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León

Me llamo León.

Uno noventa, tatuajes que cubren mis brazos, mi pecho, mi espalda. Mis amigos dicen que soy pura presencia, pura intimidación. Yo sé que no es solo la pinta: es la forma en que camino, en que miro, en que hablo.

Soy territorial. Posesivo. Celoso. Y no lo disimulo.

Ella es Camila, mi novia. La mujer más hermosa que conocí… y la que más me enloquece.

El problema es que no puedo confiar en ella. Nunca. Siempre siento que juega a ser deseada, que provoca, que se alimenta de esas miradas masculinas que la devoran cuando entra a cualquier lugar. Y yo me siento como un animal enjaulado, listo para atacar.

Esa noche fuimos al cumpleaños de uno de mis amigos. El boliche estaba hasta arriba, luces rojas y azules destellando, música reggaetón a todo volumen, cuerpos apretados bailando.

Entramos juntos, yo con la mano fuerte en su cintura, como dejando marcado a fuego que era mía.

Pero apenas cruzamos la pista, noté cómo la miraban.

Dos tipos en la barra se quedaron boquiabiertos al verla. Un grupo en la pista se dio vuelta al paso de sus piernas largas, de su vestido negro ajustado.

Mi mandíbula se tensó.

—¿Ves cómo te miran? —le dije, cerca de su oído, con la voz baja pero dura.

Ella se rió.

—No exageres, León. Son solo miradas.

—No existen las “solo miradas”. Los hombres no miramos por mirar.

Me lanzó esa mirada suya que mezcla ternura con fastidio, como si yo fuera un chico inseguro. Eso me hervía la sangre.

Nos encontramos con mis amigos, pedimos tragos. Intenté hablar, reír, pero mis ojos no la perdían. La veía moverse, acomodarse el pelo, inclinarse a escuchar lo que alguien decía.

Y cada gesto me parecía una traición.

En un momento, la vi inclinada hacia un tipo, un conocido de mi amigo. Sonreía, demasiado cerca.

Caminé hasta ella, tomé su brazo y la aparté.

—¿Qué mierda hacías tan cerca de ese idiota? —le escupí, los dientes apretados.

—¡Nada, León! —protestó, sacándose el brazo—. Solo me dijo que el trago estaba fuerte.

—¿Y tenías que reírte así?

—¡Basta! Estás paranoico.

La acorralé contra la pared, mis manos en sus caderas, mi cuerpo bloqueando el paso. La música vibraba alrededor, pero solo escuchaba mi respiración.

—Vos sos mía —le gruñí.

—Sí, soy tuya —respondió con un suspiro cansado—. Pero me estás asfixiando.

Me alejé, enojado, y pedí otro trago. Y otro. Necesitaba apagar la tormenta que me sacudía adentro. Pero cuanto más bebía, más fuerte se hacía.

En un descuido, la perdí de vista.

Me giré hacia la pista. Nada.

Miré en la barra, en los baños. Nada.

La rabia me subió como fuego.

Imágenes de ella con otro me martillaban la cabeza.

Empujé gente, recorrí el boliche. Hasta que la vi.

En un rincón oscuro, con un tipo.

Su boca pegada a la de él. Sus manos enredadas en su cuello.

El mundo se me puso rojo.

Corrí, lo arranqué de encima, lo tiré al piso.

Mis puños bajaron una y otra vez.

El sonido de huesos, la piel abriéndose. No escuchaba gritos, no sentía manos que me apartaban. Solo los golpes.

—¡León, basta! —gritaba Camila, tirándome del brazo—. ¡Lo vas a matar!

Me detuve un segundo, jadeando, los nudillos ensangrentados.

La miré. Estaba pálida, con miedo.

—¿Vos me hacés esto a mí? —le rugí.

Ella me miraba como si no me reconociera.

Y lo entendí.

—Se terminó, Camila. —Escupí las palabras como veneno—. Quedate con tus jueguitos.

La solté. Caminé hasta la salida antes de que alguien llamara a la policía.

Subí a mi moto, encendí el motor y salí disparado, el rugido ahogando mi furia.

La ciudad quedó atrás. Tomé la ruta, sin rumbo. El viento helado me golpeaba, pero no calmaba nada.

Después de un rato, encontré un bar nocturno en las afueras. Oscuro, con luces rojas y humo en el aire.

Necesitaba perderme.

Adentro, mujeres bailaban en un escenario. Bailarinas eróticas, música lenta y pesada. El ambiente olía a alcohol y sudor.

Me senté en la barra, pedí un whisky doble. Mis nudillos ardían, mi pecho seguía latiendo a mil.

Entonces la vi.

Una de las bailarinas. Pelo oscuro, cuerpo de curvas imposibles, mirada felina. Se movía como si el mundo le perteneciera.

Y por un instante, me perteneció a mí.

Cuando bajó del escenario, se acercó directo hacia mí.

—No sueles venir por acá —me dijo con una sonrisa pícara.

—Primera vez.

Se subió a mi regazo como si me conociera.

Sentí el calor de su piel a través de mi ropa.

—Sos distinto a todos los que entran acá —me susurró.

—¿Y qué se me nota? —pregunté, con la voz ronca.

—Que sos peligroso. Y eso me gusta.

Me acarició el cuello, bajando despacio por mi pecho.

Yo no dudé. La besé. Furia contra fuego. Su boca se abrió bajo la mía y todo el boliche desapareció.

—Vamos a un cuarto —me dijo, mordiéndome el labio.

La seguí por un pasillo hasta una habitación oscura.

Apenas cerró la puerta, la tomé de la cintura y la estampé contra la pared. Ella rió, excitada.

—Eso, León. Mostrame quién manda.

Le levanté la falda sin delicadeza, mis manos recorriendo cada curva.

La penetré con brutalidad, descargando toda mi rabia. Ella gemía fuerte, me arañaba la espalda, me pedía más.

El sexo fue salvaje, animal, sin pausas.

Nada de ternura. Nada de calma. Solo dos cuerpos devorándose, mordiéndose, golpeándose contra la pared, contra la cama, contra el piso.

—Más fuerte —gritaba.

Y yo obedecía, cada embestida más violenta que la anterior.

Mi mundo se redujo a su cuerpo, a su calor, a sus uñas marcándome. A la sensación de que por fin encontraba algo que encajaba con mi furia.

Cuando terminé, quedé jadeando, mi frente contra su cuello. Ella respiraba rápido, su risa aún encendida.

—Nunca tuve algo así —susurró.

—Yo tampoco —contesté, con la voz rota.

Me aparté, abrochándome los jeans.

Ella me miraba con deseo y curiosidad.

—Volvé mañana —me dijo, mordiéndose el labio—. Te estaré esperando.

No contesté. Abrí la puerta y caminé hacia afuera.

Afuera, la noche era fría.

Encendí un cigarrillo, subí a mi moto.

El humo se mezcló con el vapor de mi respiración.

Y me pregunté, mientras aceleraba hacia la oscuridad, si esa mujer era solo una fuga…

o el comienzo de un nuevo infierno del que nunca iba a poder salir.
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