1. El Regreso
Cinco años pueden cambiarlo todo.
Las cicatrices sanan, el dolor se transforma, y el nombre de Solanch Casanova, que alguna vez fue susurrado con lástima en los salones más exclusivos de Manhattan, ahora resonaba con respeto… y con una pizca de misterio que nadie se atrevía a desentrañar.
Solanch no volvía como la joven ilusionada que fue. No era aquella mujer de ojos ingenuos que creía en promesas eternas, en anillos que sellaban destinos y en amores que no traicionaban. Esa versión suya había muerto la misma noche en que descubrió la verdad: que su vida perfecta había sido solo una fachada cuidadosamente construida para encubrir una venganza.
Ahora regresaba como una mujer distinta. Forjada en la soledad de ciudades extranjeras, en silencios prolongados y en lágrimas que no se derramaban frente a nadie. Había aprendido a vestirse de seguridad, a caminar entre tiburones sin perder el paso, a cerrar tratos con una sola mirada y a proteger su corazón como quien resguarda un secreto que podría incendiar el mundo.
El jet privado aterrizó justo antes del atardecer. El cielo teñido de naranja pareció darle la bienvenida con un dramatismo que le resultó irónico. Solanch descendió por la escalerilla con pasos firmes, cada uno cargado de intención. Llevaba un traje sobrio, un peinado impecable, y una expresión que decía más que mil palabras: había vuelto… y no era una casualidad.
La acompañaban solo su asistente y un par de maletas de diseño. Nada ostentoso. Su poder no necesitaba etiquetas ni anuncios ruidosos. Se notaba en su presencia. En cómo el personal de tierra se enderezaba al verla. En cómo los flashes de algunos curiosos no se atrevían a interrumpirla.
Nueva York seguía oliendo igual, a velocidad, a ambición, a promesas rotas. Y, de algún modo, eso le gustaba. Era una ciudad cruel, sí, pero honesta en su forma de destruir y consagrar.
—¿Está segura de que quiere hospedarse en el mismo edificio, señorita Casanova? —preguntó su asistente, ajustando los papeles del itinerario mientras la seguía apresurada —Podemos hacer la reservación en The Whitmore o incluso en el St. Regis…
Solanch giró apenas el rostro, sin dejar de caminar, y esbozó una sonrisa casi imperceptible.
—No hay mejor lugar para dejar huella —dijo —que donde una vez te borraron.
El penthouse estaba casi igual. Mismos ventanales, mismas vistas imponentes. Pero lo que alguna vez fue refugio compartido ahora era campo de batalla. Todo lo que allí quedó era una versión vieja de sí misma… y polvo de un amor que nunca fue real.
Solanch dejó las maletas a un lado y se dirigió directamente al ventanal. Desde ahí, la ciudad se extendía como un tablero de ajedrez. Pero ahora, ella no era una pieza. Ella era quien movería las fichas.
Pasó los dedos por el relicario que colgaba de su cuello. Lo había llevado durante todos esos años, oculto como un juramento. Nadie conocía su contenido. Nadie sabía lo que representaba.
—Estoy de vuelta —susurró, y sus palabras se fundieron con el rugido de la ciudad —Y esta vez, no me van a quebrar.
Esa misma noche, el destino le tendió su primera jugada.
Un golpe seco interrumpió sus pensamientos. Solanch, aún descalza, se giró con fastidio. Era tarde, y lo último que quería era más interrupciones. Caminó con paso contenido hacia la puerta de su habitación y la abrió sin esperar respuesta.
Para su sorpresa, era William.
El joven asistente bajó ligeramente la mirada en gesto de respeto, aunque su expresión denotaba cierta urgencia.
—Son más de lo nueve... sea lo que sea puedes decírmelo mañana —dijo Solanch con voz firme, aunque el cansancio empezaba a colarse en cada palabra. Dio media vuelta, dispuesta a regresar a la calma que tanto le costaba encontrar.
William, sin embargo, entró sin cruzar el límite de lo impertinente y la siguió hasta quedar a una distancia prudente.
—Señora Casanova, esto llegó para usted —dijo con tono contenido, casi solemne —Al parecer… es algo importante.
Extendió un sobre hacia ella. De esos que ya no se usan, de papel grueso y elegante, con un sello de lacre rojo que parecía hecho a mano. No tenía remitente. Solo su nombre, escrito con una caligrafía que detuvo su corazón por un instante.
Solanch se giró lentamente, tomando el sobre sin decir palabra. El peso del papel era casi simbólico. La última vez que había recibido algo con ese sello... el mundo tal como lo conocía se había quebrado.
Caminó hacia el borde de la cama y se sentó con delicadeza. William, atento, retrocedió con discreción y cerró la puerta tras de sí, respetando su privacidad.
Solanch deslizó los dedos por el lacre, dudando solo un instante antes de romperlo. Dentro había una sola hoja doblada en tres. Al desplegarla, lo reconoció de inmediato el tipo de papel, la tinta negra, la forma en que la letra descendía en la tercera línea. Solo una persona escribía así.
La invitación llegó en una caja de terciopelo negro, con el sello dorado de la familia Grecco estampado con una precisión insultante. Una gala benéfica. Lujo, cámaras, política, y nombres cuidadosamente seleccionados para figurar en la lista de anfitriones.
Mikhail Volkov encabezaba la invitación.
El mismo hombre que una vez hizo que su corazón latiera con esperanzas. El mismo que después lo hizo estallar en pedazos.
El nombre que un día la hizo temblar… y que ahora solo despertaba una sola cosa en ella: desafío.
Solanch no dudó ni un segundo. Había cosas que el silencio no podía curar. Y otras que solo se curaban cara a cara, con la mirada alta y las cicatrices cosidas como trofeos.
La venganza elegante es la más letal.
Eligió un vestido negro como la medianoche: sin bordados, sin brillos. Solo tela perfecta, como una segunda piel que hablaba más que mil palabras. Sin joyas, porque ella misma era la pieza central. Su cabello, recogido en un moño bajo, limpio, sin adornos. Su maquillaje, pulcro y audaz. Su andar, recto como un trazo de acero.
Lucía como lo que era: una mujer que había vuelto más peligrosa que nunca.
Cuando cruzó las puertas del salón, el murmullo fue inmediato. Un suspiro colectivo que se arrastró por las paredes cubiertas de espejos y cristales.
Algunos la reconocieron al instante. La joven Blake. La prometida caída. La desaparecida. Pero ya no era una anécdota de lástima.
Otros no sabían su nombre, pero lo intuyeron todo con solo mirarla: ella importaba.
Y entonces, lo vio.
Allí estaba él. De pie junto a un grupo de empresarios, copa en mano, vestido con ese aire inquebrantable que siempre lo había caracterizado. Más maduro, más templado, más peligroso en su autocontrol. Pero con los mismos ojos. Los mismos que la miraron la noche en que todo se derrumbó.
Y él también la vio.
Fue un segundo. Un instante apenas. Pero bastó.
El pasado y el presente chocaron como dos trenes en la misma vía.
Leonardo se quedó inmóvil. Su copa descendió ligeramente, como si su cuerpo reaccionara antes que su mente.
—Solanch… —murmuró, apenas audible. No con duda, sino con una mezcla de sorpresa y algo más difícil de nombrar.