
Seducido por la hija de su novia
Sinopsis
Nunca pensó que lo prohibido podía sentirse tan inevitable. Después de años sola, su madre volvió a enamorarse. El elegido: un fontanero rudo, callado y dominante. Pero cuando ese hombre empieza a mirarla distinto —sin pudor, sin filtros, como se mira a una mujer y no a una hija—, ella ya no puede mirar hacia otro lado. Una tensión silenciada. Una casa compartida. Una línea que no debió cruzarse. Lo que empezó como un deseo reprimido se convierte en una obsesión enfermiza. Y en ese juego de miradas, celos y gemidos tras la pared... alguien tenía que romperse primero. ¿Hasta dónde se puede llegar cuando lo prohibido deja de parecerlo?
1- El fontanero en la cocina
Nunca pensé que mi madre volvería a emparejarse después de tanto tiempo sola. Mucho menos imaginé que el hombre con el que decidiría rehacer su vida sería el fontanero. Así, literal. El tipo que le arreglaba las llaves terminó metiéndose en su cama, y unos meses después, en nuestra casa.
Al principio me pareció una mala broma. Un cliché barato, algo salido de una revista para señoras aburridas. O una fantasía de telenovela de las tres de la tarde, esas donde el trabajador de oficios rudos termina seduciendo a la dueña de casa en plena reparación del lavaplatos. Me reí. Hasta se lo dije. Ella también se rió, pero la noté distinta. No era sarcasmo lo suyo. Había un brillo en sus ojos que hacía tiempo no le veía. Como si algo dormido se hubiese despertado.
—No te burles —me dijo una tarde—. Miguel es un buen hombre. Me hace sentir viva.
Miguel. Ese era su nombre. Aunque durante semanas lo llamé “el fontanero” incluso en mi cabeza. Me costaba digerir la idea de que él ahora compartiera con nosotras los espacios más íntimos de la casa. Que usara nuestras tazas. Que dejara su cepillo de dientes en el baño. Que se duchara en la misma regadera donde yo me lavaba el cabello. Que dejara su ropa tendida junto a la nuestra. Su ropa... sus calzoncillos gruesos, sus camisetas manchadas de grasa, sus toallas con olor a varón. A calle. A esfuerzo.
El día que lo conocí oficialmente fue un sábado por la mañana. Yo venía llegando de una caminata y entré sin pensar. Ahí estaba, en la cocina, con una camiseta sin mangas, tomando café como si siempre hubiera vivido allí. Me saludó con la cabeza, sin sonreír. Me clavó una mirada seca, cortante, casi inquisidora. No era la mirada de un hombre que buscaba agradar a la hija de su pareja. Era otra cosa.
Una parte de mí quiso devolvérsela con la misma frialdad. Pero no pude. Porque algo en esa forma de mirar me descolocó. No sé si fue el descaro, la seguridad, o el hecho de que no parecía ni un poco intimidado por mi presencia. Yo estaba acostumbrada a causar cierta incomodidad en los hombres mayores. Una mezcla de respeto, timidez y nerviosismo. Pero él no. Él me miraba como si ya supiera todo de mí. Como si nada en mí pudiera sorprenderlo.
Miguel no era guapo en el sentido convencional. Tenía la piel curtida por el sol, algunas arrugas marcadas en los extremos de los ojos, los brazos duros, casi de piedra, y una barba que nunca terminaba de afeitarse del todo. Tenía la espalda ancha, los dedos gruesos y una voz ronca, como si la hubiera gastado gritando en obras o discutiendo con la vida. Y sin embargo, cada uno de esos defectos lo hacía más interesante. Más real. Más... tentador.
Empecé a observarlo. Al principio con disimulo. Luego con menos cuidado. Notaba sus rutinas. Cómo preparaba el café. Cómo se agachaba a revisar alguna fuga bajo el lavaplatos. Cómo se sacaba la camiseta cuando el calor lo vencía. Cómo se enjuagaba el cuello en la pileta. El agua resbalaba por sus músculos como si se lo conociera de memoria.
Una vez lo vi llegar con la ropa mojada. Había estado trabajando bajo la lluvia. Se quitó la camiseta en la entrada y se secó con la toalla de la cocina. Yo estaba justo ahí. Fingí estar buscando algo en la alacena. Lo espié de reojo. Su torso estaba cubierto de gotas. Tenía cicatrices pequeñas. Un tatuaje viejo. Y una línea de vello que desaparecía bajo el cinturón. Fue la primera vez que sentí un calor real entre las piernas. Y me odié por eso. Pero también me sentí viva.
Desde el primer día, Miguel me miró distinto. No como a una hija. No como a una hermana. Me miró como a una mujer. Me observaba sin urgencia, como si tomara nota de cada gesto mío. Como si esperara que yo cometiera el primer error. Pero no era su mirada lo que más me inquietaba. Era mi reacción ante ella. Porque no me molestaba. Al contrario. Me encendía.
Una noche, no pude dormir. El calor era insoportable. Abrí la ventana, me acosté en ropa interior y traté de leer. Fracasé. Cerré los ojos. Y entonces los escuché. Ruidos. Golpes. Murmullos. Al principio pensé que venían de la calle. Pero no. Venían del otro lado del pasillo.
La puerta de su dormitorio no estaba completamente cerrada. La mía, tampoco.
Mi madre gemía. Bajito. Como si quisiera contenerse. Pero él no. Miguel no se contenía. Sus gruñidos eran profundos, animales. El colchón golpeaba contra la pared con una fuerza repetitiva. Podía sentir el ritmo en el suelo. Y yo... no me moví.
Me levanté. Caminé descalza hasta la puerta. Me asomé.
No vi todo. Solo lo suficiente.
Su espalda. Sus caderas. Su fuerza. La forma en que se movía, sin ternura, con furia, con un deseo crudo. Ella estaba debajo. Apenas visible. Pero él lo ocupaba todo. Era como si el acto no se tratara de amor, ni de placer compartido. Era posesión. Pura posesión.
Mi cuerpo reaccionó sin pedir permiso. Se me endurecieron los pezones. El calor se volvió humedad. El corazón me latía en el cuello. No podía respirar bien.
Volví a mi cama. Cerré la puerta. Me recosté. Pero no dormí. Me quedé mirando el techo. Tocándome. Recordando. Imaginando.
Al día siguiente, lo vi en la cocina. Estaba solo. Tomando café. Yo también. Pero esta vez no fingí tanto. Lo miré. Con intención. Y él también lo notó.
No dijimos nada.
Empecé a dejar pistas. Caminar más lento cuando pasaba junto a él. Usar camisones sin sostén. Fingir que se me caía algo para agacharme. Nada escandaloso. Solo pequeñas provocaciones. Migajas de atención. Y cada vez que lo hacía, su silencio se volvía más pesado. Como si su cuerpo hablara por él.
Una tarde, mi madre salió a hacer trámites. Yo estaba en la sala, viendo algo en el celular. Él llegó con la cara sudada, traía una bolsa con herramientas. Se quitó la camiseta en la entrada. Yo fingí no mirar. Pero lo hice. Cada detalle. Cada gota de sudor. Cada músculo en tensión. Él me lanzó una mirada fugaz. Ni siquiera sonrió. Pero sus ojos... sus ojos eran una promesa.
Desde entonces, todas las noches pasaba por su puerta. Fingía ir al baño. Me detenía frente a ella. Esperaba. A veces escuchaba ruidos. A veces, silencio. Pero me quedaba igual.
Una parte de mí sabía que todo esto estaba mal. Que era peligroso. Que jugaba con fuego.
Pero otra parte… otra parte deseaba que se quemara todo.
Y que me quemara a mí primero.
