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Capítulo 2

Mi teléfono dejó de sonar. Lo miré con las manos temblorosas. Un mensaje de voz de Elena parpadeaba en la pantalla.

Lo reproduje.

—Gabriela, ¿qué pasa? ¿Fuiste al hospital como planeamos? ¿Qué te dijo el médico? ¿Es lo que creo? —preguntaba con urgencia.

Me quedé mirando el retrato colgado en la pared: Ernesto y yo, vestidos de novios, sonriendo al lente con inocencia y esperanza.

Las lágrimas se deslizaron por mis mejillas mientras recordaba el día que vino a casa de mis padres para pedirme en matrimonio. Era tan guapo con esa sonrisa tímida, con ese brillo en los ojos que parecía decirme que todo estaría bien.

Yo tenía veinte años. Sin estudios, sin un futuro claro. Mis padres apenas podían mantener a mis dos hermanos menores, Brayan y Ariana. Casarme con Ernesto parecía la mejor decisión.

Y lo amaba. Lo amaba de verdad.

Él me cuidó, me protegió, me amó con cada parte de su ser.

Y ahora… le hice esto.

Ahora, con un mes de embarazo de un desconocido, lo había traicionado de la peor forma.

Él nunca me perdonará.

Me cubrí el rostro con las manos mientras las lágrimas caían sin parar.

¿Qué carajo voy a hacer?

El cálculo era claro. El bebé no era suyo. Era de aquel extraño, de aquella noche de locura.

Y me sentía tan sucia.

Finalmente contesté una de las llamadas insistentes de Elena.

—¡Oh, Dios mío, Gabriela! —exclamó en cuanto atendí.

—No sé qué hacer, Elena —sollozé, con la voz rota.

—Tranquila, ¿vale? Respira. —Su voz era firme, pero pude notar el nerviosismo detrás de ella—. ¿Qué tan segura estás de que no es de Ernesto?

Me pasé los dedos por el cabello húmedo de sudor.

—¡No lo sé! Fue hace un mes, Elena. Esa noche… ¡esa noche maldita! —Me ahogué con mis propias palabras.

—Escúchame, Gabi. Aún no tienes la certeza. Tú y Ernesto estuvieron juntos días después, ¿recuerdas? Quizás sea de él.

Negué con la cabeza aunque no pudiera verme.

—¡No! Ernesto y yo llevamos dos años intentando y… nada. ¡Nada! —grité entre lágrimas.

Dios, escucharme me rompía más que cualquier otra cosa.

—Gabriela, escúchame bien. No tienes que decirle nada. Puedes… puedes decirle que es suyo. Que siempre lo fue. Olvídate de ese desconocido. ¡Lo que no se sabe, no duele!

Me quedé helada.

—¿Qué?

—Díselo, Gabi. Dile que van a ser papás. Eso lo hará feliz. No compliques más esto.

Iba a responder, pero el timbre de la puerta interrumpió la conversación.

Mi corazón se detuvo.

—Hay alguien en la puerta —susurré.

—¿Es él? ¿Es Ernesto? —preguntó, y pude oír cómo contenía la respiración.

Asentí aunque no pudiera verme.

—Tranquila. Haz lo que te dije. Dile. Ahora no es momento de debilitarte, ¿me oyes?

—Sí… sí —tartamudeé.

—Te llamo más tarde.

Colgó.

El timbre volvió a sonar, más insistente.

Respiré hondo, dejando el teléfono sobre la encimera de la cocina, y me sequé las lágrimas con la manga mientras caminaba hacia la puerta.

Abro.

Ernesto estaba allí, con su mochila colgada del hombro, los ojos apagados, las facciones tensas. Me miró solo un segundo antes de apartar la vista y entrar, sin saludarme.

Mi corazón latía con tanta fuerza que me dolía el pecho.

—Hola… cariño —dije, forzando una sonrisa mientras cerraba la puerta.

Se sentó en el sofá con el cuerpo hundido hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas y llevándose una mano a la frente.

Lo seguí y me senté a su lado, con las manos húmedas por el sudor, retorciendo el dobladillo de mi blusa.

—Ernesto, ¿qué pasa? —pregunté en un susurro, temiendo la respuesta.

Alzó la mirada hacia mí. Sus ojos… sus ojos estaban llenos de algo que me heló la sangre: odio, dolor, decepción.

—Gabriela —dijo, con esa voz grave que siempre me calmaba, pero que ahora se sentía como una sentencia.

—¿Sí? —contesté con un hilo de voz.

Él parpadeó, como si luchara por mantenerse firme, antes de decir:

—Quiero el divorcio.

El mundo se detuvo.

Me quedé paralizada, sin aire. No podía moverme. No podía entender.

—¿Qué… qué has dicho? —susurré, con el corazón estrujado.

Se levantó, y yo, sin pensarlo, me levanté también, bloqueándole el paso.

—¡Ernesto, por favor! ¿Qué está pasando? —lloré, intentando tomarle la mano.

Pero él me miró con frialdad, y entonces, con un movimiento lento, sacó un sobre de su mochila y lo arrojó al suelo frente a mí.

Las fotos salieron desparramadas como un puñado de hojas secas.

Me agaché temblorosa y tomé una.

Era yo. Desnuda. En la cama. Con aquel hombre desconocido.

Mi grito se ahogó en mi garganta.

No podía ser real.

No podía ser…

—¿Quién carajo eres tú, Gabriela? —escupió Ernesto con la voz rota.

Lo miré con el rostro empapado de lágrimas.

Su expresión era un puñal: rabia, traición, desilusión.

Mi corazón rogaba por dejar de latir.

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