
Sinopsis
Angeles es una estudiante de historia universitaria cuya vida no ha Sido fácil. Su monótona vida la hace sentirse desdichada y solo intenta sobrevivir. Todo cambia cuando empieza a tener sueños extraños que la llevan a un mundo totalmente desconocido, dónde por fin conocerá la voz que la llama a lo lejos: el mismísimo lucifer. En su vida terrenal se manifiesta no sólo el principe del infierno....sino otras entidades que quieren poseerla hace siglos. Amor, pasión y dominación: coctel listo para romper con su estructurada vida.
1) Susurro
El aire era cálido, como una caricia. Corría entre los árboles que parecían de cristal, sus hojas eran flores que brillaban en tonos rosados y dorados. Cada paso sobre la hierba era liviano, casi flotaba. No había ruido, ni pájaros, ni viento, pero todo parecía respirar conmigo.
El cielo era de un celeste tan puro que dolía mirarlo. Y por primera vez en mucho tiempo, sentía paz.
Solo eso.
Paz.
No sabía por qué corría, ni hacia dónde. Pero algo dentro de mí me impulsaba a seguir, como si allá adelante me esperara algo... alguien.
Las flores se abrían a mi paso, el aire olía a miel. Todo era perfecto. Demasiado perfecto.
Hasta que el suelo tembló.
Al principio fue apenas un zumbido. Un movimiento sutil bajo mis pies. Después, una grieta. Una línea negra que se extendió a toda velocidad como una serpiente, partiéndolo todo.
Me detuve.
El cielo comenzó a teñirse de rojo, las flores se marchitaron en segundos. El olor dulce se volvió ácido, como metal quemado.
El suelo se abrió y caí de rodillas.
—¿Qué... qué es esto? —mi voz tembló.
Entonces, del suelo agrietado surgió una mano. No una mano humana: era larga, con uñas negras y afiladas como cuchillas. La piel era grisácea, y goteaba algo oscuro, espeso.
La mano me sujetó del cuello con una fuerza imposible. Sentí las uñas clavándose en mi piel. Grité, pero mi voz se ahogó.
Intenté soltarme, pero me arrastraba hacia abajo.
El aire se volvió fuego.
Los árboles ardían, el cielo rugía.
—¡No! ¡No! ¡Suéltame!
Y justo cuando el suelo me tragaba, me desperté.
—¡Aaaaah!
Me incorporé de golpe, empapada en sudor. Mi corazón latía con fuerza, la garganta ardía. Me quedé mirando el techo, intentando respirar.
Solo un sueño.
Un maldito sueño.
El reloj digital brillaba en rojo sobre la mesita.
7:15.
—¡Rayos! —salté de la cama.
Tenía clase a las ocho.
Otra vez tarde.
Corrí al baño y abrí la ducha sin esperar que el agua se calentara. El chorro helado me golpeó como un castigo.
—Perfecto —murmuré—. Justo lo que me faltaba.
Cinco minutos después, salí chorreando, envuelta en una toalla que se resbalaba a cada paso. Mi habitación era un caos de libros, papeles y ropa. Agarré los primeros jeans que encontré —una rodilla rota— y una camiseta gris. Me miré al espejo.
Ojeras, cabello mojado pegado a la cara, expresión de zombie.
—Toda una joya —me burlé de mí misma.
Agarré mi mochila, un alfajor medio aplastado (mi desayuno de campeones) y salí corriendo.
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Llegué al aula justo cuando el profesor empezaba la clase. La puerta rechinó al abrirse y todos los ojos se clavaron en mí.
Sentí cómo me subía el calor a las mejillas.
—Señorita Ángeles Funes, qué sorpresa verla —la voz del profesor cortó el silencio con ironía.
El muy arrogante sonreía. Ese tipo tenía menos de treinta y ya se creía un semidiós. Camisa ajustada, lentes de marco negro, mirada de "soy el centro del universo".
—Perdón, profesor, se me hizo tarde.
—¿Tarde? —repitió con un tono helado—. Lleva diez minutos de clase. Pero, claro, supongo que para usted el tiempo tiene otro significado.
Algunas risitas se escucharon entre los compañeros. Bajé la cabeza y caminé rápido hasta un asiento libre al fondo.
Sentí el nudo en la garganta.
Odio llorar frente a la gente. Odio darles el gusto.
Me senté y abrí la libreta fingiendo atención.
El profesor siguió hablando, algo sobre la mitología griega y los dioses del inframundo. Ironía del destino.
Yo solo podía pensar en mi maldito sueño.
En esa mano.
En cómo me había sentido… atrapada.
Pasó una eternidad hasta que terminó la clase. Todos salieron riendo, hablando de la próxima fiesta universitaria. Yo apenas recogí mis cosas cuando escuché:
—Funes, espere un momento.
El profesor. Claro.
Me acerqué despacio, con el estómago revuelto.
—Sí, profesor.
—¿Se da cuenta de que no puede seguir llegando tarde? —dijo sin levantar la vista de unos papeles—. Tiene excelentes notas, lo sé, pero la asistencia también cuenta.
—Lo sé —murmuré.
—¿Entonces? —alzó la vista—. ¿Cuál es su excusa esta vez?
—Ninguna. Me dormí.
Él me observó unos segundos.
Tenía esa mirada que te desarma, como si viera todo lo que intentas esconder.
—No desperdicie su potencial, Funes. La universidad no es el orfanato. Aquí no hay nadie que la salve si se descuida.
Sentí el golpe. No porque me doliera lo que dijo, sino porque tenía razón.
Asentí sin mirarlo.
—Entendido, profesor. No volverá a pasar.
—Espero que no. —Volvió a concentrarse en los papeles y me dio por terminada.
Salí al pasillo con un nudo en el estómago.
Pensé: mi vida es una basura.
Y sí, lo era.
Tenía diecinueve años, vivía en un departamento que apenas podía pagar, estudiaba historia de lunes a viernes y trabajaba en una cafetería hasta los fines de semana —y muchas veces también de noche.
No tenía familia, ni mascota, ni tiempo para nada que no fuera sobrevivir.
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El turno en la cafetería empezaba a las tres. Caminé hasta allá bajo un sol que derretía el pavimento. El lugar quedaba en una esquina tranquila, con ventanales grandes y olor constante a café tostado.
Era pequeño, acogedor. Un sitio donde la gente iba a sentirse menos sola.
Yo iba porque necesitaba el dinero.
—¡Ángeles! —me saludó Josefina apenas entré—. Pensé que no llegabas hoy.
Josefina era la única razón por la que todavía no había renunciado. Tenía cuarenta y pico, cabello teñido de rojo, sonrisa enorme y una paciencia infinita.
—Llego, pero medio muerta —dije, dejándome caer tras el mostrador.
—¿Otra vez te quedaste dormida?
—Pesadilla —respondí—. De esas feas.
—Ay, cariño, eso es el estrés. Necesitas vacaciones.
Solté una risa sin humor.
—Vacaciones... qué palabra tan exótica.
Ella rió también, y enseguida llegaron los primeros clientes.
El resto del turno fue una sucesión de cafés, bandejas y propinas miserables. Pero con Josefina al lado, todo pesaba menos.
—¿Viste al chico nuevo? —me dijo en voz baja mientras limpiábamos una mesa—. El que vino ayer a preguntar si buscábamos personal.
—No —respondí distraída.
—¡Por favor! Si lo ves, te derrites. Un fuego ese hombre.
—Con mi suerte, seguro viene con novia, anillo y tres hijos.
Josefina se rió a carcajadas.
—Ay, niña, tienes que pensar más en positivo.
Positivo.
Sí, claro.
Miré por la ventana un segundo. Afuera, el cielo empezaba a nublarse. Una sombra de tormenta cruzaba la calle, pero el aire no era frío. Era raro, como si el calor viniera desde el suelo.
Sentí un escalofrío.
—Voy a buscar más leche al depósito —dije.
Bajé por las escaleras estrechas hasta el pequeño sótano. El aire allí siempre olía a humedad, a café molido y cartón viejo.
Mientras buscaba la caja de leche, algo crujió.
—¿Jose? —pregunté.
Nada.
Un segundo después, la luz titiló. Y juraría que, por un instante, vi una sombra moverse detrás de mí. Alta, delgada... inhumana.
Me giré tan rápido que casi tiré una caja.
Nada.
Solo mi reflejo en un espejo viejo apoyado contra la pared.
Suspiré.
—Genial, Funes. Ahora también ves cosas.
Volví arriba, intentando no pensar en eso.
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Cuando el turno terminó, ya era de noche. Caminé las diez cuadras hasta mi departamento con los auriculares puestos, escuchando una lista de rock que me mantenía viva.
Subí las escaleras (el ascensor llevaba un mes roto) y abrí la puerta del monoambiente.
Pequeño, desordenado, pero mío.
Dejé la mochila, me quité los zapatos y me tiré en la cama sin cenar.
Mi cuerpo dolía, pero mi cabeza no paraba.
¿Y si el sueño significaba algo?
¿Y si no era solo un sueño?
Me reí sola.
Sí, claro. Seguramente el universo tiene tiempo de mandarme visiones entre examen y examen.
Cerré los ojos.
Por un segundo, creí escuchar un susurro.
Muy leve.
Como si alguien murmurara mi nombre.
Ángeles.
Abrí los ojos de golpe.
Nada.
Solo el reloj parpadeando, marcando las 23:59.
Me giré para mirar el techo y pensé:
Mañana será mejor.
Mentira.
No lo creía ni yo.
Pero era lo único que podía decirme para seguir respirando.
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Esa noche soñé de nuevo.
No con el bosque, ni con la mano.
Soñé con una voz.
Grave. Suave. Casi dulce.
“No tengas miedo, pequeña.”
Y, por alguna razón que no entendí, no lo tuve.