2) Dante
Desperté sobresaltada, otra vez.
Por un segundo no supe si seguía soñando. Tenía la sensación de que algo me estaba observando, aunque mi habitación era la misma de siempre: cuatro paredes pálidas, una ventana que apenas dejaba pasar la luz y una pila de ropa sin doblar sobre la silla.
Respiré hondo. No tenía clases ese día, pero igual debía levantarme. No podía darme el lujo de quedarme acostada como si la vida me debiera algo.
Así que me obligué a salir de la cama. El suelo estaba frío, y mis pies descalzos lo sintieron como un castigo.
—Genial —murmuré, frotándome los brazos—, otro día glorioso en el paraíso de los pobres.
En mi cabeza sonó más fuerte: maldita sea, no puedo tener ni un día de descanso.
Encendí la cafetera, que rugió como un motor viejo. Mientras esperaba, observé la taza con una grieta en el borde. Pensé en comprar una nueva, pero enseguida recordé el número en mi cuenta bancaria.
Sí, claro, y de paso me compro un castillo, me dije, rodando los ojos.
Me vestí sin pensar demasiado: jeans, una camiseta limpia, el delantal enrollado bajo el brazo. Mi reflejo en el espejo del baño me devolvió una cara cansada, ojerosa. Ni rastro de maquillaje.
No es que no me guste arreglarme; simplemente… no encuentro sentido. ¿Para quién? ¿Para el profesor que me humilló ayer? ¿Para los idiotas que se ríen de mí en la cafetería?
Suspiré. No había tiempo para pensar en eso. Tomé mi mochila y salí rumbo al trabajo.
El aire de la mañana estaba fresco, pero el sol empezaba a calentar. Caminé rápido por las calles llenas de autos y ruido. Por momentos, aún tenía esa imagen clavada en la cabeza: la mano que salía del suelo, los dedos con uñas largas sujetándome del cuello. El mismo sueño, dos noches seguidas.
Maravilloso. Ahora mi cerebro repite pesadillas como si fueran una serie nueva.
Cuando llegué a la cafetería, Josefina ya estaba ahí, limpiando las mesas con su eterna sonrisa amable.
—¡Ángeles! —exclamó, levantando la mano—. Pensé que hoy no venías.
—Sí, vine a hacer unas horas extra —respondí, dejando mi bolso en el pequeño casillero del fondo—. Necesito dinero.
—Como todos —rió—. Pero al menos tú no tienes hijos que alimentar.
—No tengo nada que alimentar más que mi ansiedad.
Ella soltó una carcajada, y yo sonreí apenas. Era lo más parecido a una amiga que tenía.
Mientras terminaba de atar el delantal, pasaron dos de mis compañeras por detrás. Una de ellas, Verónica, me miró de arriba abajo y murmuró algo a su amiga.
—¿No se baña, o el shampoo está en huelga? —dijo, riéndose.
—Tal vez está practicando el look “huérfana vintage” —añadió la otra.
Las dos se alejaron entre risas.
Idiotas.
No dije nada. Me limité a apretar los dientes y seguir limpiando el mostrador. Josefina me miró con expresión incómoda, pero no dijo nada tampoco. Sabía que si me defendía, solo empeoraría las cosas.
En silencio, pensé: si el infierno existe, seguro tiene su franquicia en esta cafetería.
El jefe salió de la oficina, un hombre gordo, con bigote y un humor tan agrio como el café barato que servíamos.
—Ángeles, la pileta del fondo se tapó otra vez. Anda a revisarla, rápido.
—Sí, señor —respondí, y caminé hacia la parte trasera.
El olor a humedad y detergente era fuerte. Metí las manos en el agua tibia y traté de desatascar el fregadero con una varilla. Pero de pronto, mientras el agua hacía burbujas, la imagen del sueño volvió de golpe.
La tierra agrietándose. La mano saliendo del suelo. Los dedos apretando mi cuello.
Me quedé paralizada, con la respiración contenida.
Tranquila, idiota. Es solo agua. No va a salir nadie de ahí.
Pero el corazón me golpeaba tan fuerte que tuve que dejar la varilla a un lado y salir a tomar aire.
Empujé la puerta trasera de la cafetería. Afuera, el callejón estaba en penumbra. El aire olía a pan recién hecho y a basura húmeda. Apoyé las manos en las rodillas y traté de calmarme.
—Todo bien… todo bien —susurré.
Fue entonces cuando escuché los pasos.
Secos. Lentos. Cercanos.
Me enderecé de golpe, el corazón latiéndome en la garganta. Miré hacia la entrada del callejón y lo vi.
Un hombre. Alto, más de un metro noventa, con un traje oscuro que parecía hecho a medida. Su piel era clara, casi luminosa en contraste con la sombra del lugar. Tenía el cabello negro, perfectamente peinado hacia atrás, y unos ojos… Dios. Esos ojos eran de un negro profundo, pero no vacío: como si contuvieran algo, un fuego lejano, antiguo.
Se detuvo a unos pasos de mí. No dijo nada al principio. Solo me observó.
Yo sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
Qué demonios hace un tipo así en un callejón mugriento detrás de una cafetería.
—Hola —dijo finalmente.
Su voz era grave, tranquila, con una cadencia casi hipnótica.
—Ho… hola —respondí, apenas un susurro.
—¿Trabajas aquí? —preguntó, inclinando un poco la cabeza.
Asentí.
—Sí. Justamente iba a entrar.
Él sonrió, apenas. No fue una sonrisa amable, ni fría. Fue algo en el medio, algo que me hizo sentir que me estaba leyendo los pensamientos.
—Entiendo. Es un lugar curioso para alguien como tú.
—¿Alguien como yo? —pregunté, con una mezcla de incomodidad y curiosidad.
—Sí —dijo él, mirándome directo a los ojos—. Alguien que parece cargar con un cielo y un infierno en la misma mirada.
Me quedé muda. ¿Qué clase de comentario es ese?
Tragué saliva.
—No sé a qué se refiere.
—Seguro que no —respondió él, sonriendo otra vez—. De todos modos, no quise molestarte.
Di un paso atrás, todavía nerviosa.
—No… no me molestó —mentí.
—Eso me alegra —dijo él, y dio media vuelta.
Lo vi alejarse lentamente, con una elegancia que no era de este mundo. Su paso era tan seguro, tan sereno, que me quedé observándolo hasta que dobló la esquina y desapareció.
Qué tipo tan extraño.
Respiré hondo, tratando de sacármelo de la cabeza.
Vamos, Ángeles, volvé al trabajo antes de que te echen.
Entré por la puerta trasera justo cuando el jefe gritaba:
—¡Ángeles! ¿Qué haces allá afuera? ¡No tenemos tiempo para que tomes aire fresco! ¡A trabajar!
—Sí, ya voy —dije, apurándome a enjuagarme las manos.
—¡Muévete! Tenemos un cliente exclusivo, uno de esos que pueden dejar propinas grandes si los atiendes bien. ¡Rápido, toma su pedido antes de que se enoje! Está en la mesa del rincón, junto a la ventana.
—Entendido.
Tomé la libreta y el bolígrafo. Crucé el salón lleno de murmullos, tazas chocando y aroma a café recién molido.
Mis pasos se detuvieron en seco cuando lo vi.
Allí estaba. Sentado en la mesa del rincón, junto a la ventana, con la misma postura impecable y el mismo traje oscuro.
El hombre del callejón.
Dante...?
No sabía por qué pensé en ese nombre. Él no me lo había dicho. Pero en mi cabeza, de repente, Dante encajaba.
Dante...como el del infierno...
Su mirada se levantó hacia mí y sentí que el estómago se me hacía un nudo.
Me acerqué despacio, tratando de no tropezar ni mostrar lo alterada que estaba.
—B… buenos días —dije, intentando sonar profesional—. Bienvenido. ¿Desea ordenar algo?
Él apoyó un codo sobre la mesa, ladeando apenas la cabeza.
—Así que… Ángeles, ¿no?
Mi corazón se detuvo un segundo.
—Sí —respondí, algo sorprendida—. ¿Cómo… cómo sabe mi nombre?
—Te lo escuché decir, allá afuera —contestó, con una media sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Ángeles. Qué curioso nombre.
—¿Lo es?—dije, incómoda, bajando la vista hacia la libreta—. ¿Desea un café o…?
—No, espera —me interrumpió suavemente—. Solo pensaba en lo curioso que suena. No ángel. Ángeles. Como si llevaras el nombre de todos los del cielo en uno solo.
Levanté la mirada. Sus ojos estaban fijos en mí, intensos, profundos. Por un segundo, sentí que el aire se volvía más denso.
No supe qué decir.
—Supongo… supongo que a mis padres les gustaba el concepto —respondí, torpemente.
Él asintió con una ligera sonrisa.
—Seguro que sí.
El silencio entre nosotros se extendió unos segundos más. Entonces él desvió la mirada hacia la ventana, como si nada hubiera pasado.
—Un café negro, por favor —dijo, con voz suave.
—E-enseguida —balbuceé, anotando.
Me di la vuelta, con las manos temblando apenas. Sentía que todos los ruidos del lugar se habían alejado, como si la cafetería entera hubiera quedado suspendida en el aire.
Caminé hacia la barra, pero no pude evitar mirar atrás.
Él seguía ahí, sereno, mirándome de reojo.
Y por alguna razón, tuve la sensación de que, aunque no lo conocía… él sí me conocía a mí.
Demasiado bien.