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Capítulo 2.1

Por alguna razón, ante mis ojos aparece Vera.

Delgada, bonita, siempre escuchando a los hombres con tal atención que hasta el más patético enclenque se siente un águila. Sabe cómo hacerlo.

Yo, en cambio, ni al lado de tipos como Max o Denis tengo el más mínimo deseo de fingir que soy más tonta de lo que soy.

Con sorpresa me doy cuenta de que he pensado en Max.

¿Y eso a qué viene?

Un bruto sin pulir con aires de macho alfa, convencido de que está por encima de los demás. Nada más.

Me arreglo rápido para la reunión. Jeans, camisa, un toque de maquillaje. Solo aliso el cabello: cae en ondas lisas, negro líquido, como obsidiana en manos de los antiguos sacerdotes mayas.

Agarro el bolso, le grito a Alyona que ya me voy.

Mi hermana me desea que me divierta.

Suelto una risita amarga, niego con la cabeza y salgo de casa.

Aunque el sol ya se está poniendo, la brisa vespertina no se apresura a abrazar la ciudad con sus brazos transparentes.

El aire sigue pesado, húmedo.

Muchos se quejan: que el sol quema, que las nubes no cubren el cielo, que el viento caliente y loco no deja respirar, lanzando polvo y calor del sur directo a la cara.

A mí me encanta el verano.

Me gusta no tener que ponerme capas de ropa, no temer que un soplo de aire frío te deje enferma.

El verano no es como el invierno.

El verano es bullicio y vida; el invierno, un silencio blanco, tan temible como el negro silencio de la noche.

El café queda a tres paradas, pero bajo dos antes.

Necesito caminar, ordenar mis pensamientos.

Datos iniciales:

Max Young.

Un alfa.

El chico de portada.

Dueño de un estudio de tatuajes.

Dueño de una cuenta de Insta con cientos de miles de seguidores.

Un machista con sonrisa de anuncio.

Tiene la habilidad de decir barbaridades sin que te entren ganas inmediatas de hacerlo brocheta, y gusta a quienes no tienen la cabeza para ver más allá de sus músculos.

No hay duda: Max tiene más admiradoras que Alyona fantasías sobre “seré rica y famosa”.

Algunas mujeres se indignan con sus frases; otras lo adoran.

Claro… extranjero, guapo, macho.

Bah.

Veo a Tania acercarse al edificio color café con el tejado de tejas naranjas.

Nuestra eterna bromista, un torbellino de alegría.

Se le mete una piedrecita en la sandalia, salta en un pie, se apoya en la pared, la saca, y luego entra al café casi corriendo.

Seguro que dentro ya está Liza, la morena seca y seria con gafas, que siempre hace todo como debe y pasa media vida regañando a alguien.

Pero nadie se enfada con ella, porque cuando pasa algo malo, es la primera en acudir.

Eso sí, sin olvidar sermonearte.

Cruzo la calle y me escondo detrás de una fila de coches caros.

Aquí no se puede aparcar, pero mientras no los multen, todos hacen la vista gorda.

Y ahora, me están prestando un servicio inestimable.

Llega un taxi.

Vera sale del coche flotando, como un hada.

Hoy está deslumbrante, con su nuevo vestido blanco.

Puedo imaginar perfectamente cómo el vino tinto de mi copa, “accidentalmente” volcada, se derrama sobre esa tela pura.

Se extiende, se absorbe, parece sangre.

Y resalta aún más la blancura del vestido.

Respiro hondo, ahogando mis pensamientos homicidas.

Golpear a Vera queda descartado.

Agarrarla del cuello, también.

Y sería muy raro que yo, que detesto el vino tinto, lo pidiera esta noche.

Llamaría tanto la atención como si apareciera con el pelo verde.

No es un crimen, pero todos lo notarían.

De pronto entiendo que no quiero entrar.

Dentro de mí, la ofensa se ha enrollado como una serpiente, escondiendo su veneno entre pétalos falsos.

¿Cómo pudiste?

Amiga.

Sí, claro.

Hace nada llorabas en mi hombro porque tu ex era un imbécil que no veía a las mujeres como personas, y ahora…

Por cierto, ¿desde cuándo conoce a Young?

La idea me hace detenerme.

Se me ocurre demasiado tarde, pero debería haberlo pensado antes.

Las charlas con Denis me distrajeron.

Miro a mi alrededor: ya me he alejado bastante del café.

Caminar tanto no me cansa; tengo buena práctica, incluso con tacones.

Suena el móvil en el bolso.

Lo saco y miro la pantalla: dos círculos, verde y rojo.

Y entre ellos, un nombre: Vera.

La odio.

La mataría.

Le quito el sonido, pero no cuelgo.

Que piense que no lo oí.

Acelero el paso.

Por suerte, aquí el callejón está vacío.

Caminaré hasta el parque, mandaré un mensaje a las chicas diciendo que no voy.

Aún no sé qué excusa inventar, pero algo se me ocurrirá.

¿Soy escritora o no?

El teléfono vuelve a sonar.

Esta vez es Valya.

Debe de haber llegado ya.

Pero es como si me hubieran drenado toda la energía: no puedo ni mover un dedo para contestar o colgar.

Levanto la vista lentamente y decido cruzar la calle mientras la flauta china del tono de llamada sigue sonando.

Creo oír el motor de un coche, pero mi atención se desvía hacia un chico que pasa delante de mí.

Sale a la calzada y algo se le cae del bolsillo.

Se agacha para recogerlo.

Escucho el rugido del motor, demasiado cerca.

Miro hacia un lado, y con horror comprendo que es un coche.

Una lanza de hielo me recorre la espalda, las rodillas se me doblan.

¡No va a llegar, no va a llegar! —grita mi mente.

El cuerpo se mueve solo.

El instinto despierta: primero actúa, luego piensa.

Me lanzo hacia delante, empujo al chico fuera del camino con todas mis fuerzas.

Pero pierdo el equilibrio y caigo encima de él.

Él suelta un gemido y alcanzo a oír un ronco:

—¡Fuck!

Mi rodilla arde de dolor.

Un gemido me escapa entre los labios.

El coche pasa rozándonos, salvándonos por unos milímetros.

Todo mi cuerpo arde, los pensamientos se deshacen como seda mojada bajo unas tijeras afiladas.

El corazón late desbocado, golpeando en mi garganta.

Apoyo las manos en el asfalto sucio, respiro hondo.

Y entonces levanto la cabeza y me encuentro con la mirada de aquel a quien acabo de salvar la vida.

Sus ojos arden en ámbar.

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