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Capitulo 2: Mate y un Pequeño Cachorro

Capítulo 2: Mate y un Pequeño Cachorro

1. El Dilema del Alfa: Soledad y una Promesa

Matthew Alexander Whitman era la encarnación misma del poder. Quinientos años de existencia le habían otorgado una sabiduría que pocos podían siquie-ra imaginar, una autoridad innata que se extendía mucho más allá de las fron-teras de su manada. Era el Alfa de Alfas, el pilar sobre el que se sostenía el equilibrio lobuno, un título que venía con un peso monumental. Y sin embar-go, en la majestuosa soledad de sus aposentos privados en el castillo, Matthew se sentía desolado. La música amortiguada de la fiesta de presenta-ción que se celebraba en el Gran Salón apenas llegaba a sus oídos, pero cada risa, cada murmullo de camaradería que se filtraba, era una punzada. Abajo, sus alfas menores, sus hermanos de sangre, reían y celebraban junto a sus lunas, sus compañeras destinadas. Y él, el más poderoso, el más antiguo, es-taba solo.

La soledad era una carga pesada que había arrastrado durante siglos. Había visto a innumerables almas gemelas encontrarse, sus destinos entrelazarse en una danza sagrada dictada por la Diosa Luna. Había presenciado el amor en su forma más pura, la conexión inquebrantable que unía a un lobo con su ma-te. Y a pesar de los años, a pesar de la esperanza que se atrevía a asomar de vez en cuando, su propia luna seguía siendo un fantasma, una promesa in-cumplida. Se consideraba indigno, incompleto. ¿Cómo podía liderar a todas las manadas, mantener la paz y el orden, si no podía siquiera encontrar a la otra mitad de su propia alma?

Un suave golpe en la puerta interrumpió su letargo. ─Adelante─, gruñó, su voz más áspera de lo que pretendía.

Su madre, la etérea y siempre serena Reina Luna, entró, su figura grácil como un cervatillo, pero con una fortaleza que se sentía en el aire. Sus ojos, profun-dos como los de Matthew, se posaron en él con una mezcla de comprensión y tristeza. ─Cariño─, comenzó, su voz un bálsamo que siempre lograba calmar su tormenta interior, ─todo estará bien. Sé que la encontrarás.─

Matthew suspiró, la pesadez de sus siglos acumulándose en sus hombros. ─Si, madre, lo sé…─, su voz se apagó. ─Solo estoy pensando─, añadió, inten-tando sonar despreocupado, pero se calló al ver su mirada. Sabía que ella su-fría al verlo infeliz, al verlo arrastrar esa soledad que lo carcomía. Ella había presenciado su búsqueda incansable, sus desilusiones, el lento desvaneci-miento de la esperanza con cada luna nueva que pasaba sin su mate.

Rápidamente, ella se acercó, sus manos suaves acariciaron su cabello. El abrazo que le dio era justo lo que necesitaba, un ancla en su tormenta emo-cional. Matthew se permitió hundirse en la calidez, en la seguridad de su pre-sencia. ─No pierdas la fe, cariño─, susurró ella, sus palabras como un mantra. ─Sé que la encontrarás. ¿Quién sabe si hoy la encuentres?─ Su sonrisa, lle-na de fortaleza, le infundió un atisbo de esperanza, una chispa que Matthew intentó alimentar.

─Eso espero, madre─, respondió, su voz apenas un susurro.

Ella salió de la habitación, dejándolo solo de nuevo, pero esta vez, con una pequeña llama de posibilidad. Matthew se sentó en el borde de la cama, la vis-ta fija en la ventana, donde la luna llena se asomaba majestuosa. Su lobo, Connors, había estado inquieto desde la mañana, un murmullo constante en su mente, un presentimiento que Matthew había intentado ignorar.

, escuchó a Connors otra vez. Ya había perdido la cuenta de las veces que lo había dicho. Su voz mental, profunda y resonante, vibraba con una excitación creciente que Matthew no podía comprender del todo.

, le respondió Matthew, un poco desanima-do. Tantas veces se había aferrado a esa promesa, solo para que la decepción lo golpeara con más fuerza.

, respondió Connors, ya cabreado, su paciencia lobuna al límite. Matthew solo bufó por lo bajo. La agitación de Connors era palpable, una energía nerviosa que se extendía por su propio cuerpo.

, le dijo Matthew, intentando también creérselo. El peso de su deber era inmen-so, y necesitaba toda su concentración.

, suspiró Connors, su tono denotando frustración. .

Matthew lo meditó un rato. La idea de correr, de liberar la energía acumulada, era tentadora. Y Connors tenía razón, la urgencia de salir, de moverse, era in-negable. La sensación de un aroma sutil, apenas perceptible al principio, pero que se hacía más fuerte con cada respiración, comenzó a invadir sus sentidos. Era embriagador, dulce, una fragancia que se anclaba en lo más profundo de su ser.

─Está aquí─, pensó Matthew, su corazón latiéndole con una fuerza renovada, un tambor tribal en su pecho. Connors tenía razón. Su luna.

Rápidamente, salió de su cuarto, deslizándose por la puerta trasera del castillo, hacia la libertad del bosque. Una vez entre los árboles, se permitió. Dejó que Connors tomara el control. El proceso fue rápido, una transformación fluida y dolorosa a la vez, sus huesos reacomodándose, su piel estirándose, sus sen-tidos agudizándose. En cuestión de segundos, la forma humana de Matthew dio paso a un lobo masivo de pelaje oscuro como la noche y ojos que brillaban con una luz intensa. Gracias a una poción ancestral, su ropa no sufrió daños, una pequeña conveniencia en su existencia sobrenatural.

El lobo de Matthew, Connors, se lanzó a la carrera, su velocidad era asombro-sa, un borrón oscuro a través de la penumbra del bosque. Había avisado a su madre, vía enlace mental, que iría a correr un rato, que lo avisara cuando llega-ra el momento de su presentación. Estaba a punto de llegar a un claro cerca del lago, uno de sus lugares favoritos donde siempre venía a despejar su men-te, un lugar de calma y reflexión. Pero esta vez, no buscaba calma. Buscaba. Y entonces, lo sintió. Un pulso, una resonancia, una declaración inquebrantable que vibró en cada fibra de su ser, en cada partícula de su existencia.

El grito de Connors fue tan fuerte que casi lo aturdió, una excla-mación de júbilo y reconocimiento que Matthew sintió hasta lo más profundo de su alma. La emoción era abrumadora, el anhelo de siglos culminando en ese momento. Su luna. Estaba aquí.

2. La Llamada del Bosque y el Primer Amigo Inesperado

Grey se adentró en el bosque, sus pies hundiéndose suavemente en la tierra húmeda, el aroma a pino y a tierra mojada llenando sus pulmones. La luz de la luna llena se filtraba entre las copas de los árboles, creando un tapiz de plata y sombras en el suelo. El bosque era hermoso, la luz de la luna le daba ese to-que mágico que siempre le había encantado. ¡Demonios! No sé por qué papá siempre me había enviado a la ciudad. Estos lugares eran un paraíso, y yo me los estaba perdiendo. Desde ahora, lo convencería de quedarse con él, ya que nuestro hogar también estaba rodeado de bosque. Se sentía un anhelo de li-bertad, una necesidad de conectar con algo más puro, más salvaje, que la rui-dosa y superficial ciudad.

Estaba tan maravillada por la vista de esa noche, que era increíble que en vez de darme miedo estar sola en el bosque, de noche, era todo lo contrario. Era como si una fuerza mayor me llamara a estar en este lugar. Una extraña sen-sación de pertenencia la invadía, una certeza de que estaba exactamente donde debía estar.

Caminaba sin rumbo alguno, dejándose guiar por la suave brisa y la misteriosa llamada del bosque. De repente, de unos arbustos se empezaron a escuchar ruidos raros. ¡Carajo! ¿Y hoy qué hago? Rápidamente, tomó una pose de de-fensa. Sus músculos se tensaron, sus sentidos se agudizaron, una reacción instintiva que la sorprendió a sí misma. ¿De dónde venía esa rapidez, esa pre-paración? No lo sabía, pero no dudó.

De un arbusto salió un pequeño lobezno. Era diminuto, su pelaje de color café oscuro, con unos ojos azules que brillaban con destellos rojos, una combina-ción inusual que la hizo fruncir el ceño, intrigada. Al verme, el lobezno se quedó quieto, sus pequeños ojos fijos en los míos, una mezcla de curiosidad y una pizca de miedo. No se movía.

Al ver que tanto él como yo no hacíamos nada, relajé mi cuerpo para darle a entender que no era una amenaza. No sabía cómo actuar. Si me movía, ¿me atacaría? Aunque no me sentía amenazada, todo lo contrario. Sentía una ex-traña atracción hacia él, una necesidad de protegerlo que brotaba de lo más profundo de mi ser. Lentamente, me fui bajando para estar a su altura. Poco a poco, con movimientos suaves, acerqué mi mano. Cuando estuve cerca, el pequeño lobezno cortó el espacio que lo separaba de mi palma, su pequeño hocico tocó mi piel. Su pelaje, suave como la seda, era cálido bajo mi toque.

El pequeño lobezno, ante mi caricia, comenzó a ronronear, cual gato mimoso, lo que provocó que una sonrisa se formara en mi rostro. Era adorable, un pe-queño ser que desprendía una inocencia que contrastaba con la hostilidad del mundo que acababa de dejar.

─¿Quieres jugar un rato, pequeño?─, le pregunté al pequeño, captando su total atención. Su cola empezó a moverse, y sus ojos brillaron con excitación. No hay que ser muy inteligente para saber que ese lobezno no era uno nor-mal. No si vives rodeado de cambiantes, como ella había leído en los viejos tomos de la biblioteca de su padre. Siempre supo que había más en el mundo que lo que se veía a simple vista.

Así pasamos un rato. Corrimos por el claro, el lobezno ladrando de alegría, y yo riendo como no lo había hecho en años. Lanzaba piñas y él las perseguía, nos revolcábamos en el pasto húmedo bajo la luz de la luna. Él tenía una energía inagotable, una vitalidad que me contagiaba. Fue un momento de pura alegría, de libertad, de conexión con la naturaleza que me rodeaba. Mis piernas ya no daban para más, y pedí al pequeño un descanso, porque él tenía energía para más.

Estamos sentados en un claro cerca de un hermoso lago, al cual el cachorro me trajo. Sí, por mí fuera, estaría perdida. Y pensándolo bien, no sé cómo dia-blos iba a hacer para regresar a esa aburrida fiesta. Estoy sentada en un lugar donde hay pasto poco, pero no importa, y lo bueno es que no ando con esos odiosos vestidos. El lobezno está sentado en mi regazo, al parecer está cómo-do y me da pena levantarlo, pero mis nalgas ya no las siento. El tiempo había pasado volando, y la luna se alzaba ahora en lo alto del cielo, un faro plateado sobre el claro.

─Pequeño, es hora de irme...─, traté de moverlo, y al escucharme, rápidamente se puso de pie y me vio con ojos cristalizados, como queriendo llorar. Eso me partió el alma. Iba a seguir hablando, pero una voz en mi cabeza hizo que me callara.

─No te vayas, por favor.─ Escuché su voz por primera vez desde que comen-zamos a jugar. No era una voz con sonido, sino una resonancia mental, una telepatía pura. En ella, claramente se escuchaba que quería llorar.

─¿Por qué no quieres que me vaya?─, pregunté, dándole toda mi atención.

─Porque no quiero estar solo─, su voz se quebró, un hilo de tristeza que me apretó el corazón.

─Ya no estás solo─, le dije para poder tranquilizarlo, pero aun así se podía ver la preocupación en su rostro. Así que, para que se tranquilice, lo tomé entre mis brazos, tratando de darle la seguridad que necesitaba. ─Hoy yo seré la que te cuide. Nada te faltará.─ Le aseguré. No tendría que ser adivina para saber que este pequeño estaba solo en el bosque.

─¿Tú serás mi mami?─, y al parecer eso funcionó, ya que el lobezno se co-menzó a revolver entre mis brazos, y se podía percibir su emoción. Su pregun-ta me dejó un poco aturdida, pero también una calidez inesperada se extendió por mi pecho.

─Claro, peque, yo seré tu…─

No terminé de hablar, ya que de la nada apareció un lobo, grande y amena-zante, mostrando sus colmillos, viéndome de forma agresiva. El pequeño en mis brazos se asustó al verlo, igual que yo. Su pequeño cuerpo se tensó con-tra el mío.

Fruncí el ceño ante ese lobo. Era enorme, su pelaje revuelto y sus ojos brilla-ban con una malicia que no había visto antes. Tratando de proteger al peque-ño, lo puse de forma lenta en el suelo para no alterar al lobo frente a nosotros.

─¿Mami?─, preguntó Ethan en mi mente, muy asustado.

─No te preocupes, pequeño. Estaré bien, pero tienes que alejarte un poco─, le respondí mentalmente, sin verlo, ya que mi concentración estaba en el lobo que pasó de sus ojos de mí al pequeño. El lobezno rápidamente se alejó, bus-cando refugio detrás de un árbol cercano.

Cuando creí que ya estaba lo suficientemente lejos para no salir dañado, rápi-damente tomé posición de combate. Mis músculos se tensaron, mi cuerpo se preparó. El lobo no se hizo el rogado y corrió en mi dirección con las fauces abiertas, con toda la intención de acabar conmigo. Pero aunque pareciera una simple humana, se llevaría una gran sorpresa.

Al ver el movimiento del lobo, salté arriba de él para evitar su ataque. Al ver que este estaba por regresar, invoqué mis dos amadas dagas de plata. Apare-cieron en mis manos con un tintineo casi inaudible, sus hojas brillando débil-mente bajo la luz de la luna. Eran hermosas, letales, y se sentían como una extensión de mis brazos.

Corrí hacia el lobo y me barrí sobre el suelo para, cuando él pasara sobre mí, con una de mis dagas, cortara desde su pecho hasta el estómago de un solo corte. La sangre salpicó el aire, oscura contra la piel del lobo. Al levantarme, vi que el lobo se quejaba por el daño, pero aun así atacó de nuevo. Era un rene-gado, su furia lo impulsaba más allá del dolor.

De un solo movimiento, quedé sobre él, tumbándolo en el suelo, y con mi otra daga, atravesé su pecho hasta su corazón para dejarlo sin vida. El lobo se convulsionó por un instante, luego quedó inerte, sus ojos fijos en la nada. Ha-bía muerto.

Al ver que el lobo estaba sin vida, me puse de pie para detallarlo. Era un lobo renegado, no había duda, pero era muy extraño que este haya pasado las fronteras de la manada y que nadie se haya dado cuenta. A menos que yo ha-ya salido más de lo esperado y me encontrara en un punto neutral. Pensando en esa posibilidad, era mejor que regresara, ya que si uno andaba por aquí, podía haber más, y eso sería exponer al lobito, y él era lo que menos quería.

Solté un suspiro, el cansancio y la adrenalina se mezclaban en mi cuerpo. Con la mirada, busqué al pequeño lobezno y lo encontré escondido detrás de un árbol.

─Vamos, pequeño, hay que volver─, le dije mientras me acercaba. Creí que el lobito me tendría miedo, pero me equivoqué al verlo venir a mí, moviendo la colita, feliz de la vida. Se frotó contra mi pierna, buscando consuelo. Pero lo que sí estaba un poco complicado era regresar a esa fiesta. Podía ser buena en combate, pero era pésima orientándome. La luna, en lo alto, parecía son-reírme, como si supiera el giro de ciento ochenta grados que mi vida acababa de dar.

3. El Primer Contacto y un Futuro Incierto

Matthew observaba la escena desde la distancia, paralizado por la sorpresa y una extraña fascinación. Había llegado al claro, su lobo aullando de anticipa-ción, listo para encontrar a su mate. Pero lo que encontró lo dejó atónito. Su luna. Allí estaba, bajo la luz de la luna, no sola, sino con un pequeño cachorro de lobo. Y luego, el ataque del renegado.

Matthew había estado a punto de intervenir, su instinto de Alfa rugiendo por proteger a la que era suya. Pero antes de que pudiera mover un solo músculo, ella se había lanzado a la acción. Con una agilidad que desafiaba su aparente humanidad, había esquivado el ataque del lobo. Y luego, las dagas. De plata. Brillando con una luz letal. Su mate era una cazadora. El choque de informa-ción fue brutal. Connors, su lobo, aullaba en su mente, confundido por la con-tradicción. Mate, sí. Pero una cazadora. La raza ancestralmente opuesta a los lobos. Una paradoja viviente.

La había visto luchar con una ferocidad y una precisión que lo dejaron sin aliento. No era una pelea desesperada, sino un baile mortal. La forma en que ella se movía, la letalidad de sus movimientos, la eficiencia con la que había derribado al renegado. Era increíble. Se sentía aliviado de que ella estuviera bien, de que Ethan, el pequeño lobezno, estuviera a salvo. Pero la confusión era abrumadora. ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué llevaba plata?

Matthew se mantuvo en su forma lobuna, observando desde la distancia. La quería reclamar, acercarse, sentir su aroma, confirmarla como suya. Pero la imagen de las dagas de plata y la facilidad con la que había matado al renega-do lo frenaban. ¿Sería una amenaza? No. Connors lo desmentía con cada gruñido de posesividad. Nuestra mate. Nuestra.

La vio acercarse al cachorro, su voz mental suave al consolarlo. Escuchó la pregunta de Ethan, ─¿Tú serás mi mami?─. Y luego la respuesta de ella, firme y llena de una ternura que Matthew no esperaba. ─Claro, peque, yo seré tu…─ Su corazón, en su forma lobuna, dio un vuelco. Su mate y un cachorro. ¿Era suyo? ¿Cómo?

Escuchó la conversación de Grey con Ethan, su preocupación por estar perdi-da, la oferta del pequeño de guiarla a la ─casa del Alfa─. Una punzada de or-gullo lo atravesó. Él era el Alfa, y ella venía a él. Pero venía con un cachorro. Y con secretos.

La vio alejarse con Ethan, su pequeña figura caminando con determinación hacia la manada. Matthew sintió la urgencia de seguirla, de no perderla de vis-ta. Connors aullaba en su interior, un lamento de anhelo y frustración. Sígue-nos. No la dejes ir.

La dejó ir. Por ahora. Necesitaba tiempo para procesar lo que acababa de pre-senciar. Tiempo para entender cómo su mate, la mujer que había esperado por siglos, podía ser a la vez la encarnación de su anhelo y la portadora de una contradicción tan profunda. Matthew se lanzó de nuevo a la carrera, no para alcanzarla de inmediato, sino para seguir su rastro, para asegurarse de que llegara a salvo. La presentaría como su luna en el momento adecuado. El des-tino ya había entrelazado sus caminos, y nada podría separarlos. Ni siquiera los secretos que ella guardaba. Los resolvería. Él, Matthew Alexander Whit-man, Alfa de Alfas, no se rendiría. Su luna estaba aquí, y él la reclamaría. La verdadera historia apenas había comenzado.

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