2. Resurgida
El nombre quedó suspendido en sus labios, como una plegaria no pronunciada del todo.
Solanch no se detuvo. Ni un parpadeo. Ni un temblor. Pero por dentro, cada célula de su cuerpo ardía con el fuego de un reconocimiento que no había pedido.
Cruzó el salón sin desviarse, ignorando las miradas que saltaban de ella a Mikhail como si presenciaran el preludio de una tormenta. Nadie se atrevía a interrumpir el silencio denso que se formó entre ambos.
Él, el hombre que una vez la tuvo.
Ella, la mujer que aprendió a reconstruirse entre las ruinas que él dejó atrás.
Cuando por fin sus caminos se cruzaron a escasos metros, el tiempo pareció suspenderse.
Los murmullos se convirtieron en telón de fondo. El bullicio se volvió eco.
Solo quedaban ellos dos, frente a frente, como si cinco años no fueran nada.
Como si aún no se hubieran dicho todo.
O tal vez, como si nunca se hubieran dicho lo esencial.
—Has vuelto —dijo él, con una voz más grave, más medida. La voz de alguien que había dejado de esperar… pero nunca de recordar.
—Nunca me fui del todo —respondió ella, sin romper su postura erguida—. Solo necesitaba que el polvo se asentara.
La comisura de sus labios apenas se curvó, no en una sonrisa, sino en una declaración silenciosa de poder. Ya no era la joven enamorada que lo seguía a donde él dictara. Ahora era su igual. O peor: su competencia.
Leonardo bajó la mirada por un segundo, apenas un pestañeo, lo suficiente para que ella lo sintiera.
Era la primera grieta en la armadura del CEO.
—The Blake Agency… —murmuró él—. Estás jugando en mi campo.
—Error, Mikhail.
—¿Sí?
—Este campo, querido, siempre fue mío. Solo que antes no sabía cómo reclamarlo.
Y con esa última frase, Solanch continuó su camino.
Los tacones de Solanch golpeaban el mármol con una cadencia firme, elegante, casi ensayada. No miraba hacia atrás. No lo necesitaba. Sabía que él la miraba. Sabía que lo había dejado sin aliento. Y ese conocimiento le bastaba.
Pero no a Mikhail.
El hombre que una vez creyó poseerla —su cuerpo, su lealtad, su nombre— no podía quedarse inmóvil mientras ella se alejaba como si él no significara absolutamente nada.
No ahora.
No después de todo.
Dio un paso. Luego otro. Y finalmente, impulsado por algo que ni él mismo comprendía del todo, alargó la mano para tomar la de ella, para detener ese andar que lo condenaba al olvido.
—Solanch… —murmuró, con una urgencia que apenas lograba contener.
Sus dedos rozaron el dorso de su mano. Un contacto sutil, pero cargado de electricidad. Ella no se detuvo, aunque su cuerpo se tensó apenas. Estaba a punto de girarse… cuando una mano firme y seca interceptó la de Mikhail, apartándola con precisión.
William Blake.
El asistente y guardaespaldas 7principal de la agencia. El hombre que había hecho posible el ascenso de Solanch a lo más alto. Y el primero en apostarlo todo por ella cuando su nombre aún era motivo de susurros y escándalos.
Mikhail lo miró, confundido primero, molesto después. Su ceño se frunció con la misma intensidad que mostraba cuando una negociación se salía de control. Pero esto no era una negociación. Era algo más visceral. Más peligroso.
—¿Quién te crees tú para detenerme? —espetó Mikhail, su voz grave como una amenaza velada.
William no se inmutó. Su rostro seguía impasible, su postura tranquila, como si hubiera esperado esa confrontación durante años.
—El hombre que no va a permitir que la toques —respondió con calma, pero con una dureza que heló la sangre de los que estaban cerca.
Un silencio pesado cayó sobre el grupo que los rodeaba. Algunos fingieron no escuchar. Otros observaron con una mezcla de morbo y precaución. Pero nadie intervino.
Esto era personal.
Viejo.
Inevitable.
—Tú no entiendes nada —masculló Mikhail, entre dientes —Esto no es asunto tuyo.
—Al contrario —replicó William, sin perder la compostura —Todo lo que atañe a ella me concierne. Porque mientras tú la usabas, yo la ayudaba a reconstruirse. Mientras tú la silenciabas, yo la escuchaba. Y mientras tú la perdías… yo estaba ahí para recordarle quién era.
Mikhail apretó los puños. Su mandíbula marcada se tensó como si contuviera algo feroz. Pero William no retrocedió ni un paso.
Ambos hombres se enfrentaron con las miradas. Dos fuerzas opuestas, dos pasados marcados por la misma mujer.
Uno, aferrado al ayer.
El otro, firme en el presente.
Solanch, desde unos pasos más adelante, se detuvo finalmente. No por debilidad. No por nostalgia. Sino porque sabía que ese momento —esa pequeña batalla de egos— era necesaria.
Por ella.
Por su historia.
Por lo que vendría.
No giró. No intervino.
Ni siquiera el temblor contenido en las voces detrás de ella fue suficiente para quebrar su paso.
No lo necesitaba.
Había dicho más con su presencia que con cualquier discurso.
Y ahora, solo quería salir de allí con la misma dignidad con la que había entrado.
—William… no vale la pena arruinar una velada tan bella —dijo ella, sin alzar la voz, pero logrando que cada palabra cortara el aire como cristal.
Su tono era suave, casi indiferente. Pero solo quien conocía a Solanch podía leer el borde afilado que ocultaban sus sílabas.
No era súplica.
Era una orden velada, disfrazada de cortesía.
William, aún con la mano a medio camino entre la defensa y la confrontación, la escuchó.
La miró.
Y entonces, giró el rostro para mirar a Mikhail una última vez. Sus ojos decían lo que sus labios no: ella no necesita protección, pero no voy a permitir que la dañes de nuevo.
Después, sin pronunciar más palabra, bajó la mano lentamente, como si el acto mismo sellara el final de una era.
Una era en la que Mikhail Volkov podía irrumpir en su vida sin consecuencias.