Corona de Espinas
Me llamo Valeria Muñoz.
Soy médica especialista en emergentología. Trabajo en el hospital central de la ciudad y, sinceramente, vivo más horas dentro de estas paredes blancas que en mi propio departamento. No tengo esposo, ni hijos, ni mascotas. Solo tengo esto: las sirenas, los gritos, la adrenalina de salvar una vida antes de que se escape entre mis manos.
Algunos dicen que mi vida es triste. Yo digo que es práctica. ¿Para qué invertir tiempo en hombres que terminan resultando idiotas? Los pocos que intentaron acercarse a mí en los últimos años se desvanecieron al primer roce con mi rutina. Y yo ya no insisto.
Aquella noche de guardia estaba acostumbrada a lo de siempre: intoxicaciones, choques, algún apuñalado, fiebre en niños que desespera a los padres. Nada que no pudiera manejar. Eran las tres de la madrugada cuando escuché la voz del camillero gritar:
—¡Doctoraaa, traen un herido de bala!
Sentí el golpe de adrenalina recorrerme las venas. Corrí hacia la entrada de emergencias. Dos enfermeros empujaban una camilla. Sobre ella, un hombre inconsciente, el torso desnudo y ensangrentado.
El monitor portátil mostraba presión baja, pulso débil.
—Perforación en el abdomen, posible hemorragia interna —informó uno de los paramédicos, agitado.
—Llévenlo a la sala uno. ¡Rápido! —ordené.
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En la sala de emergencias, la luz blanca caía implacable sobre su cuerpo. Era… imponente. Aun herido, su torso era musculoso, marcado como una escultura. El sudor y la sangre lo cubrían, pero no podían ocultar los tatuajes que recorrían su piel: frases en latín, símbolos, figuras abstractas.
Uno en particular me llamó la atención.
En el centro de su pecho, justo por encima del corazón, había una corona de flores entrelazada con espinas. Algo en ese diseño me resultó extrañamente familiar, aunque no lograba recordar de dónde.
Sacudí la cabeza. No era momento de distraerse.
—Vamos a estabilizarlo —dije con voz firme—. Catéter, fluidos, monitorización.
Las enfermeras me alcanzaban todo con la precisión de un reloj. Yo presionaba la herida, limpiaba la sangre, revisaba el trayecto de la bala. Había tenido suerte: el proyectil no había tocado órganos vitales. Se podía coser y derivar a cirugía más tarde para evaluación.
Pedí su historial, pero había ingresado como “NN”. Nadie lo acompañaba.
Me incliné sobre su abdomen, comenzando a limpiar los bordes de la herida. Mi guante estaba manchado de rojo cuando sentí un movimiento bajo mi mano.
El hombre despertaba.
Sus ojos se abrieron lentamente. Verdes. Intensos. Como esmeraldas en la penumbra.
Y en ese instante, lo recordé.
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La imagen me golpeó como una ola desde el pasado.
Universidad. Veintidós años. Una fiesta en una casa alquilada por el equipo de fútbol americano de intercambio. Yo estaba borracha, riéndome de cualquier cosa, escapando de mis propios miedos juveniles.
Recuerdo haberlo visto entrar al salón esa noche. Un gigante. La camiseta blanca le quedaba ajustada, mostrando músculos imposibles. Tenía tatuajes visibles en los brazos y una sonrisa arrogante. Todos lo miraban.
Y sin embargo, en algún momento de la madrugada, fue a mí a quien se acercó.
—¿Quieres bailar? —me había dicho, mirándome con esos mismos ojos verdes que ahora me atravesaban.
No recuerdo cuánto bebí, ni cómo llegamos a la habitación de arriba. Sí recuerdo, con la claridad de lo imborrable, el modo en que me levantó con facilidad, cómo mi espalda chocó contra la pared, cómo su boca devoraba la mía con urgencia. Recuerdo el calor de su piel, el olor a alcohol y perfume, el roce áspero de la barba en mi cuello.
Esa noche, entre risas, besos torpes y un deseo abrasador, me entregué a él.
No supe su nombre. Nunca lo volví a ver. Fue un fantasma de juventud.
Hasta ahora.
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Tragué saliva, intentando recuperar la compostura.
Sus labios se movieron, apenas un murmullo.
—Tú… —susurró.
Me quedé helada. ¿También me recordaba?
—No hables —ordené, intentando sonar profesional mientras cosía la herida—. Has perdido mucha sangre.
Pero su mirada fija me desconcentraba. Cada puntada se volvía más difícil. Mis manos eran firmes, pero por dentro mi corazón latía con un estruendo.
—Tus ojos… —dijo él, apenas audible, como si confirmara una certeza.
—Concéntrate en respirar —le respondí, sin poder sostenerle la mirada.
Terminé de suturar y limpié el área. Sentía su respiración agitada, su pecho subir y bajar, cada músculo tenso. Y yo, maldita sea, estaba temblando.
Me incorporé, intentando recuperar distancia.
—Ya está. La herida está cerrada. No corrés peligro inmediato.
Él me observaba en silencio, con esa intensidad que parecía desnudarme.
Me crucé de brazos, como protegiéndome.
—Debo dar aviso a la policía. Es protocolo en heridas de bala.
Un destello pasó por sus ojos. ¿Miedo? ¿Enfado? No lo supe.
—No lo hagas todavía… —dijo con voz grave, firme a pesar de la debilidad.
Di un paso atrás.
—Es la ley —respondí—. No puedo ocultar esto.
—Por favor… —susurró, y por primera vez supe que ese hombre fuerte, tatuado y arrogante podía suplicar.
Mi respiración se volvió pesada. Recordaba su cuerpo sobre el mío en aquella habitación universitaria, el calor, el deseo. Ahora lo tenía delante, real, herido, vulnerable.
Me pasé una mano por la frente, intentando ordenar mis ideas.
—Escucha… —comencé a decir, pero me interrumpió.
—Valeria.
Me quedé helada.
—¿Cómo sabes mi nombre? —pregunté, la voz apenas un hilo.
Él esbozó una media sonrisa, cansada, peligrosa.
—Nunca olvidé esa noche.
Mi estómago se contrajo. La memoria ardió en mi piel.
Y ahí me quedé, de pie, con la policía a una llamada de distancia, con un hombre herido que había sido mi amante una década atrás, con un pasado que nunca pensé que regresaría.
Lo miré a los ojos.
Verdes. Penetrantes. Inolvidables.
Inspiré hondo, conteniendo el temblor de mis manos.
—Voy a llamar a la policía —repetí, aunque mi voz carecía de convicción.
Él cerró los ojos, pero no dejó de sonreír.
Y yo, mientras marcaba en el teléfono, supe que esa noche no iba a olvidarse nunca.
Ni él, ni yo.