2- El disparo del cinturón
Los días se volvían más densos. No solo por el calor que se pegaba a la piel como una tela húmeda, sino por esa sensación que empezaba a tomar forma dentro de mí. Algo que me acompañaba a cada hora, que respiraba a mi lado. Un deseo creciente. Una ansiedad que no era nerviosa, sino corporal. Miguel no me tocaba. No me hablaba. Pero estaba ahí. Siempre ahí. Como si supiera que el tiempo estaba a su favor.
Una mañana decidí provocarlo.
Me levanté temprano. Me duché, pero no me sequé del todo. Me puse una camiseta blanca, sin sostén, y unos shorts diminutos que apenas me cubrían. Sabía que mi madre seguía durmiendo. Miguel, en cambio, ya estaba despierto. Lo oí en la cocina, tosiendo, revolviendo la cafetera, leyendo el diario como hacía cada mañana.
Tomé aire y bajé.
Entré sin decir nada. Caminé hasta la cocina y me detuve junto a él. Le serví café. Le puse una cucharada de azúcar. Se lo dejé sobre la mesa con una sonrisa leve. La clase de sonrisa que apenas existe, pero que se clava como un alfiler.
Él ni me miró.
Tomó la taza. Bebió. Y siguió leyendo.
Yo me quedé ahí, inmóvil, sintiendo cómo algo dentro mío se encogía. No por vergüenza. No por culpa. Sino por rabia. Lo odié por un segundo. Odié esa indiferencia. Odié que supiera exactamente lo que estaba haciendo y que aún así no se dignara a reaccionar.
—¿Todo bien? —le pregunté, fingiendo inocencia.
—¿Y por qué no lo estaría? —dijo, sin levantar la vista.
—No sé. Estás como... distante.
Dejó la taza sobre la mesa con un golpe seco. Levantó la vista. Me miró con una expresión tan neutra que me desarmó.
—¿Vas a buscar trabajo algún día o vas a seguir siendo una mantenida profesional?
Me tomó unos segundos procesar lo que acababa de decirme. Sentí el golpe como una bofetada. Me apreté el pecho con una mano, como si eso sirviera para contener la presión que me subía desde el estómago.
—¿Perdón? —alcancé a decir, apenas.
—Eso. Te la pasás acá. Sin hacer nada. Durmiendo hasta tarde. Viviendo del esfuerzo de tu madre. ¿No te da vergüenza?
—No soy tu hija —escupí—. No tenés derecho a hablarme así.
—Tenés razón. Sos peor. Porque ni siquiera fingís hacer algo. Sos una carga.
Las palabras me atravesaron. Sentí que me temblaban las rodillas. Me ardieron los ojos, pero no iba a llorar delante de él. Me giré para irme. Pero me detuve en seco cuando escuché su voz de nuevo.
—No estoy tratando de ofenderte. Estoy diciendo lo que todos piensan y nadie te dice.
—¡Vos no sabés nada de mí! —le grité. La voz me salió quebrada—. No sabés nada de lo que me costó todo. No sabés lo que tuve que tragarme este último año...
—Tenés razón. No sé. Pero lo que veo es suficiente.
Me quedé muda. Él se levantó. Dejó el diario sobre la mesa. Se acercó.
No lo hizo rápido. No como alguien que se arrepiente de lo que acaba de decir. Se movió con una calma inquietante. Como si supiera que todo había llevado a ese punto. Como si cada silencio, cada mirada, cada roce de los últimos días fuese una nota dentro de una misma melodía. Y ahora, había llegado el momento del estribillo.
Se detuvo frente a mí.
No me tocó.
Pero estaba tan cerca que sentí su aliento sobre mi mejilla.
Me quedé congelada. Temblando, pero no de miedo.
Y entonces, me abrazó.
No fue un abrazo tierno. No fue un consuelo. Fue un abrazo torpe, rudimentario. Me rodeó con sus brazos ásperos, y mi cara terminó contra su pecho, caliente, fuerte, oliendo a café y a hombre. El contacto fue breve. Apenas unos segundos. Pero yo me aferré. Lo odiaba, sí. Pero al mismo tiempo, deseaba que no me soltara nunca.
No sabía qué estaba haciendo. No sabía qué estaba sintiendo. Pero mis piernas dejaron de responderme. Me apoyé en él. Y entonces hablé.
—¿Sabés cuál es mi problema con vos?
—¿Cuál?
—No puedo dejar de pensar en vos.
Lo dije bajito. Apenas audible. Una confesión.
—Desde que llegaste, no me saco tu imagen de la cabeza.
Él me sostuvo de los brazos. Me separó con un gesto leve.
Me miró como si pesara mis palabras.
—¿Y qué se supone que debería hacer con eso? —preguntó—. ¿Aplaudirte?
—No estoy jugando.
—Y yo no estoy para niñitas confundidas.
—No soy una niña.
—No, no lo sos. Pero estás acostumbrada a que todo gire a tu alrededor.
—¿Y vos creés que esto es fácil para mí?
—Lo que sé —dijo, mientras desabrochaba su cinturón con una sola mano—, es que si vas a seguir provocando, tenés que bancarte las consecuencias.
El sonido del metal soltándose fue como un disparo.
Me quedé paralizada. Mi corazón golpeaba tan fuerte que pensé que él podría escucharlo.
Él no se bajó los pantalones del todo. Solo lo suficiente para mostrarme lo que había detrás.
Ahí estaba.
Firme. Pesado. Descarado.
Yo no me moví. No dije nada.
Pero sentí que algo me arrastraba. No fue una decisión. Fue instinto.
Me arrodillé.
Lo tomé con la mano. Lo sentí palpitante, vivo, arrogante. Y después... lo lamí. Primero con timidez. Luego con hambre. Mi lengua se movía sola, como si hubiese estado esperando ese momento desde siempre. Lo envolví con la boca. Lo sentí llenarme. Lo adoré como si cada movimiento fuese una confesión. Como si mi boca fuera el único lugar donde quería tenerlo.
Estaba absorta. Embriagada.
Y entonces…
Se escucharon las llaves.
La puerta de la casa se abrió.
Mi madre entró.
Miguel se acomodó el pantalón con una calma demencial. Se pasó una mano por la barba. Me miró una vez más. No con ternura. No con culpa.
Con la misma autoridad de siempre.
Y se fue de la cocina como si nada.
Pero no era nada.
Era todo.
Yo quedé de rodillas, detrás de la mesa, con el sabor aún en la boca y la garganta latiendo.
Me levanté. Caminé a mi cuarto como una autómata. Cerré la puerta. Me acosté en la cama sin sacarme la ropa. Cerré los ojos.
Sentía mi cuerpo en llamas.
Y entonces lloré.
Pero no por vergüenza.
Ni siquiera por miedo.
Lloré por la certeza.
La certeza de que algo dentro de mí había cambiado para siempre.
Y que ya no había forma de volver atrás.
