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Siete años después

Mayo de 1985

Hanna

¿Qué tan malo podía considerar escribir sobre el esposo de mi mejor amiga?

¿Podía decir que era un pecado, cuando solo era ficción?

Bueno, era de esas cosas que una sabe que están muy mal, aunque uno intente convencerse de qué ojos que no ven, corazón que no siente.

Pasé la punta del bolígrafo por el borde del cuaderno, dejando que la tinta fluyera con la misma suavidad con la que mi héroe miraba a la protagonista en mi historia.

Un hombre hecho de tinta y palabras.

Logan Rivers, el nombre que le había dado en la ficción.

Un semental salvaje con las manos curtidas por el trabajo duro, la mirada de un lobo solitario y esa forma de decir el nombre de una versión ficticia de mí como si fuera un secreto bien guardado.

Mi heroína, por supuesto, no esperaba que Logan le hablara, mucho menos que se fijara en alguien tan simple como una bibliotecaria de pueblo. Pero ahí estaba, frente a ella, confesándole lo que tantas veces había soñado.

Su voz rasposa era tan grave como el deseo que él cargaba en los ojos, y pronunció palabras que Hanna Trevor jamás creyó escuchar fuera de su imaginación.

Me detuve al escribir su nombre. El verdadero: Logan Callahan.

No tenía sentido mentirme: no era solo una historia. No cuando el personaje principal era el mismísimo esposo de Rachel. Mi mejor amiga desde la adolescencia. La mujer que me presentó a mi esposo. La que jamás sospecharía que, en secreto, yo había convertido a su marido en el héroe romántico que me arrancaba por las tardes de mi desilusionante realidad.

Cerré los ojos y suspiré, sintiéndome una miserable. Escribir sobre él era lo único que me hacía sentir viva últimamente, aunque sabía que estaba mal. Que era cruel. Él era el esposo de mi mejor amiga, por Dios. Ni siquiera debería mirarlo de esa forma, mucho menos convertirlo en el héroe de mis historias secretas.

Entonces, intenté justificarme.

No era Logan, no realmente, porque con él había cruzado escasamente una docena de palabras. Solo se parecían físicamente.

Eso no lo hacía mucho mejor, y cerré el cuaderno con rapidez justo cuando sonó el teléfono de la biblioteca.

El viejo aparato beige, encajado entre diccionarios y catálogos, vibró con ese timbre agudo y cruel que me hizo saltar en la silla. Me levanté, todavía con el corazón agitado, como si alguien me hubiese sorprendido haciendo algo que no debía, y escondí mi novela debajo de las revistas, mirando a ambos lados.

El aparato volvió a sonar y dudé si contestar. No tenía idea de por qué. Nadie realmente interesante llamaba a la biblioteca, mucho menos cuando estaba a punto de cerrar.

Sin embargo, algo se apretó en mi interior. Quizás era intuición, un presagio de que algo estaba por cambiar.

Como fuese, era algo que no podía ignorar.

—Biblioteca de Willow Creek —dije, intentando sonar más serena de lo que me sentía.

—Hanna —su voz rasgó el silencio como un encendedor sobre yerba seca y, de inmediato, supe quién era: Logan Callahan. Miré hacia el mostrador con culpa y tragué saliva. No podía saber que escribía sobre él. Eso era ridículo…, ¿lo era, verdad?—. Hanna… ¿Me estás escuchando?

Me estremecí en mi sitio y me di cuenta de que acababa de perderme en mi mente, otra vez. Uno de esos momentos que Shane tanto detestaba.

—Sí —me apresuré a decir—, estoy aquí.

Tragué saliva.

—Ya lo sé. ¿Escuchaste lo que te dije?

Negué antes de confesar la verdad:

—No, estaba distraída. Lo siento.

—Me he dado cuenta —suspiró pesadamente—. Te decía que si puedes venir al bar de Grandy, ¿lo conoces?

—Sí —le respondí, aun sin comprender qué ocurría—. Frente a la forrajería de los Hudson, a las afueras del pueblo.

—Exacto. Te espero mientras cierras la biblioteca.

—¿Rachel estará allí? ¿Quieres que le diga a Shane que me recoja?

—No. Quiero que vengas sola.

—¿Sola?

—Sí, sola, es muy importante que nadie sepa que vienes a encontrarte conmigo.

Algo en la idea de estar a solas en un bar con Logan Callahan me hizo temblar por dentro.

—¿Por qué? ¿Pasó algo?

—Cuando llegues, te lo diré. Solo no te demores —dijo antes de colgar de golpe.

Mi corazón dio un vuelco y me limité a asentir, aunque él no podía verme.

Cuando colgué, mis dedos temblaban. Y supe que, aunque lo que escribía seguía siendo ficción, la línea entre lo imaginado y lo real acababa de volverse peligrosamente delgada.

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