Capítulo 3. La eterna historia de su vida.
Meses después, sentada con los pies sobre el sillón y abrazada a sus piernas, Valeria miraba con melancolía en la televisión uno de los capítulos de su serie preferida: Friends.
Vestía un pijama de algodón rosa salpicada de ositos grises y estaba acompañada por una bolsa vacía de palomitas de maíz para microondas y una taza manchada con chocolate.
Observaba con ojos brillantes el momento en que Chandler le pedía matrimonio a Mónica de rodillas en su apartamento, rodeados por una romántica penumbra creada por decenas de velas blancas.
Exhaló un profundo suspiro con el que intentó llenar el vacío que sentía en el pecho, pero la emoción se le cortó al escuchar un toqueteo en la puerta.
—Val, amor, ¿estás en casa?
Al oír la voz de su madre se levantó del sillón de un brinco. Enseguida cambió el canal para sintonizar el noticiero de CNN y abrió el portátil que descansaba sobre la mesa de centro.
Torció el rostro en una mueca de disgusto al ver la ropa que llevaba puesta, que no era nada profesional, pero ya no tenía tiempo para cambiarse. Así que se calzó las pantuflas y se apresuró a atender el llamado.
Sus padres observaron con desaprobación su atuendo antes de entrar en su departamento, sin saludar y sin esperar un saludo.
Marisa, una mujer de estatura baja, delgada y de cabellos teñidos de dorado, se dirigió a la cocina para servir la comida que había llevado dentro de un envase térmico; y William, un hombre alto, de rictus serio y cabellos canosos, perfectamente cortados y peinados, se ubicó en el sillón y tomó el portátil de la chica para apoyarlo sobre sus rodillas.
Sus ojos eventualmente se dirigían al televisor para prestar atención a los comentarios que hacía una periodista sobre el proyecto de una compañía holandesa que pretendía colonizar el planeta Marte.
—No puedo creer que gasten dinero en esa tontería —gruñó el hombre y prefirió dedicar su atención solo al computador.
Valeria cerró la puerta con lentitud y se llenó los pulmones de aire antes de hablar.
—Hola, mamá, hola, papá, ¿cómo les fue en su fin de semana por Los Ángeles? —les preguntó en tono irónico, furiosa por no poder mantener su privacidad con sus padres.
William masculló palabras inentendibles, que parecieron quejas. Marisa, en cambio, dibujó una sonrisa gigantesca en su rostro mientras se quitaba el Blazer de estampado floreado y dejaba a la vista una impecable camisa blanca de manga larga.
—Muy divertido —respondió la mujer—, fuimos a Long Beach, visitamos los centros comerciales de Shoreline y recorrimos las salas de arte del East Village —enumeró al tiempo que registraba los cajones de la encimera.
Valeria se cruzó de brazos y puso cara de circunstancia. William curioseaba en su computador y su madre organizaba su cocina para servirle una cena «realmente nutritiva».
Frente a ellos no era la mujer talentosa cercana a los treinta años que se esforzaba por dirigir la empresa de su padre, sino la «hija pequeña», quien debía ser cuidada y alimentada para que creciera fuerte y sana.
Puso los ojos en blanco y se dirigió al refrigerador para sacar una bebida dietética. Necesitaba de algo que la ayudara a digerir aquella habitual humillación.
Su departamento era pequeño. Un piso de un solo dormitorio con el salón, la cocina y el comedor en un mismo ambiente, ubicado en el Upper East Side, alejado lo más que podía de la casa de sus padres.
Marisa no le permitió marcharse muy lejos, decía que le daría un ataque de pánico si su niña se residenciaba a kilómetros de distancia de ella.
A pesar de la constante vigilancia materna, vivir en aquella zona resultaba confortable para la joven. Era un lugar seguro y cómodo, se hallaba cerca de su trabajo y de sus dos únicas amigas. No podía pedir más.
—Me alegro que hayan disfrutado del paseo —dijo con sinceridad y se sentó en la mesa redonda cubierta por un sencillo mantel blanco y frente a un plato lleno de pollo asado, patatas al horno y ensalada de vegetales.
El delicioso aroma de la comida casera le arrancó una sonrisa de satisfacción.
—Gracias, pero ahora come, mi niña —ordenó Marisa—. Llevas cinco días consumiendo porquerías mientras nosotros estábamos de viaje. Es hora de reponerse —expuso la mujer y arrugó el ceño al mirar la bolsa de palomitas que descansaba sobre la mesa de centro.
Finalmente se giró hacia la encimera de granito claro y comenzó a preparar un poco de café en la máquina de su hija.
—En Los Ángeles me reuní con Josh Miller —comentó su padre sin apartar los ojos del computador.
Tecleaba con rapidez. Ella sabía que estaba conectado a internet y revisaba sus cuentas de correo. El hombre en ningún momento abandonaba la supervisión de su compañía.
—Me habló de una oferta interesante que me gustaría que evaluaras en persona.
—¿Yo? —inquirió Valeria al tiempo que cortaba el pollo con los cubiertos—. Aunque Austin y Philips se fueron de vacaciones, tenemos más ejecutivos disponibles —garantizó y se llevó un trozo de pollo a la boca deleitándose con su sabor avinagrado.
No podía negarlo, adoraba la comida de su madre. Era mucho mejor que las hamburguesas de Mc Donald’s o las Pizzas de Ginos que solía cenar en soledad.
—No. Quiero que tú vayas.
Las palabras de William eran ley. Valeria se llenó la boca con una patata para no expresar su desagrado.
Cuando su padre se ponía en plan mandón no había manera de hacerlo cambiar de parecer, mucho menos, al tratarse de un proyecto inmobiliario.
Él era el presidente de Gallaher Properties y ella solo la gerente de venta y mercadeo, que en ocasiones, ocupaba roles de la gerencia general para que su hermano Fabián, quien le seguía en edad, disfrutara de su mujer y de su hijo.
—¿De qué se trata? —preguntó resignada.
William se levantó del sillón con el portátil en las manos y se acercó a la mesa. Su porte elegante y pausado intimidaba.
Dejó el computador sobre la mesa y se quitó la chaqueta del traje para apoyarla en el respaldo de la silla, luego abrió los dos primeros botones de su camisa. Cuando hablaba de trabajo le gustaba estar cómodo.
Las arrugas alrededor de los ojos se le intensificaron mientras giraba el computador hacia su hija para mostrarle la imagen que estaba en la pantalla.
—El Bed&breakfast Sheller está en venta —confesó con los ojos brillantes. Valeria lo observó por unos segundos.
Su padre tenía la típica expresión de eso-tiene-que-ser-mío.
—¿Una vieja casa de descanso? —preguntó ella con incredulidad.
—No es una vieja casa de descanso —expresó Marisa ofendida mientras sacaba de la alacena las tazas donde serviría el café para ella y para su esposo—. Es una casa con historia.
Valeria bufó. Sabía que su madre defendería con furia el lugar donde había conocido a su padre años atrás y donde según ella: «había vivido la más increíble luna de miel jamás disfrutada en la historia de la humanidad».
No obstante, William Gallaher no era un romántico, amaba a su mujer y a su familia, pero nunca se apegaba a algún sitio por más buenos recuerdos que este le haya dejado.
A menos, que dicho lugar representara una inversión interesante que con el tiempo se volvería muy rentable.
—Es una casa linda y famosa en la zona, pero, ¿qué interés inmobiliario representa para ti? —consultó ella—. La región donde está ubicada es turística, sin embargo, California tiene áreas mucho más concurridas que Fort Bragg.
—Mi interés es personal —expuso él, categórico—. La quiero y necesito que vayas a California para que la valores y le entregues a la dueña una buena oferta antes de que otro lo haga.
—¿Una buena oferta?
Valeria seguía sin comprender. Su padre parecía dispuesto a dar lo que fuera con tal de obtener esa residencia.
Marisa ubicó frente a su esposo una taza humeante. Su inmensa sonrisa revelaba su ansiedad, algo que a Valeria le extrañó. Parecía que sus padres tramaban algo.
—No hay nada que indagar, Valeria —dijo William—. Quiero comprar el Bed&breakfast Sheller, no me importa el precio, y la única que puede hacerlo bien eres tú. No confío en nadie más.
—Pero tengo que hacer el cierre fiscal de las propiedades que administramos. Fabián no podrá asumir esa tarea en un cien por ciento porque le prometió a Jill que la llevaría a Hawaii este verano —comentó en referencia a su hermano y su cuñada.
—Por esas responsabilidades no te preocupes. No es la primera vez que me ocupo solo de mi empresa —explicó el hombre—. Te necesito en California para cerrar ese negocio —expuso y giró el computador hacia él.
Valeria suspiró, colocó los cubiertos sobre el plato y apoyó la espalda en el respaldo de la silla.
Odiaba que su padre hablara de su trabajo como si fuera algo de poca importancia que podía dejar en cualquier momento.
Se esforzaba cada día por hacerlo bien, hasta había desechado su vida personal por destacar en lo que hacía.
—Es una locura, una inversión sin sentido. Compramos hoteles o edificios ubicados en zonas comerciales o residenciales que podamos explotar con facilidad, no casas de descanso en áreas costeras que solo serán rentables en épocas vacacionales.
—Es una orden —recalcó el hombre y la miró con severidad—. Como tu jefe te exijo que asegures esa propiedad para la empresa. El lunes a primera hora irás a California —concluyó William y se levantó de la mesa con su café en la mano para sentarse en el sillón y atender a la programación del noticiero.
Valeria lo observó estupefacta.
—Es por una buena causa —ostentó su madre en voz baja y con una sonrisa cálida. La chica volvió a suspirar e intentó olvidarse del asunto retomando su cena. Sabía que era un desgaste de energía llevarle la contraria a William—. Josh Miller también irá.
Ella miró a su madre con los ojos abiertos como platos. Ahora lo entendía todo, sabía que ese era el verdadero motivo de aquel absurdo capricho.
Josh Miller era un exitoso empresario que había iniciado su carrera trabajando como ejecutivo de ventas en Gallaher Properties.
Al hacerse con una buena fama y con una fortuna sustanciosa abandonó la empresa para seguir su propio camino, pero de vez en cuando hacía gestiones para su padre como muestra de agradecimiento por todos los conocimientos que había adquirido.
En la actualidad era dueño de una próspera cadena de edificios comerciales en New York e iniciaba un ambicioso proyecto turístico que abarcaba varios estados del país y, aunque era un sujeto bien parecido: alto, moreno, de cuerpo fibroso y sonrisa chispeante, a Valeria le resultaba arrogante y vanidoso.
Siempre lo vio como un buen amigo, pero nunca como una pareja. Sin embargo, para William era perfecto, y desde hacía varios años se encargaba de urdir las situaciones más descabelladas para lograr que ambos congeniaran e iniciaran una relación.
—Si Josh irá, ¿por qué no le pides a él que cierre ese negocio para ti? —preguntó ella hacia su padre con irritación.
—No se lo pido a él, porque también quiere comprar el hostal y no puedo permitir que me arranque el premio de las manos —expuso el hombre con desdén y sin apartar su atención del noticiero.
Valeria apretó el ceño.
—Pero, si Josh quiere el hostal, ¿por qué te habló de esa oferta sabiendo que tú podrías hacerle la competencia?
William la arropó con una mirada inflexible.
—Por eso mismo, Valeria. Porque quiere competencia. Así son más exquisitos los triunfos.
Valeria se mordió los labios. Aquella excusa no se la creía.
¿Ahora Josh y su padre iniciarían una carrera por la compra de una casa que solo poseía valor sentimental?
La mirada implacable de William la obligó a callar y ocuparse en cortar con arrebato la milanesa de pollo que tenía en el plato.
Le molestaba sentir en el pecho aquella sensación de opresión que siempre experimentaba al saber que ya no había vuelta atrás.
La decisión estaba tomada. Como era habitual, ella tendría que dejar de lado su vida y sus responsabilidades para hacer lo que papi decía.
Debía marcharse a California y pelear por adquirir el nuevo capricho de William Gallaher. Esa era la eterna historia de su vida.
