Capítulo 2. Un error de novata.
Las conversaciones que se produjeron en la barra del Lani Kai fueron pocas y triviales y pudieron ser digeridas gracias a la ayuda de varios Martinis.
El hombre demostraba tener un ego alto, incomodando a Valeria con una retahíla superficial.
Lo único de valor que ella pudo sacar, fue saber que el rubio era periodista de la sección de negocios del New York Post. Poseía dos características que permitirían que no fuera rechazado por su padre: era un erudito en finanzas y se codeaba con grandes personalidades de las altas esferas sociales.
Eso, y su impecable atractivo, lo convertían en un buen espécimen para padre de sus hijos.
Pronto supo que el sujeto se llamaba Richard Clapton y estaba ansioso por vivir una noche de lujuria y desenfreno con ella.
«Si le doy lo que quiere, puedo alcanzar lo que busco», pensó, un error de novata que pronto comprendería.
Nunca se había acostado con un hombre la misma noche en que lo había conocido, pero en los negocios, donde ella siempre había sido exitosa, se manejaba con una filosofía: «Solamente los que arriesgan llegar demasiado lejos, son los que descubren hasta dónde pueden llegar», esa era una frase del poeta inglés Thomas Stearns Eliot que aprendió en la universidad.
Si esa técnica le servía en los negocios, ¿por qué no en las relaciones personales?
Y así, una hora y media después, Valeria se encontraba dentro de la cabina de uno de los baños para caballeros de una discoteca ubicada entre la 6ta avenida y Broadway, donde la pareja se trasladó para continuar con más ánimo la noche.
Se hallaba completamente embriagada, apoyada contra la puerta del cuartucho y con una de las manos de Richard bajo su falda. Él apartaba el tanga para llegar a su sexo.
La boca masculina le devoraba el cuello y le arrancaba suspiros que, unidos a la efervescencia de la borrachera, parecían avivarle la pasión.
El pasador de la puerta se le clavó en la parte baja de la espalda y le quitó concentración al vaivén de los dedos de Richard, que se habían internado con ansiedad dentro de ella y la penetraban de forma brusca. Los dientes del hombre se le afincaron en la clavícula, volviendo la escena incómoda en vez de placentera.
—Espera, espera —pidió entre gemidos, pero el sujeto estaba tan hundido en el goce que no comprendía sus solicitudes. Enseguida sacó los dedos del sexo de Valeria para desatarse el cinto del pantalón.
—Tranquila, dulzura, te daré lo que necesitas.
Ella apretó la mandíbula, lo que necesitaba era que se alejara, al menos, un segundo. Lo suficiente como para reponerse y ubicarse en una mejor posición.
—Richard, me estás…
La boca del hombre absorbió uno de sus senos por encima de la blusa. Con los dientes quería rasgar la tela para chuparlo sin inconvenientes, pero lo que lograba era producirle dolor.
En medio de su desesperación, ella lo empujó para liberarse.
Richard la golpeó contra la puerta al inmovilizarle el cuello con una mano. Sus ojos embriagados y furiosos la fulminaron con amenaza.
—No te me vas a acobardar ahora, muñeca.
Esas palabras fueron pronunciadas con una voz demoniaca. A Valeria la adrenalina le corrió acelerada por las venas y le aumentó los latidos del corazón.
De un jalón el hombre le arrancó el tanga, con brusquedad le abrió las piernas y ubicó su miembro liberado y tenso entre ellas.
—De aquí no sales sin darme lo que quiero —expuso con amenaza.
La humareda que el alcohol había producido en la mente de Valeria se esfumó en segundos.
Ese sujeto estaba a punto de tomar de ella algo que ya no estaba dispuesta a darle, pero la fuerza y agilidad que él tenía eran superiores a la suya y, al sentir el calor de la punta de su pene erecto en su sexo, pensó que estaba perdida.
Clavó una mirada desdeñosa en aquellos ojos verdes y lujuriosos.
—Me las pagarás —le advirtió, pero lo que logró fue ensanchar la sonrisa en él.
Richard la besó con arrebato, incitando con la lengua sus labios para abrirle la boca mientras se incorporaba para penetrarla.
Un fuerte golpe en la puerta lo detuvo.
—¡¿Qué demonios están haciendo?! —vociferó el recién llegado.
El alivio le recorrió a Valeria cada una de las vértebras de su columna.
Richard la soltó y comenzó a subirse apresurado la cremallera del pantalón al tiempo que una voz autoritaria gritaba órdenes desde el exterior.
Con el rostro enrojecido por la vergüenza, ella se bajó la falda y se cerró el abrigo para que no se notara la mancha húmeda que tenía sobre un seno.
Sin volver a mirar al desagradable de Richard Clapton salió con rapidez del baño, empujó al vigilante de la discoteca que estaba parado con el ceño fruncido frente a la puerta y escapó del lugar antes de que la echaran por comportamiento indecente.
A toda prisa se sumergió en las frías calles de New York en busca de un taxi. Su aventura no solo había culminado por esa noche, sino por un tiempo indefinido.
El cambio que necesitaba su vida podía esperar. Prefería mil veces soportar las asfixiantes directrices de su padre y la aplastante soledad, que alguna humillación en manos de un desconocido.
Su necesidad de afecto la ahogaría con el trabajo.
De algo estaba segura: no pasaría de nuevo por una situación semejante.
