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Secreto entre estantes

Siempre pensé que mi lugar en el mundo estaba entre libros. El silencio de la biblioteca universitaria me resultaba más acogedor que cualquier bar lleno de gente. Allí podía escapar de todo, incluso de mí misma.

Y allí fue donde lo noté a él.

Nathan.

Siempre sentado en la misma mesa, en la esquina más iluminada, rodeado de pilas de libros que parecían una muralla. Gafas cuadradas, cabello rebelde, ropa sin gracia… y, sin embargo, había algo que me obligaba a mirarlo más de lo que debía.

Lo veía todos los días, en la misma postura, leyendo, escribiendo, esquivando las burlas de algunos idiotas que lo señalaban en los pasillos. Él jamás reaccionaba. Solo bajaba un poco la cabeza y volvía a sus páginas. Yo lo observaba en silencio, con esa mezcla de curiosidad y atracción inexplicable.

Algo había en él...algo oculto.

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Un día, necesitaba un ejemplar de Madame Bovary. Estaba en un estante demasiado alto. Me estiré en puntas de pie, pero apenas llegaba a rozar el lomo con la punta de mis dedos.

—¿Quieres ayuda? —una voz grave, tímida, me sorprendió.

Me giré. Era él. Nathan estaba a mi lado, tan cerca que casi pude sentir el calor que emanaba de su cuerpo.

—Sí… gracias —alcancé a murmurar, algo nerviosa.

No esperé lo que vino después. Sus manos firmes se apoyaron en mi cintura y, con una facilidad pasmosa, me levantó del suelo. Contuve un jadeo, sorprendida por la fuerza que no imaginé en él. Pude alcanzar el libro y, cuando mis pies volvieron al suelo, mi corazón ya latía como loco.

—Aquí está el libro que estaba buscando...—dije, alargando el ejemplar con torpeza.

Él sonrió, apenas un gesto sutil, pero suficiente para que me estremeciera. Diablos era muy atractivo.

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Después de ese encuentro, comenzamos a hablar. Cosas triviales: autores, materias, cafés aguados de la facultad. Descubrí que detrás de esa timidez había un humor inteligente, ácido. Cada palabra suya me dejaba con ganas de más. Nathan estaba despertando en mi un interés que no sabía que existía.

Y empecé a esperarlo. Todos los días. Me acostumbré a verlo en su mesa, a cruzar alguna mirada furtiva, a intercambiar comentarios rápidos. Era algo que me hacía sentir viva día a día.

Hasta que una tarde no estaba. Era raro, siempre estaba allí.

Entré a la biblioteca y su sitio estaba vacío. Me inquieté sin razón lógica. Lo busqué con disimulo entre las mesas, pero no lo encontré. Sentí un vacío extraño, como si el aire me faltara. Dios...me hizo desesperar.

Al final, decidí recorrer los pasillos traseros. Y allí estaba. Agachado, con un libro en la mano, perdido en su mundo. Que hacia?

—Nathan… —dije, más aliviada de lo que debería al verlo por fin.

Él se enderezó de golpe y me chocó. Perdí el equilibrio y solté un gritito ahogado. Pero antes de que pudiera caer, sus manos me atraparon por los brazos.

Quedamos inmóviles. Sus ojos, tan claros detrás de las gafas, se clavaron en los míos. Sentí un calor arrollador, como si todo lo que había callado esas semanas me explotara en el pecho.

No pensé. No dudé. Lo besé.

Mis labios buscaron los suyos con furia, con hambre contenida. Y para mi sorpresa, Nathan respondió.

Su beso fue intenso, desesperado, como si también lo hubiera estado esperando. Me giró bruscamente y mi espalda chocó contra la estantería repleta de libros. Gemí, no solo por el golpe leve, sino porque su boca recorría ahora mi cuello con una ansiedad que jamás habría asociado a su silencio cotidiano.

—No sabes cuánto lo deseaba —susurró, con una voz que sonó más oscura, más masculina, que todo lo que había escuchado antes.

Sus manos se deslizaron por mis muslos y subieron mi falda sin pedir permiso. Mi respiración se volvió jadeos, cada vez más rápidos.

—Nathan… —quise decir algo, pero mis palabras se ahogaron cuando sentí la dureza de su erección presionando contra mí.

No hubo más espera. Me sujetó de las caderas y, con un movimiento rápido y voraz, me penetró.

Un gemido agudo se me escapó entre labios mordidos. El silencio de la biblioteca parecía un insulto ante el caos de placer que me atravesaba.

Él embestía con fuerza, sin miramientos, empujándome contra los estantes. Los libros temblaban con cada vaivén. Me aferraba a los lomos viejos, como si fueran mi único sostén, mientras mi cuerpo ardía en una espiral de deseo.

—Dios… Sofía… —murmuraba entre dientes, cada palabra cargada de lujuria.

Sentía el sudor en su frente rozando la mía, la tensión de sus músculos bajo esa camisa nerd que ahora revelaba otra verdad. Nathan no era débil. Era brutal, salvaje, y lo estaba sacando todo conmigo.

El placer me recorrió como una descarga eléctrica. Jadeé su nombre mientras me aferraba a él, y mi cuerpo se arqueó en un orgasmo que me hizo olvidar dónde estaba.

Nathan me siguió segundos después, con un gemido ahogado, hundiéndose en mí con la última estocada.

Quedamos quietos, temblando, nuestras respiraciones desbocadas llenando el pasillo. Él me besó de nuevo, pero esta vez con ternura. Lento, suave, como si quisiera grabar en mis labios la memoria de lo que acabábamos de vivir.

Y entonces se apartó.

—Lo siento… —dijo, sin mirarme.

—¿Qué? —pregunté, todavía en shock, con las piernas temblando.

Él acomodó sus gafas, recogió el libro que había dejado en el suelo y se alejó con pasos rápidos.

Lo seguí con la mirada, esperando que se girara. No lo hizo.

Esa fue la última vez que lo vi.

Días después, su mesa permaneció vacía. Nadie sabía nada de él. Era como si nunca hubiera existido.

Pero yo sabía que sí. Lo sentía aún en mi piel, en mis labios, en cada rincón de mi cuerpo. Nathan se había convertido en un secreto ardiente, escondido entre estantes, que me acompañaría para siempre.
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