma, como si viniera a ver una película que ya conocía.
—No te detengas —dijo al fin, con esa voz suya, baja, seca, sin adornos.
Me tragué el nudo que tenía en la garganta. No entendía si me lo decía como orden, como burla, o como castigo. Pero me obedecí.
Volví a tocarme.
Despacio. Temblando. Sabía que me miraba. Sentía sus ojos fijos en mi centro, donde mis dedos se deslizaban con torpeza. Cerré los ojos, pero su presencia seguía ahí, clavada en el pecho como una aguja. Estaba caliente. Me ardía la piel. El cuerpo no me respondía como quería: me movía más lento, más sucia, más entregada.
Cuando volví a abrir los ojos, lo vi.
Miguel tenía la mano entre las piernas. No se tocaba con violencia ni con desesperación. Lo hacía con ritmo, con dominio, con esa forma suya de no ceder ni un milímetro. Tenía el pantalón desabrochado, apenas bajado. Su erección era evidente, pesada, perfecta. Se masturbaba como si fuera lo más natural del mundo. Como si no hubiera nada sucio en eso.
Me miraba. Lo hacía solo por mí. No necesitaba placer. Solo demostrarme que él también podía jugar este juego sin perder el control. Que podía mirarme así, humillada, expuesta, y aún ser el que dictaba las reglas.
Y eso me mataba.
Me corrí. Con fuerza. Con rabia. Con los ojos clavados en los suyos.
Pero no fue liberador. Fue devastador.
Porque mientras yo me sacudía y jadeaba, él seguía igual. Imperturbable. Inmóvil. Su respiración apenas se alteraba. Su mano se movía sin apuro. Como si supiera que podía terminar en cualquier momento pero no quería.
Me quedé sin aire. Había acabado, pero no me sentía liberada. Todo lo contrario. Estaba más atrapada que nunca. Más desnuda que si estuviera de pie frente a una multitud. Y él… él seguía ahí. Sentado. Viéndome. Con su mano moviéndose lentamente sobre su sexo, como si no tuviera ninguna prisa por terminar.
No hablaba.
Solo respiraba hondo.
Cada tanto, se relamía los labios.
Me ardían los ojos. El pecho me dolía. Sentía que algo se había roto adentro, pero no sabía qué. Y entonces, él habló. Por fin.
—¿Así es como te tocás pensando en mí? —preguntó, como si le molestara mi técnica, no el acto en sí.
Bajé la mirada, avergonzada. No supe qué responder. Me apreté las piernas con fuerza, queriendo desaparecer. Pero él insistió.
—Te apurás mucho —dijo—. No sabés disfrutarlo.
Quise decirle que sí, que había disfrutado. Que me había corrido como nunca. Pero sabía que no era eso lo que quería escuchar. No se trataba del placer. Se trataba de obediencia. De rendición. De control.
—Mostrame de nuevo —ordenó—. Pero esta vez, hacelo despacio.
Me quedé quieta. Dudé. Y ahí mismo, con la voz más baja que había escuchado de él, agregó:
—O vení acá.
Lo miré. Sus pantalones seguían abiertos. Su sexo erecto sobresalía, pesado, palpitante, con una gota brillando en la punta. Tenía la mano aún sobre él, como si me lo ofreciera.
—¿Querés hacerlo bien? —dijo—. Acá está. Vení.
Me levanté sin pensar. Temblando. Crucé la habitación como si caminara hacia el cadalso. Me arrodillé frente a él, desnuda, húmeda, entregada. Lo miré a los ojos. No había burla. No había risa. Solo una calma brutal, como si ya supiera lo que iba a pasar.
Tomé su sexo con la mano. Estaba caliente, duro, firme. Lo acaricié con la lengua. Primero un roce leve. Después un beso. Después lo lamí entero. Y cuando abrí la boca para recibirlo, él suspiró por primera vez.
—Eso… así —dijo—. Ahora sí.
Me moví despacio. Lo adoré. No por venganza, ni por deseo, sino porque ya no podía hacer otra cosa. Era mi manera de pedirle que no me ignorara más. Que no me borrara.
—¿Te gusta? —susurré, con la voz quebrada, la boca apenas despegada de su carne.
—No hables —respondió—. Usá la boca para lo que sirve.
Y así lo hice.
Lo tomé entero.
Lo succioné con hambre, con devoción, con desesperación. No me importaba si me dolía la mandíbula o si las lágrimas me resbalaban por las mejillas. Quería que se viniera. Quería tragarlo. Quería pertenecerle aunque fuera por un momento más.
Pero no acabó.
Se detuvo antes.
Retiró su sexo de mi boca. Se lo sostuvo con la mano y se masturbó frente a mí, con una expresión fría, como si se concentrara en un recuerdo que no tenía nada que ver conmigo.
—Sacá la lengua —ordenó.
Obedecí.
Y fue ahí donde terminó.
Derramándose sobre mi lengua.
No dentro.
No en mi boca.
No en mi cuerpo.
En mi lengua.
Como una marca.
Como un castigo.
Como si me dijera: “ahí está tu lugar”.
Y yo lo supe.
Y lo tragué.
Sin hacer una mueca.
Sin pestañear.
Miguel se subió el pantalón con la misma calma con la que se lo había bajado. Se limpió con la toalla que tenía en el respaldo de la silla. No me ofreció una mirada. No un gesto. Ni siquiera una palabra de aprobación. Era como si todo lo que acababa de pasar no le perteneciera. Como si solo hubiera ocupado un espacio más en su día.
Yo seguía de rodillas frente a él, con la boca cerrada, el cuerpo desnudo y el corazón palpitando en un lugar que no reconocía. Sentía el sabor de él todavía en la lengua, espeso, salado, presente. Pero no era eso lo que me tenía así. Era la manera en que él se alejaba de mí. No con violencia. Con indiferencia. Como si no mereciera ni siquiera el desprecio.
Se dirigió a la puerta. La abrió. La luz del pasillo se coló en la habitación como un castigo. Dio un paso fuera y, justo antes de desaparecer, se detuvo. Sin girarse, con la mirada puesta en la oscuridad del pasillo, dijo:
—Si vas a tocarte pensando en mí... al menos hacelo bien.
Y se fue.
Así.
Sin más.
La puerta quedó entreabierta, como yo.
Yo me quedé sola, en el piso, sin saber si debía levantarme o quedarme ahí. No tenía fuerzas. Ni para vestirme. Ni para llorar. Ni para pensar. Solo existía esa mezcla entre el calor de mi entrepierna, la humedad pegajosa de mis muslos, y ese vacío enorme que Miguel me había dejado sin tocarme más que con su voz.
Esa tarde entendí algo que no quise aceptar.
Que no estaba enamorada.
Ni encaprichada.
Estaba atrapada.
Y lo peor era que me gustaba.
