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Capítulo 5

—Ernesto… se divorció de mí —susurré, sin poder levantar la vista.

—¿Qué? —La voz de mamá retumbó como un trueno en el porche.

Mis labios temblaron mientras me limpiaba la nariz con el dorso de la mano.

—¿Se divorció de ti? —insistió papá, con el ceño fruncido.

Asentí levemente, tragándome un sollozo.

—¿Por qué demonios se divorció de ti? ¡¿Qué demonios hiciste ahora?! —gritó mamá, y me sobresalté.

—Tranquila, Eva —intervino papá—. Deja que hable.

—¿Podemos… por favor… tener esta conversación adentro? Hace frío —rogué, abrazándome a mí misma.

—¡Ni hablar! ¡No entras a esta casa hasta que nos digas qué hiciste para que tu marido te echara! —vociferó mamá.

El nudo en mi garganta me asfixiaba.

—¿Qué pasó, Gabriela? —preguntó papá, más calmado.

Mi voz era apenas un hilo cuando respondí:

—Él… él descubrió que… lo engañé.

El silencio fue tan pesado que me dolieron los oídos.

—¿Qué dijiste? —preguntó papá, incrédulo.

Mamá soltó una carcajada seca y burlona.

—¡Lo sabía! ¡Siempre supe que eras tonta, pero nunca imaginé que también fueras una puta barata! —espetó, cada palabra como un latigazo.

Mis lágrimas caían en silencio mientras bajaba la cabeza.

—¿Crees que puedes arrastrar el apellido de esta familia por el barro? ¡Eres una vergüenza, Gabriela! —continuó mamá, con los ojos ardiendo de furia.

—Fue un error… mamá… —sollozaba, con la voz quebrada.

—¡Un error, dice! ¡Lo único que eres es una sucia que se deja manosear por cualquiera! —escupió.

—¡Eva, basta ya! —gritó papá, con el rostro enrojecido.

—¡No, Enrique! ¡Ya es hora de que sepa quién es realmente! —vociferó mamá, mirándome con desprecio.

Me quedé paralizada, sintiendo un cosquilleo en los brazos. Mi corazón latía tan rápido que me mareé.

—¿De… de qué estás hablando? —pregunté, con un hilo de voz.

Papá cerró los ojos, como si esa pregunta lo apuñalara.

—Nada, Gabriela, entra a la casa, por favor —dijo, estirando una mano.

—¡Ni lo pienses! ¡No hasta que sepa la verdad! —chilló mamá, empujando la mano de papá.

Me aferré a la manija de mi equipaje, temblando.

—Enrique y yo… no somos tus verdaderos padres —escupió mamá.

El mundo se detuvo.

—Tus verdaderos padres eran unos borrachos inútiles que murieron en un accidente automovilístico. ¡No eras más que basura que nadie quería! —gritó, con los ojos desorbitados.

Mis labios se separaron, sin poder emitir sonido.

—No eres un Peterson, Gabriela. Tu apellido real es Anderson. No compartes ni una gota de nuestra sangre —dijo con frialdad.

Las lágrimas se desbordaron de mis ojos, calientes, imparables.

—¡Por eso eres así! —continuó mamá—. Porque no eres nada. ¡Eres un error que cometimos al adoptarte!

Me llevé una mano al pecho, tratando de calmar el dolor que latía en mi interior.

—¡Eva, por el amor de Dios, basta ya! —gritó papá, con la voz rota.

Mamá lo ignoró.

—Si no fuera por mí, Enrique habría seguido gastando dinero en ti, en tu estúpida educación, en tu ropa. ¡Pero ya no! Tenemos a Brayan y a Ariana, nuestros verdaderos hijos, nuestros tesoros. ¡No gastaré ni un peso más en ti!

La miré, con la visión borrosa.

—Papá… ¿es cierto? —pregunté, con la voz temblorosa.

Papá bajó la cabeza. Su silencio lo dijo todo.

Sentí que me faltaba el aire.

—¡Felicidades por tu divorcio, Gabriela! —se burló mamá, con una sonrisa torcida—. ¡Divorciada a los veintidós! ¡Qué joya!

Papá intentó hablar, pero mamá lo empujó hacia adentro.

—¡Ahora, toma tu basura y lárgate de mi propiedad antes de que llame a la policía por allanamiento! —gritó, agarrando la puerta.

—Mamá, por favor… —susurré.

—¡LÁRGATE, ZORRA BARATA! —chilló, y cerró la puerta de un portazo que me hizo temblar.

El silencio cayó sobre la calle. Solo mi respiración entrecortada y el sonido de mis sollozos rompían la quietud de la noche.

Me quedé ahí, de pie, mirando la puerta cerrada, sintiendo cómo mi mundo se derrumbaba por completo.

Mi familia… mi hogar… todo había desaparecido en cuestión de minutos.

Un temblor me recorrió todo el cuerpo mientras arrastraba mi equipaje por la calle desierta.

El viento frío me cortaba la piel mientras las palabras de mamá resonaban en mi cabeza.

“No eres nuestra hija.”

“Eres una desgracia.”

“Lárgate.”

Mis piernas flaquearon, pero seguí caminando.

En menos de veinticuatro horas, había perdido a mi esposo, a mi hogar y a mi identidad.

Un latido de dolor me atravesó el pecho mientras la noche me envolvía.

¿A dónde voy ahora?

¿A dónde va una mujer que no tiene a nadie, que no sabe quién es, con un bebé en su vientre y un corazón hecho pedazos?

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