Capítulo 2
Llego a casa volando, calculando si me dará tiempo a hacer todo lo necesario y llegar puntual a la reunión en el café.
Nos hemos quedado charlando con Denis justo cuando menos debía. Bueno, yo hablaba, y él escuchaba, procurando servirme otra copa de su siguiente “obra maestra”.
La escena parecía un chiste:
—Taya, ¿por qué está vacía la botella?
—Estaba curando una herida.
—¿Cuál?
—Una del alma.
La herida no era tan grande. Sé perfectamente que yo también tengo parte de culpa en lo ocurrido. Así que agarrar a Vera de esos mechones rubio platino no podría. Aunque ganas no me faltan.
Dejo el bolso en el pasillo y me quito el vestido ligero por la cabeza.
—¿Alyona, estás en casa? —grito lo bastante fuerte para que mi hermana menor me oiga a través del rock pesado de sus auriculares.
No hay respuesta. Cruzo el pasillo y abro de golpe la puerta de su habitación.
La enana está sentada en la silla en posición de loto, con unos shorts diminutos y unos auriculares enormes con orejitas de gato.
El pelo color paja recogido en un moño, las gafas resbalando por la punta de la nariz.
Alyona teclea con entusiasmo, sin darse cuenta de que hay alguien más en la habitación.
Pongo los ojos en blanco, cuento hasta diez mentalmente y me obligo a calmarme.
De nada sirve —esa niña no notaría un terremoto.
Tener una informática en casa es una alegría dudosa.
Aunque, claro, si la comparas con una escritora… no está tan mal.
Le pongo una mano en el hombro.
Ella da un respingo, se quita los auriculares y me mira con atención.
—Uf, me asustaste —dice con solemnidad y cierra deprisa la ventana del monitor.
Pero ya he alcanzado a ver que no está “programando”, sino chateando con su larguirucho amigo.
—La próxima vez entrarán los ladrones y te llevarán con todo —frunzo el ceño, intentando parecer una hermana mayor severa.
Alyona resopla:
—Ay, ya está… ¿Quién va a querer robar aquí?
Su comentario me pincha un poco, aunque tiene razón.
No hay mucho que llevarse.
Nuestros ordenadores son lo único de valor.
El resto: la lavadora, el calentador, la cocina… bueno, digamos que sobreviven, pero solo gracias a la respiración artificial, y siempre amenazan con jubilarse.
Ni mis honorarios como escritora ni la beca de excelencia de Alyona, estudiante de segundo curso, nos permiten vivir a lo grande.
—El mensajero trajo tus ejemplares de autora —informa Alyona, estirándose perezosamente para alcanzar una camiseta con un búho estampado y ponérsela.
Su desnudez nunca la incomoda, y mi presencia la considera algo natural, evidente.
A veces me ve como una segunda madre, otras como su mejor amiga.
Y no hay razón para avergonzarse de ser ninguna de las dos.
—Hoy voy al cumpleaños de Lyalya. Me quedaré a dormir —dice—. Tendremos toda la casa para nosotras, solo chicas.
—Bien, me llamas luego —asiento.
No tengo que asustarla con advertencias tontas: Alyona tiene la cabeza bien puesta.
Además, le interesan mucho más los códigos que los chicos.
Y Lyalya es igual de friki informática que ella. Se han encontrado la una a la otra.
Mi hermana no se mete en malas compañías.
En la adolescencia hubo intentos, pero al cumplir los veinte, Alyona Grot se puso las gafas y se tranquilizó. Bueno, más o menos.
—¿Vas al encuentro de chicas esta noche? —pregunta sin apartar sus ojos verdes de mi cara.
Los mismos ojos que los míos.
Por ellos cualquiera adivinaría que somos hermanas: demasiado parecido el color, demasiado parecida la mirada.
—Sí —respondo brevemente—. Pero primero, ducha.
Por ahora no tengo ganas de contarle nada ni sobre Vera ni sobre Max Young.
No quiero admitir mi propia estupidez.
Ni hablar de quienes me han traicionado.
El agua caliente me quema la piel, pero parece que no lo siento.
Mis pensamientos están demasiado lejos del azulejo blanco y del gel con aroma a albaricoque.
Al salir de la ducha me envuelvo en una toalla, limpio el espejo empañado y me quedo un rato mirando mi reflejo.
Ni una belleza ni un espanto.
Una mujer normal de veinticinco años, muy lejos de las muñecas de revista que posan en las redes sociales.
Piel blanca, cabello negro, manos sorprendentemente bonitas y unos cuantos kilos de más en la cintura que, curiosamente, nunca me han molestado.
Nunca quise ser modelo.
Tengo cosas de las que estar orgullosa, más allá de una figura esquelética.
