Capítulo 10
Tarareé, con lágrimas en los ojos, mientras sentía el sabor del pan deshacerse en mi boca. Froté mi mano sobre el gran bulto que era mi vientre.
Frente a mí, Nana, mi salvadora de la calle, comía en silencio, con una sonrisa torcida, sus ojos chispeando amabilidad a pesar de la suciedad que cubría su rostro.
Sí, Nana. La llamé así porque nunca pudo decirme su nombre. Y aunque no hablaba, sus gestos y su bondad me hablaban más que mil palabras.
Han pasado meses desde que Ernesto me echó. Meses viviendo en esta vereda con Nana, esperando un milagro, pensando en Ernesto cada día. Preguntándome dónde estaba. Si alguna vez pensaba en mí.
Si me había perdonado.
Si alguna vez podría recuperar mi vida.
Mi panza era enorme, tan pesada que apenas podía moverme. Mis pies estaban hinchados, mi ropa sucia y desgastada. El olor era insoportable a veces. Pero gracias a Nana, nunca pasé hambre. Quizá, por eso, mi bebé estaría gordito cuando naciera.
Soñaba con criar a mi bebé en un pequeño cuarto. Nada lujoso. Solo un lugar con paredes, un techo, y un trabajo sencillo que me permita comprar pañales y leche.
Un lugar donde mi bebé pudiera dormir sin el frío cortante de la calle.
No pedía demasiado.
Nana me pasó otro sándwich, y le sonreí, agradecida, mientras le daba un mordisco.
Entonces, algo se movió en mi vientre.
Me quedé quieta.
Otra vez.
—¡Ah! —jadeé.
El dolor vino de golpe, afilado como un cuchillo.
—¡Ahhh! —grité, llevándome las manos a la panza.
Nana me tomó de la mano con fuerza.
Un líquido caliente comenzó a correr por mis piernas.
Se me heló la sangre.
Mi agua.
Mi bebé venía.
—N-Nana… mi bebé… —dije con voz temblorosa.
Su rostro se llenó de preocupación.
Otra contracción, más fuerte, me dobló de dolor.
—¡Ahhhh! —grité, con lágrimas cayendo de mis ojos.
—¡Ayuda! —grité con todas mis fuerzas, mientras la gente en la calle se detenía.
—¡Por favor, mi bebé! ¡Ayúdenme! —suplicaba, mientras las contracciones me arrancaban gritos.
Unas manos me alzaron. Sentí el olor a nafta mientras me subían a un remis. Cada bache en la calle me arrancaba un gemido de dolor.
Llegamos al hospital público de Once. Me colocaron en una silla de ruedas y me llevaron por un pasillo iluminado por luces parpadeantes.
El grito de otra contracción me hizo arquear la espalda mientras me pasaban a una camilla.
Todo era un torbellino de voces, luces y dolor.
Un médico con mascarilla apareció frente a mí.
—Tiene que empujar, señora, ¡ya! —dijo con firmeza.
—¡Ahhhhhh! —grité, empujando con todas mis fuerzas.
—¡Otra vez! —insistió.
El sudor me corría por la frente, mis manos apretaban las sábanas con desesperación.
—¡Urghhhh! —
Y entonces, un llanto.
Un grito débil y agudo.
—Es un niño —dijo el doctor, sosteniendo un pequeño cuerpo cubierto de sangre y vida en sus manos.
Una risa ahogada salió de mis labios mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas.
Mi bebé.
Pero entonces, otra contracción, más violenta, me sacudió.
—¡Ahhhhh! —grité, con el terror llenándome.
—¡Viene otro! ¡Empuje! —gritó el doctor.
Otro.
—¡¡¡Ahhhhhhh!!! —grité mientras el dolor me partía en dos.
Otro llanto llenó la sala.
—Es una niña —anunció el doctor, con una sonrisa.
Me quedé inmóvil, jadeando, mientras las lágrimas me nublaban la vista.
Gemelos.
Tengo gemelos.
Un niño y una niña.
Ahora, estaba recostada en una cama en un pasillo del hospital, vestida con una bata limpia. Mi cabello, recién lavado, olía a jabón barato pero limpio. Era la primera vez en mucho tiempo que sentía agua caliente sobre mi piel.
Miré las dos pequeñas cunas a mi lado.
Mis bebés dormían, con las manos diminutas cerradas, ajenos al caos del mundo.
Eran perfectos.
Y yo estaba aterrada.
“¿Cómo voy a cuidarlos? ¿Cómo los alimentaré?”
No tenía trabajo. Ni casa. Ni dinero.
Nada.
Alguien había pagado mi cuenta en el hospital, y no sabía quién. Quizá uno de los que me trajo, quizá un extraño con un buen corazón.
El doctor, amable, me había dado fuerzas con sus palabras:
“Lo hiciste bien, mamá. Son hermosos.”
Me acaricié el vientre vacío, sintiendo el hueco que dejaron, pero a la vez, la plenitud de saber que estaban allí.
Pero el miedo me carcomía.
¿Cómo iba a salir de esto?
¿Cómo iba a criar a dos bebés en la calle?
Las lágrimas llenaron mis ojos mientras miraba a mis gemelos, tan pequeños, tan vulnerables.
“Dios… ¿qué voy a hacer?”
“Ayúdame. Ayúdalos.”
“Por favor.”
