Capítulo 8
¿Por qué no atiende?
El celular seguía sonando sin respuesta mientras caminaba arrastrando mi maleta por la vereda agrietada. El sol me golpeaba con fuerza y sentía que la cabeza me iba a estallar.
El estómago me rugía.
Me senté en la parada de colectivo, dejando escapar un suspiro mientras sacaba el teléfono para intentar de nuevo.
“El número al que intenta llamar no está disponible en este momento…”
Bajé el teléfono, dejando que mis brazos cayeran a los costados.
Dios… esto es malo.
Me llevé una mano al vientre que, aunque apenas se notaba, me recordaba constantemente lo que llevaba dentro.
“Puede que no sea de Ernesto… pero sigue siendo mi hijo.”
Me ardieron los ojos mientras veía a la gente pasar, con sus vidas, sus bolsas llenas de comida, riendo, hablando.
Y yo no tenía a nadie.
Brayan y Ariana… ni siquiera tenía sus números actuales.
Suspiré, apoyando la cabeza en mi regazo mientras las lágrimas caían silenciosas.
“¿Qué has hecho, Gabriela?”
Me desperté con un latido sordo en la cabeza. El cielo estaba oscureciendo y las luces de la ciudad comenzaban a encenderse.
Miré a mi alrededor, parpadeando.
Mi bolso.
Miré al suelo.
No estaba.
Me puse de pie de golpe, con el corazón martillando en el pecho mientras miraba frenéticamente a mi alrededor.
—No… no, no, no… —susurré, buscando detrás del banco, debajo, por la vereda.
Nada.
Alguien me lo había robado mientras dormía.
El mundo me dio vueltas.
Me quedé ahí, de pie, temblando, con las manos en el pecho.
“¿Qué está pasando conmigo?”
No supe cómo, pero terminé frente a la casa que había compartido con Ernesto.
Mi corazón latía desbocado. Las luces estaban encendidas. Quise imaginarlo adentro, sentado en el sillón, esperando a que yo llegara.
Quizás si le pedía perdón…
Quizás si me veía tan rota, tan perdida, tendría piedad.
“Dios, por favor, tócale el corazón.”
Caminé hacia la reja con las manos sudorosas. Me detuve cuando la puerta de la casa se abrió.
Un hombre salió. Un desconocido.
—Hola, ¿puedo ayudarte? —preguntó, cerrando la puerta detrás de él.
Lo miré, sin poder hablar.
—¿Estás perdida? —preguntó de nuevo.
—Um… yo… estoy buscando al dueño de esta casa… Ernesto Blanco —tartamudeé.
El hombre parpadeó antes de cambiar su expresión.
—¿Te referís al dueño anterior? —preguntó.
Mis cejas se arquearon.
—¿Dueño anterior?
—Sí, se fue hace un par de horas. Me vendió la casa. —dijo, encogiéndose de hombros.
Mi mundo se detuvo.
—¿Vendió… nuestra casa? —susurré.
Asintió.
—Sí, ahora es mía.
Me quedé allí, sintiendo como si el aire me abandonara.
Ernesto se había ido.
Sin dejarme una palabra.
Sin dejarme un lugar al que volver.
Volví a caminar por las calles frías de Buenos Aires. No sabía a dónde iba. Ni siquiera sentía mis pies de tanto dolor.
El hambre me mordía el estómago. Tenía la garganta seca, la cabeza me palpitaba.
Lo había perdido todo.
A Ernesto, el único hombre que me amó de verdad.
A mis padres… que nunca lo fueron.
Mi bolso, mi ropa.
Mi casa.
Todo.
Solo me quedaba este vestido en mi cuerpo, este teléfono en mi mano, y el bebé en mi vientre que lloraba de hambre conmigo.
Me detuve en la esquina, apoyándome en un poste de luz, temblando.
Saqué el celular e intenté llamar a Elena una vez más.
Una vez.
Dos.
Correo de voz.
“No puedo más.”
Me dejé caer en la vereda, abrazándome las rodillas mientras el frío me mordía.
La ciudad seguía moviéndose a mi alrededor, indiferente a una mujer embarazada que lloraba en la calle.
“¿Qué he hecho conmigo misma?”
La noche caía y las luces de Buenos Aires titilaban.
Estaba sola. Completamente sola.
Y por primera vez, me di cuenta de que si quería seguir adelante, tendría que salvarme yo misma.
