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Capítulo 9

Habría ladrones. Bandidos. Asesinos.

No me importaba.

¿Para qué sirve mi vida de todos modos?

Pero entonces me llevé la mano al vientre.

El latido de mi bebé, aunque no lo sintiera todavía, me golpeó la conciencia.

No estoy completamente sola. No estoy completamente sin esperanza.

Aunque este bebé sea de un desconocido… sigue siendo mi hijo.

Miré el pequeño celular en mi mano. Ernesto me lo había comprado después de que perdí el otro, con una sonrisa que decía: “No pasa nada, amor, te conseguiré uno mejor.”

Mi pecho se contrajo.

Ernesto era bueno. Amoroso. Mi todo.

Y yo… yo lo traicioné.

Las lágrimas me corrían por las mejillas mientras buscaba un lugar donde sentarme. En una esquina, unos indigentes se reunían cerca de un tacho de basura ardiendo para calentarse.

Me acerqué y me senté en el suelo, abrazando mis rodillas.

Y lloré.

Lloré como nunca antes.

Pensé en esa noche en el boliche, la música, las risas, el alcohol quemándome la garganta. Pensé en lo rápido que olvidé que era una esposa, en cómo me dejé arrastrar por un momento de aburrimiento.

Pensé en las fotos. En el rostro de Ernesto cuando las vio.

Su dolor.

Su decepción.

Su odio.

—¡Dios, lo siento! —susurré, mientras las lágrimas se mezclaban con la suciedad de mi rostro.

Sentí miradas sobre mí. Alcé la vista y la vi.

Una anciana, con el rostro arrugado y el pelo canoso enmarañado, me miraba con una sonrisa desdentada. Tenía la ropa rota y sucia, pero en sus manos sostenía un sándwich envuelto en papel.

Me lo extendió.

Mis ojos se llenaron de lágrimas.

—Gracias… —susurré, tomándolo con manos temblorosas.

Ella asintió, aún sonriendo.

Le di un mordisco, y el sabor simple del pan y el queso se sintió como un banquete. Mi estómago lo reclamó con desesperación mientras comía rápido, casi sin respirar.

La mujer me pasó una botella de agua, y la vacié de inmediato, dejando escapar un suspiro de alivio.

Por primera vez en días, sentí un poco de esperanza.

Ella golpeó el suelo junto a ella y juntó las manos sobre su mejilla, inclinando la cabeza.

Me pedía que descansara.

Asentí, con lágrimas en los ojos, y me recosté sobre una esterilla cerca de ella, ignorando el olor a basura. El sueño me envolvió con la última imagen de esa mujer sonriéndome, como un ángel en medio de mi infierno.

Desperté con los primeros rayos del sol acariciando mi rostro.

Era de mañana.

Me estiré, sintiendo el cuerpo adolorido. Mi estómago volvió a rugir. Busqué con la mano mi celular, pero mi palma solo rozó el suelo.

Abrí los ojos de golpe.

¡Mi celular!

Me senté de un salto, buscando desesperada. La anciana estaba allí, entregándole mi celular a un hombre de traje. Mi corazón se detuvo mientras abría la boca para gritar, pero me quedé en silencio al ver que el hombre le daba dinero.

El hombre se fue, saludando con la mano, y la anciana se giró hacia mí, entregándome el dinero.

Lo tomé con manos temblorosas.

Era mucho más de lo que esperaba. Suficiente para una semana de comida, al menos.

La miré, confundida, sin poder hablar, mientras ella sonreía con esa sonrisa desdentada.

¿Cómo sabía que quería vender el celular?

No entendía. Pero una sensación de gratitud me llenó el pecho.

—Gracias… —susurré.

Ella me mostró un pulgar hacia arriba.

Pero entonces, la realidad me golpeó.

Todos mis contactos estaban en ese celular. Los números de Ernesto, de Elena. Todo.

¿Cómo iba a encontrarlos ahora?

Me puse de pie y miré a mi alrededor, buscando al hombre que compró el celular. Pero ya no estaba. Se había ido. Se había llevado mi última conexión con mi pasado.

Ernesto… Elena… todos, fuera de mi alcance.

Me dejé caer de nuevo en la esterilla, sosteniendo el dinero con fuerza.

La anciana me ofreció otro sándwich, esta vez con camarones.

El olor me revolvió el estómago, y aparté la cabeza, sacudiendo las manos.

Ella entendió, y sacó un pan con salchicha, pasándomelo junto con otra botella de agua.

Lo tomé, comiendo con gratitud mientras las lágrimas caían silenciosas.

¿Quién era ella?

No hablaba. No sabía si no podía o no quería. Pero en un mundo que me había dado la espalda, ella me había mostrado compasión.

Cuando el sol se alzó más alto, me cubrí la cara con las manos, sintiendo las lágrimas calientes correr por mi piel.

La anciana me tocó el brazo y me pasó un paraguas, sacando otro para ella.

La miré y sonreí, débil, con lágrimas en los ojos.

Quizás todavía había bondad en el mundo.

** MESES DESPUÉS **

Le di un mordisco a mi sándwich, ignorando la mugre en mis manos. A mi lado, la anciana comía en silencio, su cabello canoso moviéndose con el viento de la mañana.

Mi vientre ya se notaba bajo mi ropa raída.

Sentí una patadita suave, como un recordatorio.

No estaba sola.

Suspiré, mirando la ciudad despierta frente a mí.

“Gabriela, todavía puedes levantarte.”

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