Capítulo 4
¿Qué has hecho, Gabriela?
Mi mente repetía la pregunta una y otra vez mientras cerraba la cremallera del bolso sobre nuestra cama matrimonial. Lo bajé al suelo con manos temblorosas.
Un sollozo seco se me escapó. Barrí la habitación con la mirada: nuestra cama, la foto en la pared, las cortinas que Ernesto eligió porque “dejaban pasar la luz justo como le gustaba”. Todo parecía burlarse de mí.
¿Cómo terminó todo así?
Me arrodillé un segundo junto a la cama, respiré hondo y me obligué a levantarme. Un error, una sola noche de estupidez… y lo perdí todo.
Arrastré el equipaje hasta la sala. El retrato de boda me recibió como una bofetada. Recordé su sonrisa ese día. Recordé cómo me miró cuando prometió cuidarme “hasta que la muerte nos separe”. Y ahora era yo quien había matado todo.
Ni siquiera me escuchó. Ni una palabra.
Me llamó puta. Me escupió todo su dolor convertido en veneno. Vi sus lágrimas, vi su furia… y me quedé sin nada que decir, porque no tenía cómo explicarlo.
¿Cómo se explica una trampa que ni siquiera puedo probar?
Sacudí la cabeza y limpié mis ojos. Era tarde y el frío me calaba los huesos cuando salí de la casa. Un taxi frenó justo frente a mí. Colocó mi equipaje en el asiento trasero y me subí sin volver la vista atrás.
No quise mirar. Si miraba, me desmoronaba.
El camino hasta la casa de mis padres se hizo eterno. El taxista no dijo nada. Mejor así. Tenía miedo de abrir la boca y derrumbarme.
Cuando por fin llegamos, pagué en silencio y bajé con el equipaje. Ahí estaba: la puerta azul, la misma de toda mi infancia. Tragué saliva, respiré hondo y estiré la mano hacia el timbre.
No hizo falta.
La puerta se abrió de golpe. Mi madre estaba ahí, con su bata vieja y ese ceño que siempre me aterrorizaba.
—¿Gabriela? —su voz fue como un golpe en el pecho.
—Mamá… —La palabra me salió ahogada. Solté el equipaje y me lancé a abrazarla antes de que dijera algo más.
La rodeé con mis brazos, empapándola de lágrimas.
—¿Qué diablos es esto? —me soltó de golpe, mirándome de arriba abajo, el ceño más fruncido que nunca—. ¿Por qué estás aquí con todo esto? —apuntó al equipaje como si fuera un insulto.
Intenté sonreír, pero me tembló el labio.
—Mamá, hace frío. ¿Podemos hablar adentro?
Ella se cruzó de brazos.
—No hasta que expliques por qué apareces a estas horas, como una cualquiera. —Su tono me atravesó como una espina.
—Eva, basta —intervino papá detrás de ella. Su voz fue un alivio momentáneo. Sus ojos me buscaron, preocupados—. Gabriela, hija… ¿qué pasó?
Tragué saliva. Quise lanzarme a sus brazos como cuando era niña, pero algo me retuvo. Quizás vergüenza. Quizás miedo.
—Papá… —mis labios temblaron—. Ernesto… él… —Me faltaron las palabras.
—¡Habla de una vez! —estalló mamá, golpeando el marco de la puerta con la palma. Me estremecí.
Papá la fulminó con la mirada.
—Déjala, Eva. —Se giró hacia mí, más suave—. Ven, entra. —Me hizo a un lado para poder arrastrar mi bolso dentro de la casa. El calor de la sala me envolvió apenas crucé la puerta.
Me detuve junto al viejo sofá de flores. Todo estaba igual. El reloj de pared, el cuadro torcido… como si el tiempo nunca hubiera pasado. Solo yo había cambiado. O tal vez me había roto.
Mamá cerró la puerta con un golpe seco y se puso frente a mí.
—Ahora habla. ¿Qué pasó con tu marido?
Tragué saliva. El nudo en mi garganta era tan grande que dolía.
¿Cómo se le dice a una madre que su hija fue echada de casa?
¿Cómo se confiesa algo tan sucio?
Mis rodillas temblaron. Papá frunció el ceño, esperando.
—Mamá… Papá… Ernesto… me echó de casa. Quiere divorciarse. — La voz me salió como un susurro, apenas un hilo roto.
El silencio cayó pesado. Mamá se burló, chasqueando la lengua.
—¿Qué hiciste? —escupió, cruzándose de brazos.
Las lágrimas me llenaron los ojos otra vez.
—Mamá… —traté de sostenerle la mirada, pero ella solo me miraba como si fuera basura.
Papá respiró hondo, pasó su mano por su barba incipiente.
—Gabriela —dijo, firme, calmado—. Hija, cuéntanos la verdad. Toda.
Bajé la mirada. Una lágrima cayó, manchando la alfombra.
Dios, dame valor.
Abrí la boca para hablar. Las palabras se agolpaban. Mi corazón latía tan rápido que apenas podía respirar.
Tenía que decirlo. Tenía que confesarlo.
Y entonces, la puerta se abrió de nuevo.
Una silueta inesperada apareció en el umbral.
Y mi mundo, que ya estaba roto, se partió en mil pedazos más.
