Capítulo 4 La niña
Estaciono frente a mi casa y salgo del auto. Al entrar a la casa, me sorprendo cuando observo a la Nana bajar por las escaleras de forma precipitada y con una extraña expresión de angustia en su rostro. Es algo poco común en ella, a menos que…
―¿Qué sucede, Nana?
Pregunto con resignación. Mucho me temo que este día de mierda aún tiene sorpresas guardadas para mí. No sé por qué, pero tengo la repentina impresión de que se avecina algo peor.
―Será mejor que entremos, hijo ―me indica con voz entrecortada. Serán ideas mías, pero creo que hay cierta emoción en su voz que me pone bastante inquieto. ¿Qué demonios la tiene tan exaltada?―. Hay algo que debo mostrarte. Necesito que estés preparado mentalmente para esto.
Entrecierro los ojos y la miro con suspicacia. Esto no me está gustando para nada. Doy un respiro profundo. Este jodido día parece no querer terminar aún. Me paso las manos por el rostro con hastío y resignación. Los problemas están empecinados en martirizarme la vida.
―Muy bien, Nana, guíame y muéstrame ese asunto tan importante que te tiene tan impactada e impaciente.
La sigo de cerca. De repente me ataca una especie de mal presentimiento. Si de por sí odio las sorpresas, que vengan una tras otra, se convierte en mi peor pesadilla. Subimos los escalones hasta el primer piso, atravesamos el corredor y llegamos a su cuarto. Me mira a los ojos con preocupación, antes de girar la perilla y empujar la puerta. Me paralizo en el instante en que escucho provenir desde el interior de la habitación el llanto de un pequeño bebé. ¿Qué carajo? ¿De eso se trata la bendita sorpresa? ¡Esto es el colmo!
―Nana, te he dicho que está prohibido tajantemente que la servidumbre traiga a sus hijos a su sitio de trabajo ―expreso, molesto―. Sabes bien que no soporto, que perturben la paz y la tranquilidad de este hogar ―sigo el sollozo de la criatura―. Me gusta disfrutar del silencio que solo encuentro en los predios de este lugar y con los chillidos de esa criatura molesta, dudo mucho que pueda lograrlo.
Permanece callada y me ignora mientras se dirige hacia su cama. Ella ha sido como una madre para mí durante casi toda mi miserable vida, pero hay ocasiones en las que colma mi paciencia con sus ocurrencias inesperadas. Me conoce mejor que a nadie, así que no entiendo por qué razón sigue empujando mi paciencia hasta el límite. Necesito que entienda que soy un tipo con ciertas peculiaridades y, que no estoy dispuesto a cambiar mis gustos, bajo ninguna circunstancia. Por supuesto, siempre termino perdiendo mis discusiones con ella. Hace lo que se le da la real gana, porque es la única persona que puede tomarse ciertas libertades conmigo, aunque termine arrepintiéndome por ello. Es mi talón de Aquiles, para que intentar negarlo.
―Quise llamarte en un par de oportunidades, no obstante, me arrepentí porque consideré que este era un asunto que no se puede discutir por teléfono, así que decidí encargarme de la cuestión hasta que aparecieras y pudiera ponerte al tanto de este nuevo acontecimiento.
No sé por qué siento que ya ha tomado una decisión al respecto y, que nada de lo que yo diga, la hará cambiar de parecer. Mucho me temo que se avecina una tormenta de grandes magnitudes.
―No, Nana, no me vas a hacer cambiar de parecer. No quiero berrinches taladrando mis oídos. Sabes bien que no soporto a los niños.
Se acerca a su cama y toma del medio al pequeño bulto envuelto entre mantas baratas, que, presumo, es el hijo de alguna de las chicas de la servidumbre. Ruedo los ojos e inhalo una profunda bocanada de aire. Esto era lo último que me faltaba. Una vez que averigüe a cuál de los empleados le pertenece esa criatura infernal, lo pondré de patitas en la calle sin ningún tipo de contemplaciones.
―Este pequeño bebé es el asunto del cual quería hablarte ―lo envuelve entre sus brazos y lo acurruca contra su pecho de manera protectora―, pero no sé si te va a gustar lo que tengo que decirte al respecto ―calla durante algunos segundos antes de continuar―, quiero…
La detengo en el mismo instante en que interpreto el camino al que nos llevará esta conversación. De ninguna manera quiero ver mi casa convertida en una maldita guardería.
―No, Nana ―le respondo con un no rotundo―. No voy a permitir que los empleados traigan a sus hijos a esta casa ―le respondo tajante―. Esto no es un puto jardín de infancia ―niego con la cabeza―. Saca a esa cosa de aquí y…
Me arrepiento de inmediato del lenguaje que acabo de usar en su presencia.
―Más te vale que moderes tu vocabulario, Anthony McGregor ―me apunta con su dedo de forma amenazante―, no creas que, porque eres un hombre adulto, voy a permitir que me faltes al respeto.
Me muerdo la lengua.
―Lo siento, mamá, no quise…
Intento pedirle disculpas, pero me hace cerrar la boca en cuanto menciona la siguiente frase.
―Esa pequeña criatura que ves entre mis brazos no es la hija de ninguno de nuestros empleados ―entrecierro los ojos y la observo con cautela. Entonces, si no es la hija de ninguno de ellos, ¿de quién demonios es? ―. Es tu hija, Anthony.
Pero, ¿qué jodida locura acaba de decir? Es algo inconcebible. ¿Mi hija? Sus palabras me impactan como una patada directo a la boca de mi estómago. Me quedo sin aire en los pulmones y completamente entumecido con la insólita noticia.
―¿Qué loca idea es esa que se te acaba de ocurrir, Nana? ―pregunto consternado―. Esta vez te has pasado de la raya ―le suelto, en medio de mi desconcierto―. Por mucho que te ame y agradezca todo lo que has hecho por mí, no estoy dispuesto a soportar una broma tan ridícula como esta.
Su mirada se torna dolorosa, lo que me hace sentir miserable. Me quedo callado, porque no sé de qué manera afrontar esta discusión con ella, sin lastimarla. Me conozco bien y puedo decir palabras de las cuales termine arrepentido. Se aleja de mí sin pronunciar ni una sola palabra más. Trago grueso, no quiero que se sienta mal por mi culpa. Camina hasta su tocador y saca de una de las gavetas un sobre de papel. Se vuelve y se aproxima hacia mí para entregármelo. Lo miro como si ese paquete contuviera el más letal de los virus mortales. Dudo unos segundos antes de tomarlo, porque intuyo que no me gustará de ningún modo lo que voy a encontrar en su interior. Lo abro y saco la hoja que contiene. Siento que quema las yemas de mis dedos con el solo contacto. La desdoblo y todo mi mundo se va a al garete desde el mismo momento en que leo su contenido.
Anthony, lo siento mucho, pero no estoy dispuesta a llevar la carga de una niña a la que no quiero, ni por la que estoy dispuesta a hacerme responsable. Aquella noche que disfrutamos en ese hotel, luego de salir de la discoteca en la que nos conocimos; trajo consecuencias inesperadas. Aunque no tuve el valor para deshacerme del embarazo, tampoco tengo la intención de convertirme en una madre en este momento de mi vida. Tengo sueños por cumplir y una vida para disfrutar y, ella, se interpone en todos mis planes. No estoy dispuesta a detenerlos para convertirme en la madre que nunca llegaré a ser, así que te entrego a tu hija, porque estoy segura de que tú podrás darle todo aquello que yo nunca podré ofrecerle… un hogar y una familia.
Te dejo el registro de su nacimiento y un documento notariado en el que renuncio a mis derechos como madre y se los entrego a su padre, o sea… tú. Espero que puedas comprender mi decisión. No pierdas tu tiempo intentando encontrarme. Me iré lejos; a un lugar en el que no puedas encontrarme.
Con manos temblorosas reviso el resto de los documentos. Un repentino mareo me toma desprevenido. Me tambaleo y dejo caer los papeles al piso. Apoyo la mano sobre la pared al sentir que mis piernas tiemblan como gelatinas o terminaré cayendo y estrellándome de cara contra el suelo. No entiendo ni una pizca de esta loca historia. Es imposible que sea el padre de esa niña, siempre me he cuidado para evitar sorpresas inesperadas como estas. Inhalo profundamente, porque siento que me estoy quedando sin aire en los pulmones. No obstante, los recuerdos de aquella noche se desarrollan dentro de mi cabeza como una película de terror.
―¿Estás sola?
Me acerco a la rubia. Llevo largo rato observándola y todas las señales me indican que esta noche busca diversión. Lo mismo que yo.
―¡En absoluto! ―me responde con picardía―, pero puedes invitarme un trago y acompañarme por un rato. No quiero estar sola.
¡Bingo! Esta noche tendré compañía. Dos horas después de una entretenida conversación y de llenarnos las venas con todo el licor ingerido, salimos de allí y entramos a un hotel para darle rienda suelta a nuestros deseos. Apenas cruzamos la puerta, la empujo contra una de las paredes e introduzco una de mis manos debajo de su vestido para comprobar que tan lista está para mí. Está empapada. Ella se entrega desesperada y deseosa debido a mis toques. Sus gemidos me ponen a mil y hacen que mi polla se endurezca como roca. Hago pedazos sus bragas y se las arranco de un tirón. No soy un hombre de perder tiempo en menesteres innecesarios, así que, con una de mis manos, sujeto su muslo y elevo su pierna para dejarla en el ángulo propicio. Con la otra mano deslizo el cierre de mi pantalón, extraigo mi miembro y, en menos de lo que canta un gallo, me empujo dentro de ella con todas mis fuerzas. Cierro los ojos al sentir la manera en que me absorbe. Sus paredes me oprimen de tal manera, que tanto aguantar para llegar a este punto, me tiene a punto de venirme cual adolescente. El alcohol me desinhibe y comienzo a moverme tan ávidamente que la hago llegar al orgasmo en menos tiempo de lo esperado. Instantes después, me dejo ir dentro de ella, llenándola con mis fluidos y haciendo que estos se escurran por sus muslos mientras la siento convulsionar entre mis brazos. Sin embargo, la emoción se acaba una vez que la bestia está satisfecha. Abandono su interior y guardo mi miembro dentro del bóxer. Subo la bragueta de mi pantalón y salgo de la habitación sin mencionar ni una sola palabra.
¡Santo Dios! No miré atrás cuando me alejé de aquella habitación y la dejé abandonada como si fuera una cualquiera. Nunca imaginé que una noche de placer desenfrenada tuviera consecuencias tan catastróficas para mi vida. ¿Qué carajo hice? Salgo de la habitación, completamente aturdido. Mi cabeza se ha vuelto una maraña de pensamientos confusos. En este preciso instante no puedo pensar con coherencia, es más, ni siquiera sé si soy capaz de razonar sobre lo que está sucediendo.
―¡Anthony!, por favor…
Grita la Nana, con insistencia. Sin embargo, no hay nada que pueda decir al respecto. Por ahora no deseo hablar con nadie sobre este asunto.
―No puedo, Nana ―le indico abrumado―. Necesito estar solo.
Huyo a mi oficina y me encierro dentro de ella. Me dirijo al bar y me sirvo un trago doble de licor para tratar de quitarme este entumecimiento que siento en todo mi cuerpo. Me dejo caer sobre el sillón, agobiado por la súbita e inesperada revelación. Sostengo el vaso lleno, en una de mis manos, y la botella en la otra. Me bebo el trago de un empujón y vuelvo a llenarlo una y otra vez. Las horas pasan una tras otra mientras sigo bebiendo sin parar. De un momento a otro, comienzo a ver todo borroso. No obstante, sigo bebiendo hasta que caigo, presa de la inconsciencia.
