Capítulo 7
Reconocí el hotel apenas abrí los ojos.
El recuerdo de la noche anterior me golpeó como un ladrillo, apretándome el pecho. Sentí un nudo ascender por mi estómago.
Me levanté de un salto, corrí al baño y me incliné sobre el inodoro mientras vomitaba todo lo que quedaba en mí.
El ardor en mi garganta me arrancó lágrimas mientras mis manos temblaban sujetando los bordes fríos de la porcelana. Las arcadas no paraban, una tras otra, hasta que mi cuerpo se quedó vacío y tembloroso.
Presioné el botón del inodoro y el agua arrastró mis miserias. Me levanté con dificultad, abrí el grifo y me lavé la boca y la cara con las manos frías.
Cuando alcé la vista, el espejo me devolvió una imagen que apenas reconocí: pálida, con ojeras, el cabello desordenado pegado a la cara húmeda.
Es el embarazo. Los síntomas.
Un latido doloroso me recordó mi realidad: estoy embarazada, sin casa, sin dinero, sin Ernesto.
Suspiré, me quité la ropa y entré a la ducha helada. No había toallas, así que usé mi propia ropa para secarme mientras caminaba hacia la cama.
Antes, siempre compartía toalla con Ernesto.
Su nombre se me clavó en el pecho como una espina.
¿Cómo voy a seguir sin él?
Me vestí con lo poco que tenía en la maleta, me eché un poco de loción y me senté en la cama. Mi estómago gruñó, reclamando comida que no podía darle.
No tenía dinero.
No quería volver a pedirle nada a Elena. Ella ya había hecho demasiado. Solo esperaba que, cuando viniera, trajera algo de comer.
Cerré los ojos y, sin darme cuenta, me quedé dormida.
El sonido del teléfono me despertó. Lo tomé con manos pesadas y contesté.
—¿Gabriela? —era la voz de Elena.
—Elena… —susurré, con alivio en mi voz.
—Amiga, lo siento… no voy a poder ir —dijo, y sentí que algo se rompía dentro de mí.
Me incorporé en la cama.
—¿Qué? ¿Por qué…?
—¡Me dieron una beca para estudiar en el extranjero! ¡¿Puedes creerlo?! —su voz estaba llena de emoción.
—Guau… —mi voz sonó vacía, mientras mi corazón se comprimía.
—¡Por fin voy a ser médica! —gritó, riendo de felicidad.
—Felicidades, Elena… de verdad… —dije, tragando saliva para contener las lágrimas.
—Gracias, amiga. ¿Te puedo llamar luego? Estoy con un montón de cosas —colgó antes de que pudiera responder.
Me quedé con el teléfono en la mano, escuchando el silencio después del clic.
Un golpe en la puerta me hizo estremecer.
Me levanté con el corazón acelerado y abrí.
Era la recepcionista, con su uniforme corto y el cabello recogido en una coleta alta, masticando una piruleta.
—Buenas tardes —dijo con indiferencia.
¿Tarde?
—Eh… buenos días —balbuceé.
Ella se rió con desdén.
—Se te acabó el tiempo, linda. Tenés que pagar ahora o desocupar la habitación.
El nudo en mi garganta me ahogaba.
—No… no tengo para pagar —admití.
—Lo imaginé. Tenés cinco minutos para sacar tus cosas antes de que llame a seguridad —dijo, con una sonrisa fingida, dándose vuelta con un movimiento altivo de su cabello.
Cerré la puerta y me apoyé en ella. Mi corazón latía desbocado mientras la desesperación se apoderaba de mí.
Esto no me puede estar pasando.
Corrí hacia la mesita y marqué el número de Elena. Una vez. Dos veces. Tres.
Nada.
—¡Por favor, Elena… contesta! —susurré, mientras las lágrimas me llenaban los ojos.
Un golpe fuerte en la puerta me hizo brincar.
—¡Se acabaron tus cinco minutos! —gritó la recepcionista.
Con manos temblorosas, recogí mi maleta y me puse un vestido sencillo. Tomé mi bolso y abrí la puerta.
La recepcionista me miró con burla.
—¿Qué parte de “rápido” no entendiste? —dijo, empujándome con la mirada.
Salí al pasillo, sintiendo todas las miradas de las personas que pasaban.
La recepcionista cerró la puerta tras de mí con un golpe seco.
Me quedé ahí, con mi maleta al lado, mientras el frío del pasillo me erizaba la piel.
No tengo adónde ir.
Elena no contesta. Mis padres me echaron. Ni siquiera eran mis verdaderos padres. Ernesto me odia.
Soy una mujer embarazada, sin un centavo, arrastrando una maleta en una ciudad que ya no se siente como mi hogar.
Dios, ayúdame.
Caminé hacia la salida del hotel. El aire frío de la calle me golpeó al cruzar la puerta. Dejé caer la maleta y saqué el teléfono, marcando nuevamente el número de Elena.
Sonó una vez.
Dos.
Tres.
Correo de voz.
Cerré los ojos, dejando que las lágrimas cayeran sin contención.
Estoy sola. Completamente sola.
