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Capítulo 6: Ella no quiere casarse

En aquel modesto y estrecho apartamento, Isabella había vivido en soledad sin jamás sentir la opresión de su limitado espacio. Sin embargo, ahora, con Emanuele sentado sobre su cama, la habitación parecía encogerse hasta volverse insoportablemente claustrofóbica.

La imponente presencia de Emanuele simplemente abrumaba aquel pequeño espacio; incluso estando únicamente sentado allí, ocupaba una porción considerable de la cama. Lo que para ella resultaba un ajuste cómodo, ahora se antojaba una simple silla bajo su corpulenta figura. Al escuchar el grito ahogado de Isabella, Emanuele frunció el ceño, aparentemente despreciando el ruido que había producido.

—Tu habitación es demasiado pequeña —expresó Emanuele su descontento; la cama no era más grande que la silla de su despacho, y la habitación, desprovista de comodidades, se encontraba abarrotada como un tugurio. Era inconcebible cómo lograba sobrevivir en semejantes aposentos.

—Señor Lombardi, no debería haber irrumpido en mi habitación sin mi permiso —dijo Isabella, conteniendo a duras penas su ira.

La respuesta de Emanuele fue una risa complacida:

—No irrumpí; utilicé una llave.

La revelación de que poseía una llave de su habitación le provocó escalofríos por toda la columna vertebral. En efecto, lo había subestimado; probablemente no existía una sola puerta en Chicago que él no pudiera abrir. ¡Toda la ciudad simplemente le pertenecía!

Los genes sanguinarios de Emanuele se agitaron al observar la mirada furiosa pero indefensa de Isabella. Lamiéndose la mejilla, le ordenó:

—Ven aquí.

Isabella permaneció inmóvil.

—No te lo pediré de nuevo —amenazó Emanuele.

Sin alternativa, Isabella se acercó, refunfuñando:

—¿Qué quiere en mi diminuta habitación? Debe sentirse incómodo aquí.

La desesperación llenó el corazón de Isabella. La presencia de Emanuele hacía que incluso todo Chicago se sintiera inseguro, y mucho menos su apartamento, que una vez había sido un refugio de calidez y relajación. Ahora era todo lo contrario.

Emanuele se remangó la camisa, señalando su brazo:

—Es hora de cambiar las vendas y quitar los puntos.

Solo entonces Isabella notó su brazo vendado, al cual había atendido previamente. La herida había sanado en su mayor parte. A pesar de su desdén hacia aquel hombre arrogante, su ética médica no le permitía ignorar a un paciente necesitado. Se acercó y desenvolvió el vendaje con precisión rápida, sin inmutarse siquiera cuando el vendaje adherido tiró de la herida, arrancándole un gemido ahogado a Emanuele.

«Te lo mereces, criatura de sangre fría», pensó Isabella interiormente.

Recuperó su maletín médico y atendió su brazo. Movida por la curiosidad, no pudo evitar preguntar:

—¿No tiene un médico personal? ¿Por qué venir a mí por una herida tan menor?

—Nadie debe saberlo —dijo, sus iris castaños claros destellando con un matiz de culpabilidad—. Aquellos que sabían lo que ocurrió están todos muertos, excepto tú.

Sus palabras transportaron a Isabella de vuelta a aquella terrible noche cuando la había amenazado con matarla. Su cuerpo se tensó, y se sintió como si se ahogara en una avalancha de sofocación.

Emanuele encontró divertido su miedo. Poniéndose de pie, le dio palmaditas en la mejilla:

—Pero eres mi hermana. Supongo que debería perdonarte la vida.

Isabella se relajó ligeramente ante sus palabras. Ser su hermana parecía brindarle cierta seguridad.

El comportamiento de Emanuele se suavizó. La sentó a su lado y conversó:

—Isabella, ¿te gradúas pronto de la universidad?

Ella asintió.

—Bien. En la boda de tu madre la próxima semana, arréglate bien y elige a alguien adecuado para ti. Necesitas casarte —dijo.

Sus palabras destrozaron su breve respiro.

—¡No! —exclamó Isabella en voz alta—. ¡No quiero casarme!

¡Especialmente no enredarse con la maldita mafia!

Se había sentido devastada cuando Leo la entrelazó con la familia Lombardi, y casarse con alguien afiliado a la mafia sería peor que la muerte para ella.

—No tienes otras opciones, Isabella —Emanuele acarició su rostro, ahora tan cerca que sus alientos se mezclaban. El dolor y el miedo reemplazaron el brillo habitual en sus hermosos ojos.

¿Acaso no había querido siempre desafiarlo? ¿Acaso no había tenido siempre tantas adulaciones en sus labios pero solo desafío en su corazón?

Pensamientos malignos comenzaron a echar raíces en el corazón de Emanuele. Se deleitaba viendo cómo se desmoronaba, observándola sufrir, lo cual lo excitaba inmensamente.

—Puedes casarte con George, el viejo, o encontrar a alguien adecuado en la boda. Solo puedes elegir una de las dos opciones —dijo, deleitándose en su angustia.

Isabella se sintió abrumada, una sensación de ahogo se extendía desde su corazón hasta su garganta en oleadas. Sin voz, solo podía negar con la cabeza en rechazo.

Sin embargo, Emanuele, indiferente a la agonía de Isabella, tenía un solo pensamiento: presentarla como un regalo, lo cual, para él, era la resolución óptima.

Solo cuando percibía que Isabella aún tenía cierto valor para él, Emanuele podía refrenarse de atormentarla.

Mirando fijamente los ojos fríos y sombríos de Emanuele, Isabella sintió como si estuviera contemplando los ojos de la Muerte misma, quien tramaba su agonizante fallecimiento.

—¿Por qué no puedes simplemente ignorar mi existencia? —protestó Isabella, su voz teñida de tristeza.

La expresión de Emanuele se volvió particularmente glacial:

—Desde el momento en que entraste a nuestra familia, te convertiste en una representación de la familia Lombardi. Todo sobre ti está vinculado a los Lombardi. Cambia tu actitud, acata mis disposiciones. Si me enfureces, te casaré con George.

—¡Prefiero morir! —exclamó Isabella con furia.

—Podría concederte ese deseo también —replicó Emanuele con una sonrisa cruel.

Observando la forma frágil e indefensa de Isabella, Emanuele extendió los brazos para abrazarla, plantando un beso en la coronilla de su cabeza.

—Isabella, nos llevaremos muy bien.

Cuando Emanuele se marchó, Isabella se desplomó al suelo, jadeando en busca de aire. En aquel momento, lucía simplemente tan débil y frágil, como si su vida se estuviera desvaneciendo.

Luchando por alcanzar su mochila, extrajo estazolam, su medicamento de largo tiempo.

Cada vez que sentía que sus emociones se descontrolaban, su respiración se acortaba y la muerte parecía inminente, Isabella no tenía más opción que depender de la medicación para mantener la calma.

Tragando las pastillas, el fármaco hizo efecto y gradualmente recuperó la compostura.

Cerrando los ojos, no se atrevía a contemplar las tribulaciones que se avecinaban... «No más pensamientos», se advirtió a sí misma, pues solo la locura sobrevendría.

Debía encontrar una manera de derrotar a Emanuele antes de que él pudiera casarla con alguien más.

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