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Capítulo 1

Gabriela Andrade despertó con un latido atronador en los oídos mientras el doctor le entregaba el papel con los resultados.

—¿Seguro? Te ves pálida. ¿No te alegras por…? —preguntó con una sonrisa amable.

Tragué saliva. Mi garganta era un nudo.

—Sí, doctor, claro. Estoy… feliz —mentí, mientras mis manos temblorosas apretaban el papel con tanta fuerza que crujía.

—Seguro a tu esposo le encantará la noticia —rió, ajeno al caos que se desataba en mi pecho.

Mi estómago se hundió. Ernesto. Dios.

—Gracias, doctor. Que tenga un buen día. —Giré hacia la puerta antes de que mi máscara de calma se resquebrajara.

—Buen día, señora Blanco —se despidió mientras salía, sintiendo el mundo tambalearse bajo mis pies.

Cerré la puerta detrás de mí y me detuve, con los ojos ardiendo. Las enfermeras pasaban empujando sillas de ruedas, hablando en voz baja. Todo seguía igual para ellas mientras mi vida se derrumbaba.

—Está embarazada, señora Blanco… —Las palabras del doctor retumbaban en mi mente.

Mi pecho se contrajo mientras avanzaba hasta un cesto de basura. Sin pensarlo, tiré el papel allí, como si pudiera deshacerme de la noticia con solo soltarla.

Me obligué a caminar por el pasillo. Cada paso era un esfuerzo. Crucé la puerta del hospital hacia la vereda, con el viento frío pegándome en la cara. Me recogí un mechón de cabello detrás de la oreja mientras levantaba la mano para detener un taxi.

Una lágrima traicionera se deslizó por mi mejilla, pero la limpié antes de que el taxista me viera.

—Caballito, por favor —le dije, y el taxi arrancó.

Me pegué a la ventanilla, viendo cómo los edificios pasaban convertidos en manchas borrosas. Las lágrimas cayeron, una tras otra.

¿Qué iba a hacer?

Soy Gabriela Blanco, casada con Ernesto desde hace dos años. Sin hijos. Sin planes urgentes de tenerlos.

Pero ahora estaba embarazada.

Y Ernesto no es el padre.

Hace un mes, cometí el mayor error de mi vida.

Elena, mi mejor amiga, me convenció de salir a un boliche en Palermo. “Solo una noche de chicas”, dijo.

Bailamos, reímos, bebimos… bebí demasiado. Siempre me pasa lo mismo cuando bebo. Me convierto en alguien que no reconozco, que no recuerdo.

Desperté en una habitación de hotel, desnuda, con un desconocido en la ducha.

Ni siquiera recuerdo su rostro.

Cuando vi la ropa de hombre en el suelo, me quedé sin aire. Me vestí temblando, recogí mi bolso y huí antes de que saliera del baño. Antes de enfrentar lo que había hecho.

Traicioné al hombre que más me ha amado.

El pitido de un mensaje me despertó del recuerdo. Ernesto. Me avisaba que volvería al día siguiente.

El corazón me latía tan rápido que dolía.

El taxi frenó, sacándome de mis pensamientos.

—Son cincuenta, señora.

Le pagué, bajé, y respiré el aire frío de la mañana. Miré nuestra pequeña casa, esa que habíamos decorado juntos con tanto amor.

Saqué las llaves y abrí la puerta. Cerré detrás de mí y me apoyé un segundo, como si necesitara que la puerta me sostuviera.

Dejé caer mi bolso en el sofá y me senté, cubriéndome el rostro con las manos.

¿Qué voy a hacer?

Ernesto no se merece esto. Él es un hombre bueno, trabajador, que sueña con darme una vida mejor. Me cuida, me quiere.

¿Y yo? Yo fui y arruiné todo con una noche de alcohol y un desconocido.

Me acaricié el vientre, con lágrimas silenciosas corriendo por mis mejillas.

Dentro de mí, crece una vida. Una vida que no es de Ernesto.

Mi teléfono sonó de nuevo. Elena. Mi amiga, que no sabe que estoy destrozada por dentro.

Lo apagué y lo dejé caer sobre el sofá.

Me quedé en silencio, escuchando el tic-tac del reloj en la pared. Los segundos pasaban mientras mi mente se llenaba de miedos.

Este bebé no es de Ernesto.

Y cuando lo descubra…

Dios, ¿qué he hecho?

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