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5- Una invitada inesperada

Lo supe en cuanto escuché el nombre. Fue como una chispa que cayó justo donde ya había combustible.

Estaba en la cocina, apoyada contra el mesón, con un vaso de jugo tibio entre las manos, intentando no pensar demasiado. Mi madre revolvía una olla con esa energía suya tan absurda, como si de verdad le gustara ser anfitriona, y entonces, sin ninguna preparación, lo soltó como si fuera una casualidad menor.

—Hoy viene Mariela ¿Te acuerdas de ella?

No hizo falta que dijera más. El solo sonido de ese nombre me revolvió el estómago. No por odio, ni por celos exactamente. Era otra cosa. Algo más difuso. Una incomodidad con forma de perfume caro y risas incómodamente altas. Claro que me acordaba de Mariela. ¿Cómo olvidarla? Era esa amiga de mi madre que siempre aparecía en las reuniones familiares como un huracán mal vestido. Se notaba que le gustaba llamar la atención. No tenía hijos, ni pareja estable, ni aparentemente ningún filtro. Siempre tan maquillada, tan bronceada en pleno invierno, tan… suelta. Había algo en ella que me provocaba un rechazo visceral, pero también una especie de curiosidad inquietante. Como si supiera que, en algún lugar de su atrevimiento, había una libertad que me faltaba a mí.

—¿Esa Mariela? —pregunté, sabiendo perfectamente que sí.

—¿Cuál más? —respondió mi madre sin dejar de revolver la olla—. Está de paso por la ciudad y me pareció buena idea invitarla a cenar. Hace años que no la veía.

No dije nada más. Solo asentí, fingiendo que me daba igual, como si la cosa no pasara de una anécdota. Pero por dentro, todo se me agitó. Y no era por Mariela. Era por Miguel. Por la imagen mental de esa mujer exagerada sentada frente a él, coqueteándole sin disimulo mientras mi madre sonreía sin notar nada.

Volví a mi pieza con una excusa absurda —que me dolía la cabeza, que tenía calor, que necesitaba descansar un rato—, y cerré la puerta con más fuerza de la necesaria.

Me senté en la cama, mirando la pared, tratando de no imaginar nada. Pero era inútil. Ya lo estaba viendo todo en mi cabeza: la cena, los brindis, las risas exageradas de Mariela, su forma de tocarle el brazo a Miguel mientras hablaba de cualquier estupidez, y él… él mirándola, quizás sonriendo con esa misma sonrisa con la que me había mirado a mí.

Y eso me enfermaba.

Porque yo no sabía qué éramos. Ni siquiera si éramos algo. Pero había algo entre Miguel y yo. Algo que se había quedado colgado en el aire desde aquella tarde. Algo que no se había cerrado. Algo que ardía todavía. Y que no estaba lista para compartir. No con Mariela. No con nadie.

Intenté distraerme. Me puse a ordenar los cajones, a doblar ropa que no necesitaba doblar, a sacar libros de la repisa solo para volver a ponerlos. Pero no sirvió. Todo seguía girando en torno a una sola idea: esa mujer en mi casa, esa mujer frente a él, esa mujer sentada en la silla donde él me había hecho arrodillarme. Y esa posibilidad me quemaba desde adentro.

La cabeza me daba vueltas, así que me tiré en la cama y cerré los ojos. Pero entonces, como un castigo que no había pedido, llegó ese recuerdo. Uno que no había terminado de digerir del todo.

Esa tarde.

Esa maldita tarde.

Estábamos solos en casa. Miguel había venido a dejar unas cosas, eso dijo. Mi madre no estaba, algo de una reunión con sus ex compañeras del liceo. Yo salía del baño cuando lo vi, parado en el pasillo, con una caja de herramientas en la mano, pero sin urgencia en los gestos. Se me quedó mirando. No dije nada. Él tampoco.

No sé cómo ocurrió. Solo sé que en menos de diez minutos habíamos terminado solos en la cocina, con una taza de té que ninguno de los dos tomaba y un silencio insoportable entre nosotros.

No hablábamos desde que me hizo tocarme mientras me susurraba cosas que todavía no me atrevía a repetir ni en mi cabeza.

Decidí enfrentarlo. No por valentía. Por agotamiento.

—¿Fue un juego para vos? —pregunté, sin poder sostenerle la mirada—. Lo del otro día.

Él se recostó contra la pared y soltó un suspiro largo, como si estuviera harto de tener que explicar lo obvio.

—No todo lo que pasa tiene que tener un significado —dijo al fin—. A veces solo pasa.

—¿Y después? —insistí—. ¿Después qué soy?

Se hizo un silencio incómodo. Uno de esos que te ahogan más que cualquier grito.

—No sos nada —dijo al fin, con una calma que me rompió por dentro—. Y eso es lo que más te molesta, ¿no?

Sentí el golpe en el pecho. Como si me hubieran empujado por una escalera.

—Sos cruel —le dije, casi en un susurro.

Miguel se encogió de hombros. Tenía esa expresión que usaba cuando no quería seguir hablando.

—No soy cruel —respondió—. Vos sos ingenua.

No pude evitarlo. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Me di vuelta, tratando de que no lo notara, aunque sabía que ya lo había hecho.

—Yo pensé que…

—Pensaste mal —me interrumpió—. No idealices. No soy ese tipo de hombre. Y vos… vos no estás lista para jugar este juego.

No dijo nada más. Agarró las llaves del mesón y salió sin mirar atrás.

Yo me quedé ahí, sola. Sintiendo que me había desnudado emocionalmente frente a alguien que ni siquiera se molestó en cubrirme.

Después de eso, me ignoró tres días.

Ni una palabra. Ni un mensaje. Ni una mirada significativa.

Y ahora, con la sola mención del nombre de Mariela, sentía que todo eso volvía a activarse. Que el juego no había terminado. Que él todavía me tenía atada por dentro a esa escena muda y peligrosa.

Un rato después, escuché el agua de la ducha correr. Me acerqué a la puerta entreabierta del baño solo por inercia, sin quererlo, sin planearlo. Y cuando lo vi salir, con la camisa blanca abierta hasta el pecho, el cabello húmedo y esa calma suya tan molesta, supe que estaba perdida otra vez. Porque me dolió verlo tan tranquilo. Tan bien. Tan fuera de todo lo que yo sentía. Como si él no supiera lo que me pasaba, o peor, como si lo supiera y no le importara.

Y en ese momento lo entendí. No era celos lo que sentía. Era algo más oscuro. Era la certeza de que Miguel era el tipo de hombre que podía hacerte rogar por una caricia y después ignorarte durante días como si nada. Y, aun así, desearlo más.

Eso era lo que más me dolía.

Y lo que más me excitaba.

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