3- Te quiero esperándome
El almuerzo fue una coreografía muda, en la que cada movimiento parecía ensayado, como si todos supiéramos de antemano lo que teníamos que hacer y decir, excepto yo. O quizás era al revés, y yo era la única que sabía que ya nada era como antes. El único sonido era el del cuchillo de Miguel cortando la carne contra el plato, el del vaso de agua cuando lo dejaba sobre la mesa, el de mi madre hablando sin darse cuenta de que nadie la escuchaba de verdad.
Ella comentaba cosas triviales, rutinarias, que en otro contexto podrían haberme dado ternura: que el calor estaba insoportable, que la empresa la tenía agotada, que quizás sería buena idea pintar el patio durante el fin de semana. A cada frase suya, yo respondía con un gesto leve, un movimiento de cabeza, una palabra mínima. Fingía estar allí, pero estaba en otra parte. Estaba en la cocina de esa mañana. De rodillas. Con la boca llena de él. Y aún lo sentía ahí, latiendo en la garganta como si no se hubiera ido nunca.
Miguel, en cambio, comía con la calma del que no tiene nada que ocultar. Era casi ofensiva su tranquilidad. Cortaba, masticaba, tragaba, sin apurarse, sin mirar a nadie. Como si lo que había hecho conmigo no tuviera peso. Como si esa escena entre el azulejo y la mesa ya se hubiera archivado en su memoria. Pero no era olvido. Era dominio. Una forma de marcarme. De mostrarme que él podía tenerme y luego seguir comiendo como si nada. Y yo... yo era la que no podía dejar de temblar por dentro.
En un momento, mi madre se llevó la servilleta a la frente y suspiró. Dijo que iba a echarse un rato, que el calor la tenía mareada. Se levantó, dejó su plato en la cocina y subió las escaleras sin esperar ayuda. Las chanclas golpeaban los peldaños como si arrastrara el cansancio. Cerró la puerta de su habitación y unos segundos después se oyó el zumbido del aire acondicionado.
Y entonces ocurrió.
Miguel terminó su vaso de agua. Lo dejó con cuidado sobre el mantel. Me miró. Fue la primera vez desde que nos sentamos que lo hizo. Me sostuvo la mirada, sin prisa, sin emoción. Luego habló, con una voz tan firme y seca que me atravesó como un cuchillo:
—Primero voy a ir a follarme a tu madre —dijo, sin rodeos—. Después te quiero a vos. En tu cuarto. Con la puerta entreabierta.
No esperó respuesta. Se levantó, caminó con pasos pesados hacia la escalera y desapareció de mi vista.
Me quedé paralizada.
Por un momento, no pude procesar lo que acababa de escuchar. O quizás sí lo entendí, pero me costaba aceptar que lo había dicho así. Sin pudor. Sin seducción. Sin cuidado. Como quien da una orden. Como quien no teme que lo rechacen, porque sabe que ya ganó.
Y tenía razón.
Terminé de comer en silencio, aunque no recuerdo haber sentido hambre. Llevé los platos al lavaplatos, los enjuagué con movimientos mecánicos, y me sequé las manos en la toalla colgada junto al horno. El calor seguía pegándose a mi piel, pero ya no era solo externo. Era un fuego interno, húmedo, entre las piernas, en el pecho, en la lengua. Caminé hacia mi habitación sin mirar atrás.
Entré. Me detuve frente a la puerta. Dudé un segundo. Y la dejé entreabierta.
No sabía cuánto tardaría.
Me senté al borde de la cama. El ventilador giraba con desgano, empujando el aire caliente en círculos inútiles. Me quité la camiseta, quedando solo con el short fino que usaba de pijama. No tenía sostén. Mis pezones estaban tensos, sensibles, como si tuvieran memoria propia. Solté el cabello, dejándolo caer por sobre los hombros. Intenté respirar hondo. No funcionó.
Entonces comenzaron los sonidos.
Al principio eran tenues. Crujidos. Un golpeteo leve del colchón contra la pared. Luego llegaron los gemidos. Los de ella, ahogados, como si intentara no hacer ruido. Pero él... él no se contenía. Sus gruñidos eran reconocibles. Como los de esa noche. Como los de esa mañana. Animales. Dominantes. Sonaban como si él estuviera reclamando un territorio. Como si cada embestida fuera una manera de recordarme que antes de tocarme, se aseguraba de vaciarse dentro de ella.
Me acosté. Cerré los ojos. Apreté los muslos. Me toqué.
Primero con timidez. Luego con desesperación.
Me imaginaba su cuerpo encima del mío, sus manos rudas en mi cintura, su boca en mi cuello. Me imaginaba los sonidos que ella estaba haciendo, pero en mi garganta. Imaginaba su fuerza... su olor... su sudor cayendo sobre mi espalda.
Me corrí.
Fue rápido.
Me arqueé. Me tapé la boca con la almohada. Las piernas me temblaron. Pero no paré.
Los ruidos seguían.
Él seguía. Incesante. Incansable. Como si no tuviera fondo.
Y yo... me volví a tocar.
Una segunda vez.
Una tercera.
Hasta que, finalmente, todo quedó en silencio.
Escuché el golpeteo de los pasos en la escalera. Sabía que venía. No hacía falta mirar el reloj. No hacía falta preguntarme si de verdad lo haría. Él era así: cuando decía que iba a hacer algo, lo hacía. Sin rodeos. Sin permiso.
La puerta se abrió.
Él estaba ahí. Desnudo. Apenas con una toalla sobre el hombro, como si la hubiera olvidado colgando de su cuerpo. Cerró la puerta con el pie. Me miró. Yo no dije nada. Ni me cubrí. Ni me giré. Solo me quedé quieta, abierta, expectante.
Subió a la cama. Se puso detrás de mí. Me giró con una mano. Me puso de rodillas.
No habló.
No besó.
No acarició.
Me penetró.
Desde atrás. Con la misma brutalidad silenciosa de siempre. Como si yo no fuera alguien a quien conquistar, sino un lugar al que regresar. Me tomó por las caderas. Me empujó. Me llenó. Me partió en dos.
Yo no gemía.
Yo lloraba.
Pero no de dolor.
Lloraba porque algo dentro de mí se estaba rompiendo y al mismo tiempo se estaba armando por primera vez.
Cada embestida era una respuesta a todas mis preguntas. Cada jadeo suyo me hacía sentir más viva, más suya, más real.
Me vine otra vez. Me vine con rabia. Me vine como si mi cuerpo estuviera huyendo de mí misma.
Y cuando creí que todo había terminado, él seguía igual de duro. Igual de firme.
Me giró. Me empujó con la palma de la mano hacia abajo. Mi rostro quedó contra las sábanas. Me arrodillé.
No hizo falta que hablara.
Lo tomé con la boca. Con la devoción de una discípula. Lo lamí con hambre. Lo adoré con ternura. Lo sostuve con la lengua como si fuera un pacto.
Y cuando llegó el final… no me aparté.
Lo recibí entero.
Tragué sin vacilar.
Y entonces sí.
Él se levantó.
Se vistió sin mirarme.
Salió de la habitación con la misma calma con la que había entrado.
Sin una palabra.
Sin una caricia.
Pero no era nada.
Era todo.
Me quedé sola, sentada en el borde de la cama, las piernas abiertas, la boca seca, el cuerpo húmedo.
Y entonces lloré.
Pero esta vez, no por lo que había hecho.
Lloré por lo que quería volver a hacer.
Por saber que ahora era adicta a él.
Y que no había cura.
Ni perdón.
Ni vuelta atrás.
