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3) Atracción inexplicable

Mientras el agua caliente caía sobre el filtro, el aroma del café recién molido se mezcló con el temblor de mis manos.

Traté de convencerme de que lo que había sentido hacía un momento no era real. Que todo ese cosquilleo en el estómago, esa presión en el pecho, esa mirada que me había dejado casi sin aire… era pura sugestión.

Nada más.

Por favor, Ángeles, no empieces con tus delirios. Es un cliente, un tipo atractivo con traje caro, y ya. No te pongas melodramática.

Pero aun mientras pensaba eso, mis dedos no dejaban de temblar sobre la bandeja.

Serví el café con cuidado, tratando de evitar que se notara mi nerviosismo. La taza tembló apenas cuando la apoyé. Genial, ahora parezco una maldita hoja en otoño.

Respiré hondo. Un cliente más. Solo un cliente.

Tomé la bandeja y caminé hacia su mesa.

El sonido de mis pasos sobre el piso parecía amplificarse con cada paso. Había otras personas, claro: el murmullo de conversaciones, cucharas chocando, la máquina de espresso bufando vapor. Pero de algún modo, él parecía el centro de todo. Como si la luz que entraba por la ventana solo existiera para iluminarlo a él.

Estaba sentado con la espalda recta, los dedos entrelazados sobre la mesa. Observaba hacia la calle, pero cuando llegué a su lado, giró lentamente el rostro hacia mí.

Otra vez, esos ojos. Oscuros, profundos, pero con un brillo extraño. No eran solo bonitos, eran… inquietantes.

—Su café —dije, con voz baja, dejando la taza frente a él.

—Gracias —respondió, sin apartar la vista de mí.

Esa simple palabra resonó en mí más de lo que debería.

Intenté sonreír con profesionalismo.

—¿Desea algo más?

—Solo compañía —dijo, sin pensarlo demasiado, como si fuera lo más natural del mundo.

Me quedé helada.

—¿Perdón?

—Digo —corrigió, con una ligera sonrisa—, si no estás muy ocupada, podrías quedarte un momento.

Mi mente gritó: ni loca, qué demonios le pasa a este tipo.

Pero mi boca, traidora, respondió:

—No puedo quedarme mucho. Estoy trabajando.

Él asintió lentamente, dándole un sorbo al café.

—Entiendo. Entonces háblame un poco mientras trabajas. ¿Te gusta este lugar?

—No especialmente —admití, antes de poder censurarme. Luego intenté disimular—. Pero… bueno, es trabajo.

—Lo dices con una resignación casi poética.

¿Poética? ¿Este tipo está jugando conmigo?

—No sé si poética sea la palabra —respondí, cruzándome de brazos—. Supongo que cuando se necesita el dinero, uno no tiene muchas opciones.

Él apoyó la taza y me miró como si me estuviera estudiando.

—Eso explica por qué tus manos tiemblan, pero no por qué lo ocultas tan bien.

Parpadeé.

—¿Perdón?

—Temes que alguien vea lo que sientes. Has aprendido a esconderlo.

Me quedé muda. ¿Cómo podía saber eso?

Traté de reaccionar con una sonrisa incómoda.

—Creo que eso se llama… mantener la compostura.

Él entrelazó los dedos otra vez.

—No, no lo creo. La compostura se aprende. Lo tuyo viene del miedo.

Su tono no fue cruel. Fue… casi compasivo, pero eso lo hacía peor.

Por dentro, mi cabeza hervía: ¿quién carajos se cree que es este hombre? ¿Un psicoanalista? ¿Un gurú del alma?

—Disculpe, señor, no sé de qué habla —dije, bajando la mirada hacia la libreta.

—Sí lo sabes. Solo que no te gusta admitirlo.

Mis dedos apretaron el bolígrafo hasta que casi se rompió.

—¿Va a querer algo más, o ya terminó de leerme la mente? —pregunté, con un poco más de dureza.

Él sonrió, y algo en esa sonrisa me desarmó. No era burla, ni soberbia. Era como si realmente me conociera.

—No quise ofenderte, Ángeles.

—No lo logró —mentí, dándome la vuelta.

Pero antes de alejarme, su voz volvió a alcanzarme, suave, casi susurrada:

—Sueñas con fuego, ¿no?

Me detuve en seco.

Giré lentamente, mirándolo con el corazón desbocado.

—¿Qué dijo?

—Nada —respondió, tomando otro sorbo de café, como si hubiera dicho cualquier cosa—. Es un buen café.

No… no puede ser. ¿Cómo diablos sabe eso?

Nadie sabía lo de mis sueños. Nadie. Ni Josefina, ni el psicólogo barato del orfanato, ni siquiera yo entendía por qué esas imágenes me perseguían.

Traté de respirar.

—Disculpe —dije, con voz forzada—. Debo seguir atendiendo otras mesas.

—Por supuesto.

Me alejé lo más rápido que pude, sintiendo su mirada en mi espalda. Cada paso parecía pesar el doble.

Tranquila. No puede saberlo. Solo fue una coincidencia. O escuchó algo. O adivinó. No, no puede saber lo que sueño. No puede.

Pasé detrás del mostrador, fingiendo estar ocupada limpiando tazas. Josefina me miró desde la otra punta y me sonrió, sin imaginar el huracán que tenía en la cabeza.

El resto del turno fue un borrón. Entre pedidos y vasos vacíos, no podía dejar de pensar en él. En su voz, en su forma de mirarme, en cómo había dicho mi nombre, Ángeles, como si lo saboreara.

Era un desconocido, pero me había dejado más perturbada que cualquier otra persona en años.

Cuando fui a retirar su taza vacía, ya se había levantado. La silla estaba corrida, y sobre la mesa había dejado el dinero exacto, más una propina que duplicaba el precio del café.

Junto a las monedas, una servilleta doblada.

La tomé con cautela. No había nada escrito. O eso creí.

Al desplegarla, vi una sola palabra escrita con letra elegante, casi antigua:

“Hasta pronto.”

Me temblaron las manos.

¿Hasta pronto? ¿Qué clase de broma es esta?

Pero antes de que pudiera procesarlo, el jefe apareció detrás de mí, refunfuñando algo sobre los pedidos. Guardé la servilleta en el bolsillo sin pensar.

La tarde se me hizo eterna. Cuando al fin pude salir, el sol ya caía, y el cielo tenía ese tono rojizo que me recordaba al sueño. Caminé rápido, con el corazón aún agitado.

---

A la mañana siguiente, llegué más temprano de lo habitual. No sé por qué. Tal vez esperaba verlo otra vez. Tal vez quería comprobar que no existía, que lo había imaginado todo.

Pero ahí estaba. En la misma mesa. Con el mismo traje. Esperándome.

Me paralicé en la puerta.

No puede ser. Este tipo me está siguiendo.

Respiré profundo, fingiendo tranquilidad, y me acerqué con la bandeja en mano.

—Buenos días —dije, casi susurrando.

—Buenos días, Ángeles —respondió él, sin apartar los ojos de mí.

—¿Lo de siempre? —pregunté, intentando mantener un tono profesional.

—Sí, por favor. Y esta vez… quédate un momento. No morderé.

—Prefiero mantener la distancia —dije, aunque mi voz sonó menos firme de lo que quería.

Él arqueó una ceja.

—¿Por miedo o por deseo?

Sentí que la sangre me subía al rostro.

Este imbécil está jugando conmigo.

—Por respeto —contesté, seca.

—Curioso —dijo él—. El respeto casi siempre nace del miedo.

Le di la espalda antes de responderle algo peor.

Mientras preparaba el café, mi mente era un caos.

¿Qué le pasa? ¿Por qué dice esas cosas?

Pero al mismo tiempo, había algo en su voz, en su manera de observar, que me atraía como un imán.

Cuando volví con la taza, él seguía con la misma serenidad perturbadora.

—Gracias —dijo, y su dedo rozó levemente el borde de la taza al tomarla.

Ese mínimo contacto hizo que un escalofrío me recorriera el cuerpo.

Intenté apartar la mirada, pero él habló de nuevo:

—Sabes que entre nosotros hay algo, ¿verdad?

—No sé de qué habla —dije, aunque mi voz tembló.

—Sí lo sabes. Solo no quieres aceptarlo.

Lo miré, confundida.

—No entiendo…

—Entonces, para convencerte —dijo, inclinándose un poco hacia adelante—, dime cómo me llamo.

Tragué saliva.

—Nunca me dijiste tu nombre.

—Piénsalo. Ya lo sabes.

Mi corazón latía tan fuerte que dolía. No sabía por qué, pero una palabra se formó sola en mi cabeza.

—¿Dante? —susurré.

Él sonrió, despacio.

—Así es.

Su voz era apenas un murmullo, pero retumbó en todo mi cuerpo. Sus ojos se clavaron en los míos, y el tiempo pareció detenerse.

Sentí calor en las mejillas, en la garganta, en la piel. Era una atracción tan intensa que me asustó.

¿Qué demonios me pasa?

No era deseo común, era algo más profundo. Como si su mirada encendiera algo que siempre había estado dormido dentro de mí.

Él sostuvo mi mirada un segundo más, y luego, con calma, añadió:

—Nos veremos pronto, Ángeles.

Tomó su taza, bebió el último sorbo, y se levantó con la misma elegancia con la que había aparecido.

Yo me quedé ahí, de pie, con la libreta en la mano y el corazón latiendo como un tambor, preguntándome quién era ese hombre…

…y por qué una parte de mí, muy en el fondo, deseaba volver a verlo.
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