4) La cita?
El sonido del agua corriendo era lo único que se escuchaba.
El café estaba vacío, y yo, como siempre, con las manos hundidas en la bacha intentando destaparla. El olor a humedad, a metal viejo y jabón rancio me revolvía el estómago.
Empujé con fuerza el trapo dentro del drenaje, maldiciendo en voz baja.
—Mald... mugre de porquería, trágate de una vez este tapón...
El agua no se movía.
Negra. Espesa. Como si respirara.
Me incliné un poco más. Podía ver mi reflejo distorsionado en la superficie, mis ojos cansados, mi pelo recogido a las apuradas. Me odié un poco por eso. Por parecer siempre tan... gris.
Metí la mano.
El agua estaba helada.
Empujé más, sintiendo el borde del desagüe. Y entonces, algo la rozó.
Primero fue leve, como un hilo de cabello. Pero luego se cerró alrededor de mi muñeca con fuerza.
Una mano.
Una mano que salía del agua.
Fría, huesuda, retorcida.
Apreté los dientes y tiré hacia atrás, pero la fuerza era brutal. El agua empezó a agitarse, y la cosa del otro lado me jalaba con desesperación.
—¡No! —grité— ¡Suéltame!
Sentí que me hundía. El borde del metal se clavaba en mi piel mientras el agua me salpicaba el rostro. La mano tiraba, más y más fuerte.
El corazón me golpeaba el pecho, el aire me faltaba.
De repente, otra mano se cerró sobre la mía, la que quedaba libre.
Una mano cálida.
Giré el rostro, con el pánico mordiéndome el alma.
Y ahí estaba él.
Dante.
El mismo traje oscuro, el mismo brillo extraño en los ojos.
Tiró con fuerza y la mano negra soltó mi muñeca. Yo caí hacia atrás, jadeando, empapada, mientras el agua del fregadero se volvía completamente oscura, como si escondiera una sombra viva.
—Tranquila —dijo él, con voz baja, firme, casi ronca—. Ya está.
Lo miré, con lágrimas mezcladas con gotas de agua en la cara.
—¿Qué era eso? ¿Qué... qué está pasando?
Él se inclinó un poco, acercándose, sus ojos fijos en los míos.
—Nada que debas temer mientras yo esté aquí.
Su voz sonó como una promesa, o como una amenaza. No supe distinguirlo.
Y antes de poder responder, el agua del fregadero se tragó a sí misma, desapareciendo con un sonido ahogado.
Me quedé inmóvil. Todo giró.
Y desperté.
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Grité, incorporándome en la cama.
El corazón me golpeaba el pecho, el sudor me corría por la espalda.
El reloj marcaba las 5:47 a.m.
Me llevé las manos a la cara, respirando hondo.
Otra vez. Otra maldita vez.
Desde que lo conocí, los sueños se sentían más vívidos, más reales. Y ahora él estaba dentro de ellos.
—¿Qué diablos me está pasando? —susurré al vacío.
Me quedé un largo rato mirando el techo, intentando que el pulso bajara.
No tenía sentido. No podía tenerlo. Dante era un tipo cualquiera. Misterioso, sí. Guapo, claro. Pero un simple cliente.
Y yo estoy como una idiota soñando con él como si fuera mi maldito héroe.
Apreté los ojos con frustración.
Pero no podía negar lo que había sentido cuando me tomó de la mano. Ni el calor, ni la paz, ni la forma en que me había mirado en ese sueño.
Y eso me daba miedo.
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Llegué al café más temprano de lo habitual.
Josefina estaba apoyada en el mostrador, limpiando unas tazas mientras tarareaba algo. Cuando me vio entrar, me sonrió con picardía.
—¡Al fin llegás, dormilona! —bromeó—. Pensé que ibas a pedirle permiso al galán ese para venir.
—¿Qué galán? —pregunté, sin mirarla.
—Ay, no te hagas la distraída —dijo, bajando la voz—. El tipo que viene siempre, el del traje. Pasó más temprano, preguntó por vos.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
—¿Preguntó por mí?
Josefina asintió, divertida.
—Sí. Dijo que vendría después, pero me dejó esto para que te lo diera.
Extendió la mano. En ella, una tarjeta blanca, elegante, con letras doradas:
Dante.
Y abajo, un número de teléfono.
Tragué saliva.
—Debe ser una coincidencia —murmuré.
—Coincidencia mis narices —respondió ella, riendo—. Ese hombre está interesado, y no precisamente en el café.
—Jose... —empecé, pero ella me interrumpió.
—Ay, vamos, Ángeles. No seas tan aguafiestas. Te brillan los ojos desde que lo viste.
Me crucé de brazos, tratando de sonar calmada.
—No digas tonterías. No lo conozco.
—Pues él parece que te conoce bastante, ¿eh? —canturreó, y volvió a su tarea.
Me guardé la tarjeta en el bolsillo del delantal.
Pasé el resto del turno en automático. Atendí mesas, serví cafés, fingí sonrisas. Pero mi cabeza no estaba ahí.
Sentía la presencia de esa tarjeta en mi bolsillo como si quemara.
No lo hagas, Ángeles. No le escribas. No seas idiota.
Pero una parte de mí, la más estúpida, la más curiosa, no podía soltarlo.
Cuando el turno terminó y me quité el delantal, mis dedos ya estaban buscando el trozo de cartón.
La tarjeta seguía ahí, impecable, como si esperara.
Saqué el celular, abrí el chat y marqué el número.
Durante unos segundos, dudé. Luego escribí:
Hoy Josefina me dio su tarjeta. ¿Qué desea?
Apreté enviar antes de arrepentirme.
El mensaje salió.
Tres puntos de escritura aparecieron casi de inmediato.
Quiero que nos veamos.
Mi estómago se apretó.
¿Para qué?
Pasaron unos segundos. Luego, la respuesta:
Para revelarte lo que está pasando en tus sueños.
El teléfono casi se me cayó de la mano.
Me quedé mirando la pantalla sin poder moverme.
No… no puede ser. No puede saberlo.
Los tres puntos volvieron a parpadear.
Esta noche. Plaza principal. Frente a la catedral. A las nueve.
No escribió nada más.
Apagué el celular, con el corazón desbocado.
Me quedé un rato en silencio, intentando asimilarlo.
Podía ignorarlo. Podía tirar la tarjeta, bloquearlo, olvidarlo.
Pero la curiosidad era más fuerte que el miedo.
Si no voy, me voy a volver loca.
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Cuando llegué a casa, el cielo ya empezaba a teñirse de naranja.
Me miré en el espejo y suspiré. El reflejo me devolvía una cara ojerosa, con el cabello desordenado y la expresión de alguien que no dormía bien hace días.
¿Por qué me estoy haciendo esto?
Aun así, abrí el armario.
Por lo general, me vestía sin pensar, con lo primero que encontraba limpio. Pero esa noche fue distinto.
Elegí una blusa clara, unos jeans oscuros, me peiné, me puse un poco de perfume. No mucho, lo justo.
Mientras me miraba, sentí una punzada de culpa.
No es una cita, imbécil. Solo vas a buscar respuestas.
Pero por dentro sabía que no era tan simple.
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La plaza principal estaba casi vacía.
El aire tenía ese olor a jazmín que suele flotar cuando el verano empieza a rendirse ante el otoño. Las luces de la catedral brillaban, altas y frías.
Y ahí estaba él.
Apoyado en una baranda de hierro, de espaldas a mí.
No llevaba traje esta vez.
Camisa negra, remangada hasta los codos; pantalones del mismo tono; zapatillas blancas que rompían el conjunto oscuro.
El viento movía su cabello con suavidad. Por debajo de la camisa, pude ver líneas de tatuajes que se asomaban por su cuello y sus antebrazos. No pude evitar quedarme mirándolos.
Maldita sea. No tenías derecho a ser tan atractivo vestido así.
Me acerqué despacio, con los nervios ardiendo.
Cuando estaba a un par de metros, él giró.
Su mirada me atrapó.
—Hola, Ángeles —dijo, con esa voz grave que me atravesaba la piel.
Intenté mantener la compostura.
—Buenas noches... Dante.
Él sonrió apenas, inclinando la cabeza.
—Me alegra que hayas venido.
—Supongo que la curiosidad me ganó —dije, tratando de sonar irónica.
—La curiosidad es el primer paso hacia la verdad —contestó, acercándose un poco—. Aunque a veces también lo es hacia el peligro.
Su forma de hablar siempre tenía ese tono: como si cada palabra escondiera algo más.
—¿Qué significa eso? —pregunté.
—Que no deberías tener miedo de mí —dijo, sin dudar—. Pero tampoco confiar tan rápido.
Su mirada bajó a mis manos, que jugaban con el borde de mi bolso.
—Tus sueños no son casuales, Ángeles. No desde que me viste por primera vez.
El corazón me dio un vuelco.
—¿Cómo sabe de mis sueños? —pregunté, casi sin aire.
Él sonrió.
—Porque también son míos.
No entendí.
—¿Qué...?
Dante dio un paso más, y por un instante, sentí que el aire entre nosotros se cargaba.
Su perfume era tenue, pero embriagador. Su presencia, casi abrumadora.
—Hay cosas que pronto vas a entender —dijo con calma—. Pero no aquí, no todavía.
Su voz era una mezcla de mando y promesa.
—Solo confía en esto: nada de lo que has soñado es producto de tu imaginación.
Mi mente gritaba vete, corre, esto no es normal.
Pero mi cuerpo no se movía.
Su mirada se suavizó apenas.
—Y me alegra mucho que hayas venido. Estoy seguro de que no te vas a arrepentir.
No supe qué responder. Solo lo miré, con el pulso acelerado y una mezcla imposible de miedo, curiosidad y deseo.
El reloj de la catedral dio la primera campanada de las nueve.
El sonido resonó en el aire como un presagio.
Y por primera vez, supe que esa noche cambiaría todo.