Profesor Prohibido
Nunca fui un hombre de demasiadas palabras fuera del aula. Siempre me refugié en los libros, en la rutina de dar clases, en esa sensación de control que me daba el estar detrás de un escritorio con un programa académico armado. La literatura era mi escudo. Y con mis estudiantes, lo correcto siempre fue mantener la distancia. Para eso soy un profesional, para eso estudié y estructuré mi carrera. Un desempeño intachable, un ejemplo para mis colegas.
Hasta que apareció Erika.
No era la mejor alumna en cuanto a puntualidad, pero sí en algo más peligroso: sabía cómo llamar mi atención. Esa forma de sentarse en primera fila, de cruzar las piernas con calma, de levantar la mano con una sonrisa irónica cuando yo preguntaba algo. Y sus ojos… demasiado seguros para alguien de veinte años. Realmente esa era su edad, Pero su comportamiento reflejaba que había vivido demasiado.
Yo bajaba la mirada al pizarrón, a mis notas, fingía pasar de largo. Pero mi cabeza… mi cabeza era un desastre. Siempre me pasaba lo mismo:
Me descubría imaginando qué pasaría si esa falda que usaba subiera un poco más. Si me quedaba solo con ella en el aula vacía. Si, por una vez, dejaba de ser el profesor reservado y me convertía en el hombre que la deseaba sin freno.
Me odiaba por pensar así. No era propio de lo que se esperaba de mi, y mucho menos de la ética y moral de un profesor universitario.
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Una noche de tormenta, la universidad estaba casi vacía. Había terminado una corrección de parciales y me dirigía al salón de conferencias a dejar unos papeles. La lluvia golpeaba los ventanales y el eco de mis pasos se escuchaba demasiado fuerte. Todo el mundo había ido a casa, y sin embargo yo, Omo tantas otras veces, permanecía allí.
Y entonces la vi.
Erika, sola, revisando unos apuntes en la sala. El cabello húmedo, la falda corta, los labios mordidos mientras escribía en su cuaderno. Ella era demasiado atractiva, demonios.
Me quedé en la puerta, inmóvil. Pensé en dar media vuelta. Era lo que debía hacer. Pero no tuve tiempo.
—Profesor… —dijo sin mirarme, como si supiera que yo estaba ahí—. ¿Siempre se queda hasta tan tarde?
—Tenía trabajo pendiente —respondí, seco, intentando mantener la voz firme. No me atreví a mirarla directo.
Ella levantó la vista y sonrió.
—¿Trabajo? ¿O excusa para vigilarme?
El corazón me golpeó en el pecho.
—No digas tonterías, Erika. Soy tu profesor. Que tendría de raro que me quedé en mi trabajo hasta más tarde.
—Y yo soy su alumna —se levantó despacio, cerrando el cuaderno—. Nada más que eso, ¿verdad?
Me incomodaba cómo se acercaba. Cómo el sonido de sus tacones llenaba el silencio de la sala. Era extraño lo que me preguntó, sin embargo en el fondo, no me pareció tan desacorde con su comportamiento diario.
—Deberías irte a casa. Ya es tarde.
—Está lloviendo demasiado —susurró cuando ya estaba frente a mí—. Quizás debería esperar a que pase la tormenta. ¿Le molesta si me quedo a hacerle compañía?
No supe qué responder.La miré cuando me preguntó...Y en ese instante, cuando bajé la mirada para huir de la intensidad de sus ojos, ella rozó mi mano con la suya. Un contacto leve, pero suficiente para encenderme.
Mi mente gritaba que la apartara. Mi cuerpo, en cambio, se tensó de deseo. Mi mente quería alejarse de ese lugar...Pero mi cuerpo pedía por favor.
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—Profesor Nathan… —su voz era baja, casi un gemido contenido—. ¿Alguna vez rompió una regla?
Tragué saliva.
—No deberías…
—¿No debería qué? —me interrumpió, acercándose aún más—. ¿Desearlo?
Supe que había perdido.
La tomé de los brazos con fuerza, intentando detenerla, pero ella se pegó más a mí. Sentí su perfume, su calor, su respiración contra mi cuello. Y exploté.
La besé. Feroz, sin control. Mis labios se apoderaron de los suyos, mis manos bajaron por su cintura, hasta levantarla apenas y empujarla contra el escritorio. No pesaba nada a mi tacto, o quizás era esa furia animal que me sacaba de quicio.
Ella rió entre el beso, una risa excitante, insolente. Se atrevía a provocarme y jugar conmigo.
—Sabía que no era tan santo como parece.
—Cállate —murmuré, besándola otra vez, con hambre acumulada. Cada palabra que decía, se la apagaba con un beso duro, casi enfermo.
Sus piernas rodearon mi cintura, su falda se subió sin esfuerzo bajo mis manos temblorosas. El roce de su piel me enloqueció. No era el profesor reservado ahora. Era un hombre que llevaba demasiado tiempo reprimiéndose. Y la iba a poner en su lugar....mocosa insolente.
—Más fuerte… —jadeó contra mi oído.
Y la tuve. Contra el escritorio, entre papeles y libros, con la lluvia golpeando las ventanas como un aplauso salvaje. Cada embestida era una confesión que no podía hacer con palabras. Cada gemido suyo era gasolina para un fuego que llevaba meses guardado.
La sujeté del cuello, no con violencia, sino con posesión.
-Te gusta? es lo que estabas buscando no?
Ella me arañó la espalda, sonriendo con malicia.
—Si...rompame ... profesor...
Lo hice. Le hice sentir el rigor como jamás en la vida lo habrá vivido.
De a momentos pedía clemencia, y mis embestidas aumentaban. No quería llegar a límite rápido , quería que ella sintiera todo el castigo de lo que había despertado en mi.
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Cuando todo terminó, el silencio fue tan pesado como la tormenta que seguía afuera. Me aparté, respirando agitado, con el sudor pegado en la frente.
Erika acomodó su falda con calma, como si nada hubiera pasado. Me miró y dijo:
—Sabía que detrás de sus libros había un hombre.
No pude responder.
Ella tomó su cuaderno, me lanzó una última mirada cargada de algo que no supe descifrar —¿triunfo?, ¿ternura?, ¿ambas?— y salió de la sala.
Yo me quedé solo, con el pulso desbocado, consciente de que había cruzado un límite que no tenía regreso.
Y, aún así… lo único que podía pensar era en cuándo volvería a buscarme.